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La torre de pollos fue disminuyendo de tamaño poco a poco y la culpa, le dijeron, era suya, él sabía que no era cierto, pero se limitó a asentir y seguir trabajando.
Jorge Gómez
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Había que entender la anatomía de los pollos para trabajar. Hubo alguien que, antes de irse, le enseñó: hay que cortar por la articulación, así se separan las patas y muslos del resto, así las alitas de la pechuga, siempre con el cuchillo afilado; ahora fileteamos, pensá que cada filet va a ser una milanesa, así que hacelo fino y, mientras menos cortes hagas, menos tiempo vas a tardar...No, así no, más fino, más rápido. Y llegó el primer corte, sobre la palma, cerca del nacimiento del pulgar, era pequeño, pero no paraba de sangrar. Sus jefas le dieron una curita barata, un guante y siguió trabajando. No podía perder tiempo, estaba solo, sin ayuda y en la pollería la impaciencia era casi palpable, la gente parecía no poder dejar de entrar.
Sus jefas eran madre e hija. La madre nunca dejaba de hablar de su gloria pasada en un país ajeno. Se creía humilde a pesar de las múltiples propiedades, frutos de un buen divorcio. La otra dueña tenía unos cinco años menos qué él y estudiaba para ser abogada, a menudo la oía aconsejar a los clientes. Al kilo de milanesas le agregaba un consejo legal. Algo que en el conurbano no resultaba llamativo. Allí los negocios poseen una dualidad bastante común. Se pueden pagar impuestos en una verdulería, tomar un capuccino en una casa de fotografía, comprar yerba en una panadería. Los carniceros dan consejos sobre inversiones y los almaceneros recomiendan medicamentos.
Un sábado le informaron que debía trabajar al día siguiente, era temporal, le dijeron y él les creyó. A los tres meses seguía trabajando solo de lunes a lunes y le prometieron que a la brevedad lo iban a blanquear, que tendría obra social y aportes jubilatorios. Él asentía en silencio, hablaba poco, ahorraba las palabras, como si le descontaran del sueldo cada una que dijera. No habló ni siquiera cuando un lunes, uno de esos días de calor agobiante, un hombre entró al local y le preguntó a la mujer que atendía, una de las dueñas del local, si había carcazas o algo que pudiese darle. No era la primera vez que ese hombre entraba, a veces compraba treinta pesos de alitas o cincuenta pesos de milanesas. Poco. Ese día de calor, tal vez un lunes, no había carcazas. Él le pidió a la mujer si le podía dar un poco de agua fría del dispenser y le extendió una vieja botella de plástico. Ella le dijo que no, que podía darle agua de la canilla. Agua tibia en un día donde el sol quemaba el asfalto. El hombre dijo que no y se fue. Quería tomar algo frío. Ella lo había mirado y, riéndose, le había dicho: ¿Viste, vive en la calle y encima exige? Y buscó en él una señal de complicidad que no encontró.
Pasaron años, cada día los cajones de pollo a trozar se apilaban a su espalda hasta alcanzar su cabeza. Las cicatrices se reprodujeron en sus manos, algunas hijas del afilado cuchillo, la mayoría del cansancio. De sus palmas florecieron callos duros, rugosos. Las promesas no se cumplieron, le echaban la culpa a las crisis, las vigentes, las pasadas y las que, sin duda, iban a venir. Él siempre estaba agotado, al finalizar su horario laboral las manos le temblaban y le dolían las muñecas. Hasta que abrió otra granja que fue competencia y alivio. El caudal de gente mermó y le regalaron los domingos, él asintió ante la sonrisa radiante que pusieron cuando se lo dijeron.
La torre de pollos fue disminuyendo de tamaño poco a poco y la culpa, le dijeron, era suya, él sabía que no era cierto, pero se limitó a asentir y seguir trabajando. Él sabía más que sus jefas sobre el funcionamiento del local. Había encontrado sistemas para optimizar su trabajo. Lo necesitaban, se habían acostumbrado a su fantasmal presencia, a su eficacia y responsabilidad. Él era el motor del local. Los clientes habían envejecido y muerto, mientras que sus hijos crecieron, se graduaron y se emparejaron, aparecieron nuevas familias y él siempre estuvo, los clientes lo conocían y lo querían. La dueña más vieja se jubiló, pero decidió seguir atendiendo el local. La más joven se egresó y puso, con la ayuda del dinero de su madre, su propio consultorio. Pero igual seguía atendiendo el local cuando tenía tiempo. Le gustaba aconsejar a sus clientes, sobre todo a trabajadores en negro y jefes tan inescrupulosos como ella. Las claves que ella daba para solucionar problemas sin llegar a juicio a veces rozaban la ilegalidad. Y él la escuchaba hablar. Aprendía cosas que temía aplicar.
Hasta que pasó lo peor, la granja de enfrente cerró y la crisis futura no llegó, de repente se encontró día a día con altas torres de cajones a trozar, más altas que él, a veces podían ser dos. El trozador ya no tenía ni la fuerza ni la agilidad. No llegaba a hacer todo, volvieron los temblores y se fueron los domingos.
En su cumpleaños cincuenta, la madre de la abogada le dijo que al día siguiente iban a traer un chico nuevo y tenía que enseñarle. Él asintió y ya. Durante el principio de la mañana intentó recordar todo lo que había escuchado de su jefa, la abogada, buscando una respuesta.
A su espalda los cajones de pollos se levantaban como un muro frío. Los pollos estaban duros, casi congelados. Tardaba más de lo usual entre corte y corte. La gente se amontonaba esperando. Sabía que tenía un tiempo de tolerancia antes de que los clientes se molestaran y se fueran. No tardó mucho en dejar de sentir los dedos. Pero siguió trozando. Un corte y otro corte. Separar las patas, los muslos y a su bandeja. Las alitas en otra. Hasta que hizo un corte sobre la articulación. El pulgar quedó junto a las pechugas y el trozador salió gritando al medio de la gente, clientes que se convertirían en testigos. El grito que no dejaba de salir de su garganta parecía de dolor, pero era de alivio.
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