Hay hombres que luchan un día.
Y hay otros, como Daniel Funes de Rioja, que dedican una vida entera al combate por una sola idea. En su caso, la de individuos libres de toda atadura que impida el desarrollo pleno y ayudado y custodiado de los agentes económicos. Hay una lectura de la historia argentina anclada en “los 70 años de peronismo”, otras en los golpes militares, otras en los ciclos de crecimiento y depresión. El último medio siglo de una socavación sin rumbo también puede leerse en la vida de nuestro representante del empresariado nacional.
La historia recordará a Funes de Rioja como el hombre de la reforma laboral, el tipo que peleó contra todo no tanto por sacar adelante la flexibilización del mercado de trabajo, sino sobre todo por ir creando consensos sociales e institucionales amplios alrededor de esa idea. Pero en el último tiempo se embanderó en una lucha menor: la batalla contra la ley de etiquetado frontal. La colectora de una sociedad libre. Sin indemnizaciones ni precios máximos, sí, pero también sin cartelitos aclaratorios. Como presidente de la COPAL, ha vuelto a dejar todo en la cancha para que los individuos decidan sin ninguna advertencia sobre lo que ingieren y dejan de ingerir.
Horas después de su triunfo parcial al caerse la sesión que debía tratar la ley de etiquetado, Funes de Rioja, actual presidente de la Unión Industrial Argentina, pidió que no se analice “a la Argentina como si fuera un país nórdico” porque esos “octógonos negros...tienen por finalidad no informar, sino disuadir”. La verdad es que los países nórdicos están atrasados en el etiquetado frontal, y aún se rigen por una vieja política: una “cerradura verde” impresa al frente de los productos considerados saludables. De hecho, Funes de Rioja podría haber dicho exactamente lo contrario a lo que dijo. Por ejemplo, algo así como “Argentina tiene que dejar de castigarnos con acusaciones infundadas a los que producimos alimentos y seguir el ejemplo de los países nórdicos, que en lugar de señalar a los productos que el Estado cree insalubres, tiene una ley para que, voluntariamente, los productos saludables puedan ser identificados por el consumidor a la hora de elegir.”
Pero el error de Funes de Rioja es, en realidad, la búsqueda de una verdad más profunda. Cuando dice que Argentina no es un país nórdico, el titular de la Unión Industrial Argentina dice que no es un país justo y regulado como los países escandinavos forjados alrededor del Estado de Bienestar. Y cuando dice que “no es”, dice que “no debe ser”. Alguna vez Margaret Thatcher decía que “no existe algo llamado sociedad. Hay individuos hombres y mujeres y familias y no hay gobierno que pueda hacer algo si primero la gente no se cuida a sí misma.” Thatcher no contaba lo que tenía delante suyo sino lo que imaginaba adelante. Toda descripción es un postulado. “Argentina no es un país nórdico”, es el axioma fundante de los que sueñan con un país con la prosperidad de Noruega.
La cerradura verde, apoyada pero no impuesta por el Estado, no es una gran ayuda. De hecho, aún cuando los países nórdicos tienen una tasa de obesidad menor a la del resto de Europa, el crecimiento de la misma en los últimos diez años ha seguido el mismo ritmo que el resto del continente. La falta de información sobre lo que ingerimos es una parte central de la forma en que consumimos. En los ’70, un grupo de economistas entre los que se incluía Joseph Stiglitz desarrolló la idea de los mercados con información asimétrica para explicar aquellas transacciones en las que un actor -casi siempre la oferta- tiene tanta más información que el otro -en general la demanda- que la desigualdad es el núcleo duro de esa transacción. Décadas después, Stiglitz recibió el Nobel de economía por aquellos trabajos. Una ley de etiquetado como la que se propone en Argentina buscaría la corrección de una asimetría abismal entre agentes económicos y eso es algo que Funes de Rioja jamás podría permitir.
Funes de Rioja no es el más rico ni el más poderoso ni el más influyente de los empresarios argentinos. No es, ciertamente, el más desagradable. Lo conocí en la segunda mitad de los años ’90. Él había colaborado de joven con la secretaría de planeamiento de la última dictadura militar. Yo era periodista y él ofrecía conversaciones off the record para promocionar la idea de una reforma laboral con el celo que mi vecina Dorita ponía en las reuniones de tupper una década antes. Era didáctico más que fanático, victorianamente contenido, gentil, como los lobbistas de “Gracias por Fumar”. Delante suyo había un río muerto de millones de pobres que estaban pasando del trabajo formal al cuentapropismo y del cuentapropismo a la desolación y Funes de Rioja, a veces con un pequeño brillo en la comisura de los labios, decía que el problema era el clima antiempresario que impregnaba a la sociedad argentina, la desconfianza.
El problema económico era claro: bajar los costos de contratación (y despido) de empleados para ganar competitividad internacional. A Funes de Rioja le interesaba la ley, obvio, pero como bien señalan Juan Carlos Torre y Pablo Gerchunoff, cuando Menem sugirió sacar la ley por decreto, el empresario dijo que así no tenía sentido, que por consenso o nada. Que su campaña global era por cambiar el humor nacional.
Algo de eso le reconoció en el 2007 el entonces presidente de Colombia, Alvaro Uribe, hoy condenado por haber conspirado con grupos paramilitares de ultra derecha. A Funes de Rioja, lo condecoró con la Orden de San Carlos y lo explicó sin ambages: “En un país como Colombia, lo lógico es desconfiar de los empleadores y maltratarlos. Eso es lo fácil. Usted ha hecho lo difícil, lo que necesitamos... que es creer en nuestra empresa privada.”
En su celo transformador, Funes de Rioja generó las condiciones para que distintos gobiernos se estrellaran contra esa muralla que es la desconfianza. Fue central para la Alianza se desintegrara en el aire en su intento de aprobar la reforma laboral como fuera en el año 2000. Y fue igualmente central en empujar el combo reforma laboral/reforma previsional con el que Mauricio Macri dilapidó en unas pocas semanas el capital de su triunfo en las elecciones parlamentarias de 2017. Funes de Rioja también dio señales de apoyo iniciales al gobierno de Alberto Fernández, que debería ser el primero en preocuparse.
No hay bien público que Funes de Rioja no objete. La acción colectiva, las indemnizaciones, las etiquetas informativas. El enemigo mayor, la supernova contra la que pelea cada batalla es, acertó-señora-acertó-señor, el populismo. Cuando vio en Macri un punto de despegue, destacó que “salir del populismo no es fácil y lleva un largo proceso.” Cuando ese proceso estalló en las calles a fines del 2017, dijo se trataba de “una ‘pueblada’ de grupos que no tienen relevancia desde el punto de vista electoral pero que se constituyen en una manifestación populista.” Los batalla contra los octógonos negros son una trinchera más en su cruzada final.