“Una memoria que arde”: miles de personas se movilizaron contra el cierre del Centro Cultural Conti
“¿Qué es lo que quieren hacer? ¿Cerrarlo y poner un shopping? ¿Un Starbucks?”, pregunta, indignada, desesperada, una mujer canosa de ojos claros mientras señala el predio de la ex ESMA como si quisiera abarcarlo todo: los árboles, el Casino de Oficiales donde se torturó y desapareció a alrededor de 5 mil personas, el modelo de avión Skyvan que se utilizaba para los “vuelos de la muerte” y, finalmente, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. El Centro Cultural que el presidente Javier Milei decidió cerrar, con el eufemismo de una “reestructuración”, y cuya defensa motorizó un masivo festival en contra de los despidos y del desmantelamiento de los espacios de Memoria, Verdad y Justicia.
Bajo la consigna “Una memoria que arde”, los trabajadores despedidos del Conti organizaron una fiesta para resistir el cierre de un espacio que, desde 2008, es sinónimo de la vida cultural porteña. Muestras fotográficas, baile, música, teatro, talleres educativos, seminarios: el Conti se estableció hace 16 años como un núcleo nodal de la cultura dentro del predio donde funcionó uno de los más grandes campos de concentración de la dictadura. Alertados por WhatsApp el 31 de diciembre que el centro cerraba y que el personal quedaba en “guardia pasiva” hasta nuevo aviso, los trabajadores del Conti decidieron organizar un festival.
Horror y vitalidad
Los primeros grupos de personas comenzaron a llegar pasadas las cinco de la tarde. El cielo celeste, el runrún de las primeras de las batucadas y el olor de la comida que venía de los puestos de la feria chocaban contra la solemnidad del más grande centro de exterminio de la dictadura militar. Los caminos por donde antes pasaban los detenidos encapuchados, para después no volver, estaban repletos de puestos de comida vegana y sandwiches de bondiola, de stencils y pins con el rostro de Evita, de artesanías y cosmética cannábica. Y de pañuelos blancos, toda una ingeniería de pañuelos blancos: lisos, con la frase “Nunca Más”, con la cara de Lula y de CFK, con dibujos de Mafalda.
Era la liturgia del 24 de marzo concentrada en los caminos verdes y soleados de la ESMA. Hasta que el cartel con el rostro aniñado de Franca Jarach, adolescente desaparecida en la ESMA, irrumpe con violencia entre los stands que venden agendas. Y concentra todas las miradas. Elvira, una mujer con remera celeste que luego hará el comentario de Starbucks, suspira mientras lee y niega con la cabeza. Su primo, Roberto Vera Barros, fue desaparecido en el 76’ cuando tenía 22 años.
“Nunca más supimos de él, no sabemos ni a qué centro clandestino lo mandaron. Pero no estoy acá solo por él, sino por el desguace de este lugar de memoria. Yo entiendo que hay que hacer recortes en el Estado, pero anular la memoria de lo que fue el terrorismo de Estado me parece una atrosidad”, suspira, seria. Es radical “hasta la médula” y cuenta que le costó asistir (no lo dice, pero los pines de CFK por todos lados funcionan como explicación). “Ningún presidente hizo esto, ni Macri. Este gobierno no tiene ningún reparo en defender el terrorismo de Estado, empezando por la vicepresidenta y siguiendo por el Presidente. Aunque hubiesen puesto bombas tenían derecho a un juicio, no a terminar torturados, secuestrados y tirados en el río. ¿Qué están reivindicando? ¿El nazismo?”, se pregunta, y emociona.
A unos metros, un hombre de 50 años con una remera de un auto policial prendido fuego sostiene un cartel que dice “Los dos demonios son Milei y su vice”. Las referencias a Victoria Villarruel son moneda corriente: el amigo de la familia, el torturador y violador Alberto “Gato” González, condenado a dos prisiones perpetuas por crímenes de lesa humanidad, participaba del grupo de tareas que funcionaba en la ESMA.
En el escenario ubicado frente al centro cultural, mientras tanto, toca una banda. “El modelo de individuo de este gobierno no tiene nada que hacer con toda esta gente trabajando unida”, sostiene Santiago, uno de los músicos, y se pone a tocar. La gente baila al lado del modelo de avión que se utilizaba para los vuelos de la muerte.
“Choca el contraste entre el horror y la vitalidad. Yo preferiría el silencio. Pero es importante ver toda esta gente jóven porque el horror no forma parte del pasado, sino del presente”, sostiene Claudia, sonriente debajo de unos anteojos de carey. Una de sus compañeras –son cuatro amigas– disiente: “Más allá del dispositivo, lo importante es mantener encendida la llama de la memoria. Quedan solo tres abuelas vivas, somos nosotras las que tenemos que tomar la posta ahora”.
Cada vez hay más gente y es imposible caminar. “Hay mucha más gente que en el ‘abrazo’. Es la reacción. Porque esto no es contra los derechos humanos, es contra todo el pueblo”, celebra, sobrio, Hernán, mientras hace la fila de los panchos para comprarle uno a su hijo Martino, de nueve años. Hernán se refiere a una de las múltiples actividades que organizaron, la semana pasada, los organismos de Derechos Humanos cuando se empezó a agitar el fantasma de los despidos. Y es que el desmantelamiento de la Secretaría de Derechos Humanos comenzó hace tiempo y viene afectando numerosas áreas que se encargan del sostenimiento de la memoria, como el Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado y el Archivo Nacional por la Memoria.
Verónica Castelli, hija de dos militantes peronistas desaparecidos por la dictadura y trabajadora despedida de la Secretaría de Derechos Humanos, es quien mejor narra la cronología del desmantelamiento. Primero se dejaron de dar tareas y se prohibieron algunos de los seminarios. En junio empezaron los primeros despidos de las personas que no habían sido ya desafectadas en marzo, cuando cayeron muchos de los contratos precarios. Castelli, entonces, terminó quedando sola manejando el espacio de memoria que se estaba construyendo en el “Vesubio”, uno de los centros de exterminio de La Matanza. En agosto fueron por los de planta transitoria. Y en septiembre comenzaron con los planes de retiro voluntario forzosos y en cuotas. Los pocos que no adhirieron, como Verónica, fueron echados por WhatsApp el 31 de diciembre.
“El ataque es contra la Secretaría de Derechos Humanos, porque no quieren que exista. El ataque es contra el Ministerio de Justicia, porque están dejando el 30 por ciento de su planta. Lo que buscan es destruir al Estado”, explica Castelli, con el mismo tono de voz angustiado que se repetirá en varios de los trabajadores despedidos.
Al día de hoy, en ATE calculan cerca de 600 despidos en la Secretaría de Derechos Humanos. Ya hay espacios de memoria, como el de Virrey Ceballos, que se quedaron sin un trabajador que pueda abrir la puerta.
La llama encendida de la memoria
No hay casi dirigentes políticos. Solo algunos escondidos en la multitud, como los funcionarios bonaerenses Gabriel Katopodis o Daniel Menéndez. Tampoco documentos, aunque Taty Almeida, cuando llega, es recibida como una estrella de rock. En el escenario suben y bajan colectivos sociales y artistas. El bachillerato trans Mocha Cellis toma la palabra: “Las trabas somos herederas de las Madres y Abuelas porque sabemos lo que es luchar para que se respete nuestra identidad. En tiempos oscuros hay que mirar a las Abuelas que, ante la adversidad, saben encontrar el camino”, afirma la directora, Virginia Silveira.
Es el clima de un Día de la Memoria, con grupos de viejos y jóvenes, familias y amigos, gente suelta con remeras de La Renga o Charly. Hay, incluso, parejas con galgos, como María y Horacio. Elegantes, sobrios, viven a unas cuadras de la ESMA, en el barrio de Belgrano. Ella es una reconocida militante contra la violencia obstétrica, pero también es artista y expuso varias obras en el Conti. Él recuerda cuando los jeeps pasaban, hace casi cincuenta años, por las puertas de la ESMA. “No sabíamos que había un centro de detención y tortura. Hay que conservar este espacio de memoria”, sostiene, pero su mujer lo corrige: “Sí, sí sabíamos. Es mentira cuando la gente dice que no sabe nada”. Se enojan, se ríen. Y María se pone seria: “Están eliminando 50 años de cultura. ¿Para qué?”.
De fondo, en el escenario se escucha una voz: “El arte es revulsivo. Es revolucionario. Y por eso lo quieren cerrar. Pero no lo van a lograr. El Conti no se cierra”.
MC/MG
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