¿Cómo puede ser que en el país más feliz de la tierra la tasa de fertilidad no rebalse las expectativas cada año, que las plazas y los parques no se llenen de una cantidad inmanejable de chicos y chicas, que cada calle de Oslo, Bergen o Trondheim no se convierta en una ciudad de los niños en tamaño real?
Y sin embargo.
La tasa de natalidad sigue en descenso. Los 52.979 nacimientos del 2020 son cerca de un 15% menos que los 61.442 que nacieron en el 2010. El número de 1,48 niños por hogar en el 2020 confirma el descenso respecto del 1,95 del 2010. La inmigración sigue siendo el principal recurso para contener o revertir el envejecimiento de la pirámide poblacional. La invitación tentadora a llenar de hijos la tierra es tal que hasta el gobierno conservador de Erna Solberg, que le ha dedicado tiempo y esfuerzo a desmantelar el Estado de Bienestar y las regulaciones ambientales, ha sido mucho más cauteloso a la hora de tocar los beneficios que protegen a la niñez. En buena parte, cierto, porque es la forma efectiva de ganar legitimidad para políticas restrictivas en la inmigración.
Noruega es uno de esos lugares en los que la frase “los únicos privilegiados son los niños” podría ser una evaluación empírica y no un deslizamiento vocativo del General para inventar una ciudad “en la que todos son ciudadanos y propietarios”. Todo conspira a favor de ellos: las licencias por maternidad y paternidad de un año para madres y padres combinados, extendible a un año más bajo ciertas condiciones, las asignaciones familiares universales, la salud gratuita por completo hasta los 16 años, la educación universal y gratuita, la idea de que el día nacional (17 de mayo) tiene a los niños y no al ejército en el centro de los desfiles -es el día alucinante en el que está prohibido decirle que no a cualquier pedido de helados por parte de los chicos-, las jornadas laborales razonables que dejan generosas horas para pasar en familia, la educación pública gratuita y de calidad, la tasa que cargan los bancos para créditos de vivienda que puede ser tan baja como el 1,32 anual y cubren hasta un 85% del precio total de una casa permitiendo a una familia con algún ahorro darle a sus hijos una independencia impensable en otros territorios. Las consultas médicas son uno de esos lugares en los que este andamiaje adquiere el rostro de la “diferencia cultural”. Hay que hacer un esfuerzo e insistir para que el médico le dirija la palabra a uno de los padres; sin el pedido, la conversación es solo entre el doctor y una niña de ocho años súbitamente a cargo de su propia salud.
Y sin embargo.
Cambios pequeños en la regulación de los servicios odontológicos permiten catalogar una parte creciente de los tratamientos de ortodoncia como “estéticos” y, por tanto, excluidos de la gratuidad. Quizás el sistema se carcoma desde los dientes. A principios de año, las autoridades de la Universidad de Ciencia y Técnica de Trondheim descubrieron que muchos de sus estudiantes estaban recurriendo a calmantes para posponer los tratamientos odontológicos por temor a las cuentas que les llegaban. La odontología, pasados los 16 años, es absurdamente paga y carísima. Los resultados de esas prórrogas son la creciente dependencia de calmantes y opioides y el empeoramiento de las dolencias que originaron esa dependencia. No es un fenómeno aislado. Hay que darse una vuelta por el sitio de crowdfounding spleis.no y buscar “dientes” (tenner) para encontrar a una multitud pequeña y creciente de noruegos recolectando fondos para hacerse un conducto. En el país más próspero de la tierra, donde uno llega al mundo con 250.000 dólares bajo el brazo. El diario de izquierda Klassekampen le ha dedicado un suplemento especial a los costos de los tratamientos dentales. La plataforma del partido rojo-verde incluye la gratuidad de los servicios odontológicos. Pero acá la desigualdad se defiende con uñas y dientes. Stein Erik Hagen, uno de los hombres más ricos de Noruega, ya advirtió que si los rojo-verde llegaran al gobierno -es un partido pequeño, cercano al 5% de los votos, pero podría ser parte de una coalición con el laborismo para terminar con el gobierno de Solberg-, Noruega iría “camino a ser Corea del Norte”. Ni siquiera íbamos a ser Venezuela.
¿Cuánto falta para que bandadas de desdentados bajen por las calles de Noruega hoy ocupadas por dentaduras blancas y perfectas? ¿Tres años? ¿Tres décadas? En Noruega todo es exasperantemente lento, hasta la espera. La creación de un país distinto tiene menos espectacularidad que la de los cataclismos argentinos, pero no por eso deja de tener efectos duraderos en el tiempo. Existen pocas dudas de que la desigualdad ha crecido en las últimas dos décadas, aunque hay distintas interpretaciones sobre las causas: la idea de que una nueva casta de mega ricos ha disparado la escala más alta de la riqueza sin afectar el bienestar y los ingresos del resto es una de las explicaciones más extendidas y cándidas. Pero no todos concuerdan. El reciente libro de Knut Halvorsen y Steinar Stjernø, Desigualdad económica y social en Noruega, argumenta que la medición de los ingresos altos ha estado distorsionada en las últimas décadas y que cuando se incluyen los dividendos y capitales en el exterior, la riqueza del 10% más alto es casi el doble que lo que dicen las estadísticas. Una investigación reciente de la red informativa pública, NRK, afirma que una de cado cinco coronas producidas por el país van al 1% más rico, una concentración aún más alta que la de Estados Unidos. Rolf Aaberge, uno de los economistas más prestigiosos del país, afirma que lo que genera esa distorsión es, de entre todos los ingresos, la tasa de retorno de las inversiones. Más aún, y contra las representaciones más idealizadas del sistema impositivo noruego, Aaberge sostiene en otro trabajo suyo que el 1% más rico de Noruega paga cerca de un 20% de sus ingresos en impuestos, algo así como la mitad de lo que pago yo o cualquier ingreso promedio en el país.
Con alguna terquedad, quienes insisten en que estas distorsiones en la parte alta de la pirámide no afectan al resto de la sociedad parten del supuesto, entendible, de que un país con alto crecimiento difícilmente viva un incremento en su desigualdad. Habrá que revisar ese supuesto y prestar atención, en cambio, a la forma en la que los procesos de concentración de poder económico se traducen en formas de poder político que no están al alcance de las instituciones democráticas. Por eso es que SSB, el instituto oficial de estadísticas, disiente y acuerda con Aaberge en que la concentración de riqueza, incremental en los últimos treinta años, pone una presión extraordinaria sobre la democracia.
¿Cuánto tarda una democracia en convertirse en una plutocracia? ¿Menos que en convertirse en una sociedad sin dientes? ¿Más? ¿Cómo ocurrió en Estados Unidos? ¿Cuáles son las señales?
Los niños, aquellos privilegiados llenos de helado y gratuidad, también son los portadores insanos de un nuevo orden. En marzo, SSB reveló que el número de hogares con niños viviendo bajo la línea de pobreza volvió a crecer. Por décimo año consecutivo. 115.000 niños son considerados hoy “pobres” en Noruega. Y no: la comparación con las cifras y condiciones flagrantes de pobreza en la Argentina no son siquiera admisibles, pero revelan grietas al interior de un sistema que durante décadas fue el más inclusivo que pudiera imaginarse. Una parte de esa nueva camada de pobres son inmigrantes, esperablemente sobrerrepresentados en las cifras de pobreza (un 18% de niños noruegos son inmigrantes, un 48% de los niños pobres son inmigrantes). Pero aún si se quita a los inmigrantes de la muestra, la cifra de niños nativos bajo la línea de pobreza también ha crecido durante el mismo periodo.
Janteloven. Uno de los términos más asociados a la cultura nórdica, que señala en general una crítica al individualismo y el éxito personal y un correspondiente apego al progreso comunitario y la solidaridad social. Janteloven es tradición. Janteloven es ideología. Janteloven es una de esas sombras que vienen del pasado y se proyectan sobre el presente en dos direcciones: una forma de resistencia a los cambios más individualistas y una bruma de ideas y engaños que impide ver la relación entre ese legado cultural y las condiciones materiales que lo producen: la acción sindical, la movilización política, la expansión de derechos colectivos. La mera idea de que la igualdad o el cuidado de los niños es parte de una “cultura nórdica” y no que esa cultura es un producto de un despliegue fenomenal de recursos políticos y económicos para hacerla realidad es el secreto de la ideología nórdica. Los hechos sociales, al fin y al cabo, también tienen su materialidad, tan resistente y firme como la roca de una montaña. Cuando escucho la expresión “cultura nórdica” llevo mi mano a un libro de sociología.
Volviendo a casa para terminar esta nota, un montículo de bosta monumental se alzaba en Gabriel Tischendorfs vei, sobre una vereda angosta por la que pasan decenas de chicos camino a la escuela. Caca de perro, elemento inesperado y ubicuo del paisaje urbano noruego. Noruega, el país atrasado de Escandinavia, donde los chistes de gallegos eran sobre noruegos. “En Suecia no es así”, piensa un amigo, un amigo sueco. Y entonces, cada caca de perro en el suelo es una confirmación de que no estamos tan lejos, de que si de alguna manera llegamos a confluir en la misma cantidad de caca por vereda cuadrada en la subida de Gabriel Tischendorfs y en la esquina de Belgrano y Loria, Argentina va a poder manejar el petróleo o la riqueza igual que Noruega, vamos a unirnos todos en una cultura común, una misma abstracción. O es más posible, en verdad, que sometidos a una tasa de inflación de dos dígitos, los recursos sobre los que se monta esa cultura limpia y austera se disuelvan en el aire como pompas de jabón. Que la rectitud y la pasmosa calma sean una función de la tasa de crecimiento.
En la vereda, sobre Christies Gate, antes de llegar al montículo de caca, en pleno centro de Bergen, está tirada esta jeringa. Es parte del paisaje cotidiano de la ciudad, quizás algo menos que la caca de perro. Comparado con muchos otros países, los adictos a la heroína reciben una muy buena atención, de forma permanente y empática. La nueva ley que presentó el gobierno al Congreso considera la despenalización de la tenencia de entre dos y cinco gramos de heroína o cocaína. Los adictos, muchos jóvenes, estudiantes universitarios, desocupados y profesionales de ambos sexos, deambulan en una nube propia. El número de adictos es bajo pero estable. El de aquellos dependientes del alcohol, en cambio, es alto: ocho por ciento de los hombres, tres por ciento de las mujeres. Pero mientras las muertes derivadas del consumo de alcohol bajaron algo en el último cuarto de siglo, las muertes por sobredosis ascendieron desde 205 en 1996 a 286 en el 2018.
Janteloven. La “cultura nórdica” también es lo que cada uno quiere que sea. El país más feliz del mundo es un título que pesa sobre los hombros como el ancla de un transatlántico. El índice anual sobre el país más feliz del mundo realizado con la promoción de las Naciones Unidas ubica a Noruega siempre entre los primeros cinco, rodeado de Finlandia, Islandia, Dinamarca, Suiza y Suecia. En el caso noruego hay un sustrato evidente y perverso en la felicidad de este siglo: la prosperidad del país se monta en la industria que más contribuye a la destrucción del planeta en la que tiene lugar esa prosperidad. No hay fotos de jeringas en el piso que expresen el grado de dependencia del país de la exportación de petróleo -cuyo consumo se desincentiva a nivel doméstico- y de la salmonicultura, cuyo efecto en los océanos afecta a Noruega y al mundo por igual. La población participa de esa hipocresía fundante como beneficiaria cautiva de un sistema difícil de desmontar, mientras de la mano de estas industrias se consolida una idea de ciudadanía individual parecida a la del pataleo de un niño caprichoso, que lloriquea por sus derechos individuales contra cualquier evidencia de que son los bienes colectivos propios y externos al ser humano, y no las cuentas bancarias, lo que transformaron a Noruega en un experimento exitoso.
Pero estos tipos inventaron el esquí, quién no querría nacer y seguir naciendo en un lugar así. Quién no creería en su excepcionalidad. La leyenda dice que el Rey Håkon, siendo un niño, había quedado en territorio enemigo. Para rescatarlo, un grupo de guerreros cruzó todo el país en una travesía hostil y penosa montado sobre unas tablas de madera para deslizarse por la nieve, creando en ese instante el esquí de fondo. Esto fue hace un tiempo, en el 1204, pero los mitos sobreviven a fuerza de repetición. El cuadro clásico que retrata esa aventura ilustra el paquete de Fenalår, una especie de jamón hecho de pata de cordero que se consume masivamente. Janteloven y esquí hasta en el supermercado. Para todos y todas.
La Noruega que fascina es un instante. Es la esquina de Prosperidad e Igualdad, dos calles que recorren el tiempo y se encuentran en un segundo maravilloso como la mañana de un domingo de otoño en Buenos Aires. Pero es sólo eso: una esquina, un momento condenado a ser dejado atrás a medida que esas calles siguen su curso, único e inevitable, alejándose entre sí. Dónde encontrará a Noruega el futuro, en qué nueva esquina o sobre qué calle no es algo que esté asegurado por la tradición ni la cultura ni la leyenda. Pero tampoco es una condena impuesta por el crecimiento y la desigualdad.
Siempre habrá un par de esquíes listos para atravesar los paisajes inhóspitos y volver a empezar.