Tiene su ancho, su principio y su final la grey de personas en torrente que un sábado a la tarde bajan en la Estación Carlos Gardel de la Línea B y desembocan, boyantes, bienaventuradas, en el subsuelo ingente del Abasto Shopping. Entregadas del todo a la fuerza natural del corredor como glóbulos rojos que no preguntan qué es lo que vienen a oxigenar, el caudal las lleva por un pasillo en pendiente que es tan dulce de bajar, tan invitante; porque es prometedor del consumo de masas más de masas que un centro comercial de la ciudad de Buenos Aires pueda ofertar, y en en unos pocos metros ya estamos todos flotando entre el ansia y el anhelo.
Cuando cruzamos las puertas de vidrio y finalmente ponemos un pie en el lugar, sentimos lo que siente el que se deja caer en un piletón de cheddar, pero sin la culpa del enchastre porque a eso vinimos, a regalarnos una inmersión triglicérida, a desaparecer en la piara.
El afluente que somos se desarma un poco con la llegada, pero rápidamente un brazo, claramente más angosto, se reorganiza para entrar en la escalera mecánica que sale a la derecha y nos lleva del subsuelo a la planta baja. Arriba, lo que nos recibe, casi oficialmente, como inaugurando la tarde, corroborando la naturaleza massmedia de este jardín de gente, dándole constitución plena a todo este divino colesterol, es el local de Wanda Cosmetics: ladrillo negro, vidrio, ladrillo blanco y el neón de la marca de un lado. Dos metros por uno y medio de foto franca, concluyente, con la cara de Wanda Nara a toda pared, del otro.
Me quedo junto a la escalera. Abro cronómetro. Cuento 32 personas saliendo detrás de mí en 60 segundos. Repito la operación: 27 personas. Repito la operación. 35 personas. El oleaje del subte llega, no tan manso, con su última espumita del gentío hasta la orilla del país Wanda, hasta los pies de su Estado Nación. Encaro para el local pero me atajo. Hay una mujer sacándose fotos con la foto.
Mentira la verdad
Wanda Nara tenía 22 años cuando me recibió en su casa del barrio privado Santa Bárbara. Era el año 2008 y ya había completado la curva que va de la botinera escandológica a la señora esposa de jugador internacional, habitante de las industrias del fútbol del mundo. Wanda lo había logrado probándose con éxito en un arraigo de la condición argentina que nos hemos acostumbrado a llamar viveza, que es la pasta base de la astucia, que es una astilla del talento. Pudimos en aquel momento, sentados los dos en el parquizado símil pradera que bajaba hasta unas maderitas símil muelle, reconstruir cómo lo había logrado.
-¿Eras virgen cuando decías que eras virgen?
-No.
-¿Y estuviste con Maradona cuando decías que habías estado con Maradona?
-No, tampoco.
-¿Por qué no dijiste la verdad?
-Porque la verdad no me servía.
En el punto cero de su figuración pública, Wanda fabricó una realidad. Maradona venía de capitular en los dos matrimonios que hasta entonces lo habían constituido: el familiar que tuvo con Claudia Villafañe, y el comercial que tuvo con Guillermo Coppola. Era un sujeto abismado. Un mundo de licencias y asaditos le había crecido en el vientre y estaba apto para más o menos cualquier apareamiento mediático. Wanda lo supo, le rodeó el suburbio y se dejó fotografiar un poquito casualmente con unos calzoncillos presuntos de Maradona, en una de esas casas que Diego habitaba con su tribu circunstancial. Le preguntaron por esa ropita íntima, si de verdad era de Él. Ya había olfateado la respuesta que la platea quería escuchar, así que Wanda dijo que sí de esa forma oblicua, hecha guiño, que consiste en no decir que no. La patria massmedia quiso saber entonces si ella y Diego, bueno, eso: si ella y Diego. Wanda, con 19 años, mater et magister del pillaje repentista, embiéi del lance, capa, jugada, respondió que cómo se les ocurre preguntar algo así, que ella era virgen.
No quiso pasar por virgen, quiso que dedicáramos tiempo a preguntarnos si lo era. Nos embarcó en la nave de la suspicacia porque sabía que moríamos por embarcar. Nos hizo sentir a todos muy listos, que es como se siente el que desconfía. Pero acá ella es lista única.
No quiso pasar por virgen, quiso que dedicáramos tiempo a preguntarnos si lo era. Nos embarcó en la nave de la suspicacia porque sabía que moríamos por embarcar
Ahora bien, qué tipo de corroboración supone que Wanda lo haya logrado, y nosotros los públicos hayamos hecho lo que ella esperaba que hiciéramos, y la Paparazzi haya agotado la tirada de su número con Wanda en tapa bajo la santidad de un manto celeste y el título “Virgencita mía” es la única charla que tiene sentido atacar porque de esa charla emerge una forma de traficar las historias que nos contamos a nosotros mismos, que se parece a revisar quiénes somos.
El packaging, el envase, la envoltura, la impostura. ¿Dónde aprendió la piba Nara a ver en la Verdad un utilitario? Es hija de un vendedor de autos usados. ¿Cómo se vende un usado? Wanda se hizo sola y salió de la caverna de Platón tirando pelazo, vendiéndose como hay que venderse: creyendo en la verdad que acaba de fraguar y comprándose primero que nadie, convenciendo al que venga de que joya nunca taxi.
Una década y media después, acá estamos, en el Abasto, frente al Wanda Cosmetics, la mujer que se saca fotos con la foto sigue ahí.
El Cristo aquel
La mujer es alta, portentosa, corte camión, una vedette de los ochenta. El pelo largo, morochísimo, la frente alta a todo flequillo, da ex corista de Fabián Show. Le pregunto si me permite sacarle una foto mientras ella se saca fotos con la foto de Wanda que está en el frente del local.
-Ay, pero estoy así nomás.
Se ríe, le burbujea la respuesta en la boca, me dice que sí, claro. Le saco. Se va.
Me quedo mirando esa entrada, ese frente, le rodeo la esquina y el local se estira sobre el pasillo hasta llegar a Penguin. Hacia el otro lado corta en Bensimon. Ahora sí voy a entrar pero la mujer regresa. Está sola, ya no la acompaña el joven que la fotografiaba.
-¿No me das tu WhatsApp? Así te paso más fotos mías. Me llamo Grisel, como el tango.
-Sí, no hay problema. En realidad estoy haciendo una nota para un diario y…
-¿En seeeeerio?
La foto de Grisel en Whatsapp es ella en culo, completamente desnuda excepto por un media bucanera en incendiaria redecilla roja. Sobre la extensión del anca derecha escribió “Gus te amo”. Me entran seis fotos juntas de Grisel con Wanda Nara de fondo. Son las que acaba de hacerse. No respondo. Me llega una nueva imagen, esta vez es Grisel comprando lencería erótica. No respondo. Me llegan muchas fotos de Grisel. Una: abriéndose con fuerza el sacón largo como confesando su identidad vampira. Otra: sobrecogida, haciéndose chiquita, las manos entre las piernas, la boca tirándole trompa a la cámara. Le respondo:
-Topísima.
Por qué no encontré a Grisel en la puerta de Penguin o en la de Bensimon. Por qué no hubiera encontrado a Grisel en ningún otro local de ningún otro shopping de ningún otro país de ningún otro planeta. Por qué Wanda está en el Abasto y no en el Patio Bullrich. Por qué Grisel está en el Abasto y no en el Patio Bullrich. La patria Wandanara. La patria Wandanera. Wanda es pueblo, señores. Una regia del pabellón, una rubia de Hamelin con flauta de sobra para sus grasitas. Cómo Eva, cómo Susana, Wanda es rubia porque el sueño de un país marrón es un sueño del rubio. Pigmentaciones. Wanda no te cumple el sueño pero te lo proyecta. Después los puaners del chimento se ríen de que pone vasitos de plástico y montañitas de Pepas en los caterings de sus presentación. Che, agent provocateur, esos vasitos son ella riéndose de vos, fijate.
Entro.
Una chica muy chica y muy rubia con las cejas teñidas de rubio me pregunta qué busco. Le cuento. Charlamos. Se llama Camila Oliveto. Veintiún años. Hermano policía. Mamá trabajadora de la limpieza por hora cama afuera. Papá no hay. Se vino de Azul, provincia de Buenos Aires, con un CV para Wanda. Estuvo en la presentación, la de los vasitos de plástico, pero lejos, al otro lado de las vallas. Pesa 40 kilos bajo la lluvia pero igual se abrió camino a los codazos. Gritó el nombre de Wanda Nara hasta donde le dio la garganta. Al día siguiente Wanda la hizo llamar. Ahora me dice que las perlitas en frasco salen tres mil pesos y que hay seis cuotas sin interés con tarjetas de los bancos.
Cami, Grisel, las mujeres del país Wanda parece que no se parecen, pero sí. Re.
Plata quemada
En aquella charla del 2008, en el Santa Bárbara, Wanda parecía estar de vuelta de tanto y apenas tenía 22 años. No hicimos fotos porque para las fotos ya había aprendido a producirse como en el Yo actual de su IG, con premeditación y alevosía. Estaba, en cambio, de jogging y botitas All Star. La casa tenía unos botones que corrían y descorrían las cortinas, y recuerdo que el manchón de cloro de su piscina podía quedar dentro o fuera del living, según uno manipulara el switch convenientemente. En la cocina, una línea de pavas, ollas y utensilios de diseño permanecían intocados por la mano de la especie. Sacabas polvo si le pasabas el dedo. Era una mansión sin uso, metros y metros cuadrados de riqueza deshabitada.
-No vivo acá cuando Maxi no está.
Me dijo. Y Maxi López, en ese momento en el Football Club Moscú, nunca estaba. El dinero fue un asunto presente de la entrevista. Le pregunté cuánto le pedía a un boliche por una presencia. Cincuenta mil pesos. En 2008, cincuenta mil pesos eran catorce mil dólares. Wanda Nara es la generación de zona norte que creció en pánico, escuchando los relatos del incendio en Kheyvis, así que al precio había que sumarle aquella pavura.
Que no entendía, me dijo, a las esposas de los jugadores que firmaban buenos contratos en lugares como Moscú y ellas pedían no ir por el frío. Que si el dinero te llama tenés que ir a donde sea. Finalmente, venía de una discusión marital con Maxi López. Los vecinos anteriores de la casa tenían acostumbrado al barrio a un festival de fuegos artificiales en la navidades y los años nuevos. Que se esperaba lo mismo de los López Nara. Sobre este punto, Wanda fue terminante:
-Yo le tengo prohibido a Maxi gastar plata en fuegos artificiales. Eso y prenderle fuego a los billetes es lo mismo, es como quemar plata en el aire.
No me sorprendió que se opusiera al espectáculo de la pólvora al pedo, sino más bien esa línea cuchilla que soltó con toda naturalidad, como si nunca hubiera dudado de que le correspondiera, como si ya viniera así hablada: “le tengo prohibido a Maxi gastar plata en”. Wanda pura y dura.
No volví a hablar con ella, pero seguí de cerca el desarrollo de su figurín público. Hay un tonelaje profundamente argentino en las acciones de esta mujer. El nacimiento del argentinismo “icardiar”, por ejemplo, fue una afrenta a la construcción de una subjetividad que parecía infranqueable. Le llevó un tiempo derrumbarla, pero Wanda sabe, como Cristina, hacer de la ausencia, acto. Y esperar su turno. No es de las que tira porque le toca. Es de las que gatilla cuando siente que tiene que gatillar. Por eso salió del escándalo con la China Suárez dando vuelta aquella taba, dejando al señor que presuntamente se la había robado al amigo como un nene que se asusta frente a sus propios impulsos, dando por cerrada la discusión sobre las procedencias y las pertenencias, sellando el axioma de que Wanda no era de Maxi ni de Mauro, Wanda siempre fue de Wanda.
Con sus bola’ por el Insta
Camila me vende y después me ayuda con mi jístori. Resulta que en los Wanda Cosmetics hay muros con aros de iluminación y su pie correspondiente para que compres, te selfies, etiquetes a Wan y subas lo tuyo a IG. La gente que entra y pregunta es la gente que esperás. Trabajadoras que todavía tienen un mango, esposas jóvenes con sus maridos paseantes, amigas de a tres que se llevan productos de a uno. Una base, un iluminador. Todo en bolsa pequeña pequeñita, blanca con la W en negro, sticker negro con la W en blanco que la cierra. Me siguen llegando fotos de Grisel.
Salgo a la Corrientes de Agüero y Anchorena. Los piringundines del Perú, la papa huancaina y la leche de tigre, el tango residual de la cortada, los taxis que le quedan a Buenos Aires llevando gente a los teatros, Fernando Noy saliendo a comprar algo y la parada del 24 que me va a llevar hasta el Alto Avellaneda, el otro Shopping donde hay Wanda Cosmetics. El tirón hasta provincia, el trayecto interurbano para conocerle a Wanda la totalidad de sus locales, el trayecto argentino de Wanda que se hizo célebre mintiendo un calzoncillo y hoy te cosmestiza el labial de las muchedumbres, las pestañas de las masas.
¿Qué parte de nosotros es Wanda Nara? ¿La de nuestra civilización o la de nuestra barbarie?
Llego sobre el filo del cierre. El Alto Avellaneda se parece más a un mall, exhala esa intemperie. En uno pasás del subte al local, en el otro tenés que hacer diez cuadras de noche conurbana, más tres de estacionamiento. Adentro, la indolencia de caminar un shopping, este o cualquier otro. El desapuro flaneur de la ronda. Al shopping se lo ambula, es un paseo de la desatención. Este Wanda Cosmetics es más chico y está frente a un Volkswagen Polo que sale en cuotas fijas, con plan canje y “sin pasar por la financiera”, según dicen los carteles que lo cubren. También hay una ristra no del todo elegante de sillones masajeadores puestos a pura pata contra el piso. Entro al local. Es más chico pero tiene rueda de la fortuna, pará. Comprando cualquier Wanda cosmético tenés derecho a hacer girar una rueda que, según dónde se detenga, te puede regalar un cinco por ciento de descuento, un diez, un veinte o un tres por dos: págás dos productos te llevás tres, el más barato sale grati’.
Compro.
Hago girar la rueda. Me sale un 3x2. Me llevo un palito que te estira las pestañas, unas perlas que iluminan no sé bien qué cosa y un iluminador que echa luz sobre lo que las perlas parece que no.
En el 24 de vuelta soy un señor con tres bolsitas del wandastore. Parezco alguien que ha invertido en regalos. Y parezco bien. Gasté diez mil pesos que, Gracias Wan, quedaron en siete mil y se pagan en 6 cuotas sin interés. No sabemos qué significará ese dinero en enero 2023. Sabemos que dentro de seis meses Wanda Nara seguirá siendo lo que hasta ahora: un formidable trayecto argentino.
AS