¿Quién limpia la escena de una muerte violenta? ¿Cómo se devuelve la apariencia de normalidad a un espacio que fue el escenario de un asesinato o de un suicidio? ¿Quién asume un trabajo que nadie querría hacer? Se puede vivir de borrar las huellas de la muerte. El trabajo de los limpiadores forenses empieza cuando el cadáver se lleva a la morgue y la policía ya recolectó las pruebas. Cuando ya no queda nadie, los operarios de este servicio especial entran en escena. Su objetivo es no dejar rastro de la tragedia, ni de la agonía, ni del inmenso dolor. Consolar, de alguna manera, dejando el hogar limpio.
Basta una búsqueda rápida en Google para confirmar que en España hay varias empresas que encontraron un negocio en este nicho de mercado. La primera fue Limpiezas Traumáticas González S.L., fundada por Manuel González, un antiguo jefe de mantenimiento de un instituto en Hellín (Albacete). Era 2012 y sus dos hijos estaban sin trabajo.
Uno no decide un día al levantarse de la cama que va a vivir de desinfectar escenas de crímenes. Empezaron como una empresa de limpieza normal, hasta que una conocida que trabajaba en los servicios sociales les pidió ayuda en la casa de un hombre que vivía solo y llevaba muchos días fallecido. Ese primer servicio es el que hizo click en Manuel, cuenta él mismo en conversación con elDiario.es tras la publicación de Limpiezas traumáticas, un libro escrito por la periodista Beatriz González y editado por La Esfera de los libros, que narra el día a día del trabajo.
Limpiezas González presume de haber limpiado el rastro de los crímenes más mediáticos del país ibérico (Pioz, Móstoles, Parla, Vilanova i la Geltrú...) y de ser los mejores en lo suyo ante la aparición de “muchos intrusos” con ganas de hacer caja. La realización de estos servicios requiere permisos especiales de manejo de residuos y de uso de productos peligrosos. Se paga bastante bien: al menos 2.000 euros por caso, aunque el precio final depende de lo compleja que sea la desinfección y la limpieza.
Los contactos con la letra F
Una vez que se cruza el umbral de la puerta –siempre con autorización, aclara Manuel– se ven cosas que la imaginación no alcanza a proyectar: armas del crimen enterradas bajo sangre coagulada, cuchillos retorcidos tras ser usados para matar a alguien –“impresiona mucho verlo, ver cómo queda”–, restos de cuerpos esparcidos por la casa y un olor “que no tiene que ver con algo que hayamos conocido”.
Su agenda acumula contactos en la letra F: “fallecido Guadalajara”, “fallecido Sevilla”, “fallecido Calleja”. Prefiere, dice, no saber mucho, “tener el mínimo detalle porque ya nos lo encontramos todo cuando llegamos”. A veces les contacta la familia; otras, la policía, los juzgados o los servicios sociales. Tienen nueve delegaciones en España. Normalmente nadie puede estar en la vivienda mientras se hace el trabajo, pero Manuel se encontró con extrañas excepciones.
–¿Cuál es la más extravagante que recuerda?
–Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Nos llamó una mujer porque habían asesinado a su madre y la teníamos pegada a la espalda. Lo vimos rarísimo. La chica estaba allí con toda la sangre agarrando las joyas de los charcos del suelo.
Dos semanas después, supo que era la homicida y que la policía había resuelto el caso a partir de una almohada donde había dejado su sangre: “Ella sabía que, una vez que pasa la policía judicial y dan permiso, incineramos muchos objetos de las casas”. El oficio –puntualiza Manuel– requiere un trabajo estrecho con las autoridades para evitar que alguien solicite sus servicios para deshacerse de pruebas.
¿La limpieza puede sanar?
Debajo de tanto sufrimiento –de muchas cenas sin hablar en casa de los González, de incontables silencios– está la certeza de que la limpieza tiene un efecto sanador para las personas devastadas por un suceso traumático.
El documental The death cleaner, estrenado en 2019, cuenta la historia de Donovan Tavera, un especialista en limpieza forense que trabaja en Ciudad de México. “Nos abriste la puerta de la casa. Es como si te hubieras metido en mi corazón y hubieras hecho la limpieza que hiciste aquí”, asegura frente a la cámara una de las clientas. “Obviamente –sostiene Tavera– guardan el dolor y la pérdida, pero la limpieza cambia la manera de afrontarlo. Una vez que yo acabo con el trabajo, [las familias] empiezan con otro”. En la era de la popularización de los true crime, también la ficción también se ha interesado por esta realidad. La serie británica The Cleaner se aproxima a través de la comedia a la extravagancia de un oficio que sigue en la sombra.
Tras hacer la intervención, las casas quedan precintadas durante 24 horas porque los productos son muy agresivos. “Cuando la sangre sale del cuerpo es un nido de bacterias”, explica Manuel, por lo que se requiere de líquidos “200 veces más potentes que la lejía” para desinfectar los espacios. Es imprescindible el uso de epis, guantes, gorro y mascarilla. Los limpiadores forenses también atienden domicilios con síndrome de Diógenes o del arca Noé (un trastorno obsesivo que consiste en acumular animales).
¿Las ganancias compensan el trabajo sucio, el balbuceo –confiesa Manuel, Manolo para la mayoría– cada vez que les preguntan a qué se dedican? El jefe y fundador de Limpiezas Traumáticas González asegura que podría jubilarse y no trabajar más con los beneficios que cosecharon hasta ahora. “Hacemos el trabajo que nadie quiere hacer, pero alguien tiene que hacerlo. Psicológicamente afecta un poco, por eso le voy a dar paso a mis hijos”.