A comienzos del siglo XX, Inglaterra se convirtió en el epicentro del motor de la primera ola feminista: la pelea por el sufragio. Para conseguir este derecho elemental, las mujeres se organizaron, protagonizaron reuniones clandestinas y demostraciones públicas, huelgas de hambre y de sueño, actividades de difusión y escraches a miembros del Parlamento. Siempre expuestas a la persecución y la cárcel.
El movimiento sufragista no era uniforme. En su seno convivían intereses y estrategias diversas, que eventualmente marcarían su desenlace. Pero su potencia fue enorme. Lejos de recluirse a debates de salón de damas de la alta sociedad, las trabajadoras fueron partícipes activas, sumando sus propias demandas y métodos de lucha.
En junio de 1908, casi medio millón de sufragistas coparon Hyde Park, en el centro londinense. Las clases dominantes temblaron. El conservador periódico The Times alertó sobre “la movilización más grande del último cuarto de siglo”, y la policía redobló sus esfuerzos para espiar y arrestar activistas.
Ese mismo año fue creada la Liga Nacional de Mujeres contra el Sufragio, presidida por Mary Humphry Ward. La reconocida novelista planteaba que las mujeres debían contribuir al “progreso moral” de la sociedad desde su lugar como cristianas y pilares de la unidad familiar.
Estas ideas, plasmadas en sus libros, hicieron que Virginia Woolf la catalogara como una exponente del “mundo disecado del vagón de ferrocarril de primera clase” y caracterizara la lectura de sus obras como una “amenaza a la salud mental”. La autora de Un cuarto propio no estaba sola en el repudio: durante una charla en las universidades de Newnham y Girton, Ward fue abucheada por las alumnas.
El 8 de julio, su organización publicó un manifiesto donde expresaba: “A menos que quienes sostenemos que la victoria del voto femenino traería un desastre a Inglaterra estemos dispuestos a tomar acción inmediata y efectiva, (…) nuestro país puede derivar hacia una revolución trascendental, tanto social como política”.
Para la Inglaterra colonialista, la negación del voto a las mujeres constituía una herramienta más de su dominio y una forma de dividir a la clase obrera. La propia Ward escribiría en The Times: “El sufragio femenino es un salto en la oscuridad (…) debido al vasto crecimiento del imperio (…) y, por tanto, la creciente complejidad y riesgos que aguardan a nuestros hombres de Estado”. No casualmente, sus principales aliados fueron William Cremer, un ferviente antisufragista, ganador del Premio Nobel de la Paz en 1903; y George Curzon, un político que fungió como virrey de la India. Gertrude Bell –quien luego participaría del Mandato del Reino Unido sobre Irak– y la periodista Flora Shaw –futura esposa de un administrador británico de Nigeria y Hong Kong– fueron otros miembros destacados del grupo. El imperio contraatacó.
En 1910, la Liga Nacional de Mujeres contra el Sufragio –que ya contaba 20 mil miembros y 104 ramas en Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda– se unió a la Liga masculina contra el sufragio de las mujeres, formando la Liga nacional contra el sufragio de la mujer.
Sus primeros presidentes fueron Evelyn Baring y Lord Cromer –administrador colonial británico y embajador plenipotenciario en Egipto–, el mencionado Lord Curzon y Lord Weardale. Los opositores al voto femenino pertenecían a distintos sectores del arco político. Aunque los conservadores aportaban a los más fervientes, figuras como William Gladstone y Herbert Asquith del Partido Liberal no se quedaban atrás.
La investigadora Julia Bush, autora de los libros Mujeres eduardianas y el poder imperial y Mujeres contra el voto, asegura que la unificación de las ramas no estuvo carente de tensiones. Los representantes masculinos del movimiento no quisieron ceder espacios de decisión a sus colegas femeninas. ¿Sorprendente, no?
A lo largo de sus años de vida, la Liga publicó periódicos, abrió locales, distribuyó panfletos y generó una iconografía característica, apoyada en estereotipos misóginos altamente difundidos. Se mostraba a las sufragistas de forma infantilizada, como “malas madres”; “feas”, según los estándares hegemónicos; “histéricas”; con vestimentas y actitudes “varoniles”. Algunas imágenes bien podrían pertenecer a los grupos conservadores actuales que gritan desde Twitter (y más allá también).
Bush alega que las mujeres antisufragistas tendían más bien a preceptos “positivos”, como enfatizar su “diferente rol en la sociedad”, su “influencia doméstica”, su “instinto maternal” y su “sensibilidad”. Los hombres, en cambio, tendían a apoyarse en premisas “negativas”, sustentados en el “beneficio de Imperio”: Lord Curzon, por ejemplo, solía explayarse sobre la supuesta falta de fuerza física de las mujeres, y su “intranquilidad” emocional y temperamental.
El libro El caso no expurgado contra el sufragio femenino, del reconocido bacteriólogo e inmunólogo Sir Almroth Edward Wright, sintetizó estos argumentos y se convirtió en un best-seller de la época. Allí, se afirmaba que el cerebro de las mujeres era distinto al de los hombres, lo cual derivaba en una alegada incapacidad en el ámbito profesional, el intelectual y el de la moral pública. “El sufragio femenino que lleva al feminismo resultaría en un desastre social”, concluía Wright.
Mientras tanto, miles de luchadoras aguerridas eran encarceladas, e incluso desde las prisiones seguían peleando contra la opresión. En 1913, Emily Wilding Davison perdió la vida en el marco de una manifestación en el hipódromo. Al año siguiente, más de 50 mil mujeres marcharon en Londres por el derecho al voto. “Esas sufragistas se van a quedar con todo”, alarmaba un afiche que circuló por aquellos años.
Con la declaración de la guerra, las mujeres se incorporaron masivamente a la producción, en fábricas, empresas y oficinas estatales. Las jornadas eran extenuantes y las condiciones de vida, difíciles. Muchas encabezaron levantamientos antibélicos y contra la inflación. Sin embargo, el movimiento por el voto femenino se dividió y una parte fue cooptada.
Emmeline Pankhurst, fundadora junto a sus hijas de la Unión Social y Política de las Mujeres, se puso al servicio del gobierno británico. La sufragista –una de las mayores representantes de la causa– devino en una ferviente nacionalista e incluso viajó a Rusia patrocinada por el Primer Ministro Lloyd George, para llevar propaganda de la Corona. Contribuyó, de esta forma, a limar los aspectos más revulsivos del movimiento.
En la vereda opuesta, su hija Sylvia apostó a la organización de las trabajadoras, apoyó la Revolución rusa –lo cual le valió una estadía tras las rejas– y rechazó la guerra. Sabía que lo central, en sus propias palabras, “no era solamente el derecho al voto, sino una sociedad igualitaria, un esfuerzo por despertar a las mujeres sumergidas en la pobreza a la lucha por mejores condiciones sociales y que estén a la altura de los sectores más avanzados del proletariado consciente”.
En 1918, el Parlamento británico aprobó el voto para un sector de mujeres propietarias, mayores de 30 años (dejando afuera a millones de obreras). Fue la Federación del Este de Londres, liderada por Sylvia Pankhurst, la única que denunció las limitaciones de la ley. Durante los años que siguieron, distintos países aprobaron legislaciones que habilitaban a las mujeres a participar de los comicios.
Lord Curzon aceptó esta concesión, mediante una abstención en la votación. A partir de entonces, la Liga antisufragista se desarmó. Para cuando se aprobó el voto a todas para todas las mujeres mayores de 21 años, diez años más tarde, ninguno de sus antiguos miembros puso resistencia.
Sin embargo, los prejuicios patriarcales y los intereses imperialistas que habían sostenido el desarrollo de la organización siguieron existiendo. Es contra ellos que las mujeres de hoy –inspiradas en las valerosas mujeres de ayer– siguen luchando; enfrentando al mismo sistema que explota y oprime, defendiendo con alerta cada conquistas, en el camino hacia la conquista de todos los derechos que faltan.
JB/MG