“De los cientos de recuerdos que guardo en mis dispositivos y en la nube, la mayoría son recuerdos felices, pero algunos son dolorosos, y cuando los algoritmos resurgen estas imágenes mi sentido del tiempo y los lugares se deforma. Esto se ha visto especialmente pronunciado este año con la pandemia (…) Hoy nuestros teléfonos vibran con recuerdos. En tiempos normales nos encontraríamos bajo presión para recordar cosas por razones prácticas o nos sorprenderíamos con asociaciones entre el presente y el pasado. Sin embargo, ahora que nuestros recuerdos son digitales, son incesantes, azarosos, intrusivos”, se lamenta la periodista Lauren Goode, cuando un año después Pinterest, Google y otros sitios le siguen recordando de su propia boda, cancelada.
Durante las últimas décadas con el boom tecnológico, una mayor ubicuidad de las redes sociales y lo acostumbrados que nos hemos vuelto a vivir conectados y mostrando aspectos de nuestra intimidad, la pregunta sobre la permanencia o “vigencia” de la información personal en la web adquiere una preponderancia que abarca distintos aspectos desde lo metafísico a lo legal. ¿Qué valor y qué peso tienen los recuerdos digitales? ¿Acaso queremos recordar siempre? ¿Están los algoritmos preparados para entender cuándo queremos recordar y cuándo es mejor olvidar? ¿Qué dice la ley al respecto?
Una extensa editorial de la revista Wired indaga en cómo la tecnología interactúa con nuestra memoria, nuestra percepción del tiempo y de nosotros mismos. ¿Cuántas veces te encontraste viendo fotos de relaciones terminadas gracias al inoportuno feature timehop en los teléfonos celulares? ¿O cuántas veces Facebook te felicitó por el aniversario de un trabajo que ya no tenés o por la amistad con alguien que ya no ves? A veces inclusive se trata de recordatorios o datos que ya no están asociados a nuestra persona y que siguen girando en ciclos cibernéticos durante años, sin que nadie ni nada los rectifique. Por supuesto que algunas de estas cosas pueden parecer temas menores, y sin embargo, como señala Goode este software tan ubicuo y cada vez más esencial en nuestras vidas necesita volverse más inteligente.
Nuevas formas de la memoria
¿Cuáles son hoy las implicancias culturales y legales de que muchos contenidos o perfiles continúen online aún cuando han perdido vigencia personal, o incluso deseamos que desaparezcan o se bajen? Existen consideraciones que van desde el buen gusto absolutamente subjetivo a la legalidad más absoluta, y en el medio existe una sobrevida cibernética que muchas veces escapa a nuestro control con consecuencias indeseadas y de gran impacto personal, como las que describe Goode.
“Olvidar era algo que hacíamos por default, y también significa que podías editar tus memorias”, explica Kate Eichhorn, investigadora y autora del libro The End of Forgetting, quien además sugiere que cuando “editamos” nuestros recuerdos estamos permitiendo incorporar nueva información, y en algunos casos, lidiar con el trauma, la tristeza o la pérdida. En este sentido cabe preguntarse, después de un año tan duro, ¿cuánto queremos que nos recuerden en el futuro las fotos y momentos del 2020? La manera en que procesamos el pasado de forma personal vía la tecnología actual puede no sólo inhibir nuestro crecimiento o desarrollo emocional, también vincularse con procesos sociales.
El libro de Eichhorn se centra en cómo estos nuevos contextos inciden en los niños y adolescentes que crecen con las redes sociales y que no se beneficiaron -como muchos de nosotros de más de 35- de pasar la primera mitad de su vida sin Internet. ¿Por qué no se benefician? Simple, según Eichhorn porque no tienen la posibilidad de reinventarse y hasta actualizar la imagen personal cuantas veces quieran. “A diferencia de la información que se acumula en un anuario o fotos viejas, la información que queda en las redes sociales es permanente, lista para resurgir e interrumpir futuras vidas (...) Históricamente para crecer se trataba de dejar cosas atrás, lograr una distancia segura de los eventos dolorosos que típicamente marcan la niñez y adolescencia”.
Asimismo, Eichhorn señala que pareciera que hay sorprendentemente poco escrito al respecto del impacto específico de la cultura digital en nuestra memoria mientras crecemos, si bien, cada vez se habla más de la salud mental y los costos asociados al uso de redes sociales de forma continua. Hace dos años la ex editora de la revista de culto Rookie y ex-fashion influencer Tavi Gevinson, quien “creciera” en Internet, se lamentaba en un ensayo muy leído sobre cómo Instagram había moldeado su persona e identidad. “Trato de imaginar un escenario alternativo donde recorro tierras libres de IG, no alcanzadas por el algoritmo, pero no puedo imaginarme cómo es esa persona por dentro”. No hay que ser famoso como ella o tener miles de seguidores para sentir el peso abrumador -y a largo plazo- que el agujero negro de las redes está creando en nuestra psique.
Tan ubicuo se ha vuelto el recordatorio y memorabilia digital, la recurrencia con la que tercerizamos nuestra capacidad de recordar -entregando datos y rostros a las grandes corporaciones-, que quizás sea difícil rastrear cuando comenzó esta “monetización” de los recuerdos, como le llama Goode, promovida para generar engagement en las apps y capitalizar la nostalgia. Algunos ubican el inicio de esta tendencia cerca del 2010, momento que coincide también con la última década de explosión en el uso de rrss, facilitando al sistema un mapita cada vez más detallado de nuestras interacciones, preferencias, relaciones y rasgos personales.
Aproximadamente en ese momento fueron introducidos muchos features que hoy son clásicos archi-conocidos de las plataformas: en 2015 Facebook lanzó el “On this day” o, en criollo, “Un día como hoy” para recordar fotos y posteos viejos. Algo que Instagram también empezó a ofrecer hace poco con el feature “Memories” que es muy similar. En 2016, Apple introdujo su propio feature de recuerdos en su app de fotos, y tres años más tarde Google sumó el suyo que le permite a los usuarios de Android ver fotos viejas. Y gracias a que a Yael Marzan, director del equipo de Google Photos se dió cuenta que la mayoría de nosotros almacena sus fotos en la nube y nunca las vuelve a mirar, ahora cada vez que entro a la carpeta “Fotos” de mi celular tengo que ver qué estaba haciendo hace dos años, qué historias subía y qué álbumes viejos tengo sin visitar.
El problema es que Marzan parte de un presupuesto axiomático: que siempre vamos a querer recordar -y que la mayoría de los recuerdos van a ser positivos. Además ahora se asume que cada producto tiene que tener uno de estos memory features y las nuevas plataformas y apps trabajan con esta prerrogativa de desarrollo. ¿Es que acaso no podemos elegir olvidar? ¿Es esa una función para los usuarios que las grandes empresas no están considerando?
La respuesta es bastante más simple de lo que pensás, los clicks a viejos contenidos se traducen en engagement y más tiempo en las plataformas mirando publicidad, lo cual redunda en dinero. Empresas como Timehop y otras hacen de los recuerdos, un negocio. Por eso el punto de Goode es tan lúcido y nos dice mucho no sólo sobre cómo la tecnología del recuerdo nos está afectando, sino también sobre las prerrogativas tecnológicas que deberíamos tener en cuenta a futuro: la función memoria en las apps debería ser optativa, no debería activarse por default y en un mundo ideal deberían dejar de monetizar nuestros recuerdos de forma directa o indirecta. Un mundo donde también los Timelines registren de forma más fidedigna el paso del tiempo.
Uno podría preguntarse por qué incluso hoy, en plena pandemia, es importante pensar estas cosas. Y es que si la pandemia, se sabe, ha modificado nuestro vínculo con el paso del tiempo y la percepción del mismo, el hábito de rememorar, sobre todo ante de la imposibilidad de hacer o salir, se ha visto acrecentado. Detenernos a mirar épocas en las que salíamos libres sin barbijo o nos abrazábamos con amigos en fiestas multitudinarias, puede servir también como bálsamo -aunque no sin un costo. Por ahora para algunos estas fotos es lo único que queda de una normalidad pasada.
Efectos colaterales de la memoria
“En tu caso tenés un ciclo de vida de alguien que no sos, que te sigue alrededor de la web y más allá”, explica Goode que le comentaba un especialista en tecnología cuando preguntó qué hacer, ya que le seguían aparecieron fotos de su ex y otras cosas en su iPad, en su teléfono...¡y hasta en su Google Watch! ¿Cómo hacemos para limpiar estos caminos “desactualizados” que llevan a nosotros, y que nos traen recuerdos más o menos ingratos o muestran información desactualizada que puede perjudicarnos?
En la mayoría de los casos, propone la autora, navegar los settings cambiando o incluso intentado borrar los registros uno por uno puede ser un camino de mucha demanda mental y emocional. Inclusive si decidimos una opción más rotunda como borrar una cuenta o dar de baja un servicio, el usuario tampoco se garantiza tener el control total de los datos o la experiencia, porque como ya sabemos los opt-out suelen ser casi-imposibles. De hecho, por ejemplo, Apple no te permite dar de baja el feature Memories.
¿Y qué dice la ley? “En primer lugar, es necesario destacar que la ley Nº 26.032 establece que la búsqueda, recepción y difusión de información e ideas de toda índole, a través del servicio de Internet, se considera comprendido dentro de la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión. Ahora bien, el derecho a expresarse libremente en la red, como todo derecho, no es absoluto y encuentra límites en nuestro ordenamiento jurídico, que cuando se traspasan generan consecuencias.Por su parte, el artículo 51 del Código Civil y Comercial consagra la inviolabilidad de la persona humana y el derecho al reconocimiento y respeto de su dignidad, la cual se conforma por los llamados derechos personalísimos a la imagen, la identidad, el honor, la reputación y la intimidad, propia y familiar”, enmarca Bárbara Virginia Peñaloza, abogada y máster en Abogacía Digital y Nuevas Tecnologías.
“Respecto a las publicaciones que una persona realice voluntariamente, en la que comparta aspectos íntimos, relativos a su identidad o su propia imagen, podrá eliminarlas cuando desee. Distinto es el caso en el que un tercero, publique algo respecto de una persona. Aquí es más complejo pretender que esa información ”se olvide“, pues deberá ponderarse entre la libertad de expresión de quien publica y de quienes tienen derecho a acceder a esa publicación y de la dignidad de la persona que se ve expuesta”.
En Argentina, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, no se ha reconocido expresamente en la ley el derecho al olvido, si bien ya se han dictado sentencias que lo reconocen. Así lo explica por su parte Maia Levy Daniel, Directora de Investigación y Políticas Públicas de Centro Latam Digital. “Actualmente no contamos con ninguna ley que ampare el llamado ”derecho al olvido“ en Argentina, por lo que no tenemos lineamientos claros para determinar en qué casos los motores de búsqueda —por ejemplo, Google— deberían desindexar contenidos específicos, lo que podría podría generar una afectación del derecho de las personas a buscar, recibir y difundir información e ideas. La Convención Americana de Derechos Humanos y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos en general, de jerarquía constitucional en Argentina, protegen ampliamente el derecho a la libertad de expresión. Si bien es cierto que hay información que puede generar un daño grave en las personas, y es legítimo el objetivo de proteger sus datos personales y su derecho a la intimidad, la restricción a la libertad de expresión debe ser sumamente excepcional”.
La desindexación no supone la supresión o cancelación de dato alguno, solo la desvinculación de datos entre sí, que serán más difíciles de encontrar.
Otro tema importante de aclarar es que la desindexación no supone la supresión o cancelación de dato alguno, solo la desvinculación de datos entre sí, que serán más difíciles de encontrar. “Si se quisiera establecer la posibilidad de desindexar contenidos que propone el ”derecho al olvido“, es necesario que se plantee un debate amplio del que surja una ley específica aprobada por el Poder Legislativo. Esta ley debe determinar en forma clara y precisa en qué casos procedería la desindexación —por ejemplo, no en casos de información que se considere de interés público y cómo se lo define—, teniendo en cuenta que para poder restringir el derecho a la libertad de expresión las soluciones deben ser razonables y proporcionadas, Además, es necesario demostrar que la restricción es el único instrumento legítimo para proteger otros derechos. Por último, debería ser un/a juez/a —y no una empresa privada— quien lleve a cabo la ponderación entre el derecho a la libertad de expresión y, por ejemplo, el derecho a la intimidad’, concluye Levy.