Lacras. Hijos de la mierda. Basuras. Violadores. Son algunas de las formas en las que miles de usuarios de redes sociales se refieren por estos días a los seis acusados de la violación grupal que eriza a la sociedad vernácula desde este lunes. El espanto y la conmoción ante lo brutal empezaron cuando algunos comerciantes de Palermo descubrieron el ataque sexual a una joven de 20 años dentro de un Volkswagen Gol estacionado en Serrano al 1300. Llamaron al 911 y retuvieron a los seis hombres involucrados hasta que llegara la Policía y los detuviera.
La víctima ya ratificó la denuncia de los hechos ante la Justicia. Los acusados se negaron a declarar. La violación denunciada fue en una zona concurrida de Palermo, a una hora de la tarde que permite usar la expresión “a plena luz del día” sin temor a errarle. La joven, cuya identidad ha sido -a diferencia de tantas otras veces- debidamente preservada, fue atacada por, entre otros, dos estudiantes de la Universidad Nacional de San Martín (UNSaM). Se supo cuando la institución los suspendió preventivamente y emitió un comunicado para dar a conocer esa decisión. Uno de los imputados fue separado de la organización política en la que militaba: Lealtad, de Vicente López. El martes, en repudio y en reclamo de Justicia por el hecho, hubo una marcha en Munro. Los canales de televisión tomaron el testimonio de una joven que aseguró que algunos de los involucrados las habían acompañado a ella y a sus amigas a movilizaciones feministas.
La causa, cuya investigación ahora mismo está a cargo del fiscal Eduardo Rosende y que podría implicar penas de hasta veinte años de prisión para los acusados, fue de las que resuenan no sólo en los medios de comunicación sino también en las redes sociales. Además de los calificativos, en Twitter e Instagram se publicaron las caras, los números de documento y los domicilios de los acusados. La brutalidad de la escena, tan visible y tan invisible al mismo tiempo, tal vez haya servido de disparador principal para la reacción colectiva. Aunque no el único.
“Una de las cosas que hace sonar las alarmas en este caso es que hay una cierta empatía de clase. En otros casos eso ocurre menos. Este caso ocurre en Palermo, a plena luz del día. Es una zona súper transitada, en un horario súper transitado, y ocurre igual. Entonces lo que horroriza es el nivel de impunidad, de desparpajo y de brutalidad para hacer algo así delante de un montón de ojos que están circulando por ahí. Esas personas circulan alrededor y no ven lo que pasa. Es una ceguera tremenda: la máxima expresión de la invisibilización de la violencia. La tenemos delante de nuestros ojos y no la vemos”, describe Mariela Labozzetta, titular de la Unidad Fiscal Especializada en Violencia contra las Mujeres (UFEM), que depende del Ministerio Público Fiscal.
Tenemos un imaginario colectivo que sigue atribuyendo lo ominoso a ciertas franjas de la población (...) Es un mito que sirve para dejarnos un poco más tranquilos y tranquilas, pero la realidad desmiente completamente esa mitología
“Hay otro factor de este caso que también genera conmoción. Los victimarios no son ni un grupo de rugbiers cebado, que han protagonizado casos similares, ni lúmpenes de clase baja, que es lo que se podría pensar si estigmatizáramos. Quedan al descubierto los estereotipos que tenemos armados cuando nos llama la atención que sean universitarios de clase media, cuando en realidad eso nos marca que los abusos sexuales y la violencia misógina no tienen ninguna asociación con clase social, ni con formación educativa o cultural: atraviesan a toda la comunidad. Este caso nos muestra cuáles son nuestros estereotipos de víctimas y también de victimarios, y nos recuerda que no hay clase de ningún tipo para estos hechos. Como el caso rompe los estereotipos, la parte de la opinión pública que más voz puede tener en los medios de comunicación queda conmocionada porque hay algo de sentir que la amenaza fue muy cercana”, suma Labozzetta.
La socióloga e historiadora feminista Dora Barrancos, ex miembro del directorio del Conicet, reflexiona: “Tenemos todavía un imaginario colectivo que sigue atribuyendo lo ominoso a ciertas franjas de la población. Lo ominoso, lo terrible, lo abyecto, se piensa, ocurre allí. Parece que apropiarse brutalmente del cuerpo de una muchacha corresponde a zonas geográficas que están socialmente excluidas, y que donde hay mucha pobreza también hay mucha aberración. Esa idea de clase existe en cuanto a este tipo de delitos y también en cuanto a otros. Por eso la conmoción ante un hecho en el que los involucrados son chicos de clase media en un medio tan urbano como esa zona de la ciudad. Lo que pasa es que eso que todavía sobrevive en el imaginario es un mito que sirve para dejarnos un poco más tranquilos y tranquilas, pero la realidad desmiente completamente esa mitología”.
“La mitología sobre los victimarios de estos delitos nos hace sentir alejados de los malos. Parece que tuviéramos un blindaje si pensamos que lo sórdido sólo ocurre en la periferia, en la quinta de atrás. No es un pensamiento individual sino un imaginario social de la clase media, y se trata de un pensamiento clasista y también racista porque suele atribuirse esta posibilidad de lo horroroso a ciertos sujetos de piel morena como capaces de estas aberraciones”, suma Barrancos.
La investigadora matiza: “Suenan alarmas a nivel masivo porque los hechos no se corresponden con ese imaginario colectivo pero también porque el contexto social ha cambiado mucho en los últimos años. Sigue siendo eminentemente patriarcal, pero hay averías a eso, gracias a los avances que hemos venido teniendo las mujeres organizadas y los feminismos. Soy optimista en este sentido: creo que lo que crece no es la violencia sino la intolerancia ante una violencia que siempre existió. Más allá de que esa intolerancia todavía tenga aspectos clasistas y racistas que no deben ser despreciados, hay una intolerancia creciente ante este tipo de cosas horrorosas. Esa intolerancia ocurre en un sistema en el que todavía lo que cristaliza más frecuentemente son los valores de una sociedad patriarcal”.
Lo que horroriza es el nivel de impunidad, de desparpajo y de brutalidad para hacer algo así delante de un montón de ojos que están circulando y no ven lo que pasa. Es una ceguera tremenda: la máxima expresión de la invisibilización de la violencia
“Pasada la presunta sorpresa de que esto no ocurra en la zona o en el horario o en la clase social a la que se asocia este tipo de delitos, tenemos que poder entender que se trata de fenómenos asociados a la estructura patriarcal de poder. Es por eso que ocurren en todos los órdenes: en las universidades, en los clubes, en los sindicatos, entre compañeros de trabajo. No son hechos que asociemos a familias problemáticas o a una disfunción social. No es una anormalidad, sino que es la normalidad del patriarcado. Son hechos de distinta magnitud que ocurren en todos los niveles sociales y comunitarios. Eso es lo que este caso viene a visibilizar”, asegura la titular de la UFEM.
Según explica Labozzetta, “los que cometen delitos de género no son quienes se apartan del statu quo, sino quienes lo refuerzan”. “Estos hechos son un reforzamiento del statu quo patriarcal: es un mensaje que los varones se dan entre ellos y también un mensaje disciplinante hacia las mujeres. Una forma de decir ‘son nuestro objeto, nuestra mercancía’. Todos los estereotipos que asociamos a víctimas y victimarios hacen que nos sorprendamos ante casos que no cumplen con esas ideas preconcebidas. Creemos que podemos explicar las violencias atribuyéndolas a ciertos victimarios: de determinada clase, de determinada formación, o decir que son locos, que son alguien fuera del sistema, una anormalidad. Pero no, son los hombres del patriarcado”, sostiene. Y remata: “Están en las casas, la vía pública, las clases altas, medias y bajas. Cometiendo hechos que refuerzan la relación entre varones superiores y mujeres objeto”.
JR