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Sobre este blog

Punto de Encuentro es un espacio de Amnistía Internacional para amplificar las voces y miradas de periodistas, comunicadoras y fotógrafas que trabajan en temas relacionados con mujeres y disidencias.

En un contexto de violencia creciente contra activistas de derechos humanos y ante la reducción de estas agendas en muchos medios masivos de comunicación, Amnistía Internacional y elDiarioAR se unen para dar un espacio destacado a contenido federal e inclusivo. 

El rol de periodistas feministas ha sido clave en los avances de los últimos años y el ejercicio profesional riguroso y libre es clave para garantizar esas conquistas que son para toda la sociedad. 

Punto de Encuentro pretende ser precisamente un espacio de coincidencia, pero también de debate constructivo. Porque no se puede ser feminista en soledad.

Estuvo desaparecida en un centro clandestino, fue violada por cinco hombres y todavía debe explicar que no lo merecía

Rosa Gómez

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“A mí me violaron cinco tipos”, empieza su relato, como para decir lo importante de entrada y ordenar todo el resto de la historia. Entre 1976 y 1977 Rosa del Carmen Gómez estuvo secuestrada en el centro clandestino D2, de la Policía de Mendoza. Otros cautiverios allí duraron días, semanas o un par de meses, ninguno nueve como el suyo. Rosa aún no encuentra explicación para entender el ensañamiento con ella.

La violencia sexual a las mujeres perseguidas por razones políticas ha sido contada por muchísimas de ellas y eso hizo que, en los juicios por crímenes de lesa humanidad, las violaciones fueran castigadas penalmente como un delito particular, distinto a las torturas. Rosa Gómez fue la primera en Mendoza en conseguir que su caso se investigara y condenara como violación en el marco de estos juicios. Pero su historia excede lo que cabe en el testimonio que un tribunal necesita. Su secuestro y su detención dejaron marcada su vida, sus relaciones familiares, sus trabajos, sus amores 

Nueve meses y una vida

La entrevista es el ex-D2, hoy Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos. Rosa se para frente a la entrada principal, pero la encargada de la Policía —que aún comparte edificio con el sitio de memoria— dice que no le han pedido abrir la puerta. Se refiere a una petición formal —por parte de su superior—, porque —de hecho— se lo estábamos pidiendo. Tenemos que entrar por atrás, por el estacionamiento. Por allí metieron en la dictadura a ella y a tantas personas más. 

Entró el 1 de junio de 1976 y salió en febrero de 1977, cuando legalizaron su detención y la trasladaron a la Penitenciaría de Mendoza. Nadie estuvo tanto tiempo en ese lugar de cautiverio, torturas y exterminio como ella. Durante todo ese tiempo fue violada por cinco hombres, de los cuales pudo identificar a cuatro: Julio La Paz, Rubén González, Manuel Bustos y Marcelo Moroy. Los primeros meses la habían tenido con los ojos vendados, pero a partir de octubre abusaron de ella a cara descubierta hasta que la trasladaron a la cárcel. 

Rosa declaró tres veces en juicios por delitos de lesa humanidad: la primera fue en 2010, como testigo general, y las otras, como víctima. En 2017, hubo una sentencia que condenó a La Paz y González a 20 años de prisión por las violaciones. Quizás justamente por haber muerto antes de haber podido ser juzgado, hay otro que le cuesta más nombrar: Manuel Bustos. Su nombre todavía le da escalofríos. Dice que es cristiana y que entonces no le desea el mal a nadie, pero que le hubiera gustado que él viviera para estar en la cárcel como el resto. “A los cinco los odio desde el alma, cada uno dejó una cosa horrible en mí, pero ese tipo me marcó mucho más”, asegura. Sin embargo con la Paz la une una historia siniestra con consecuencias en el presente: mientras violaba a Rosa tuvo un vínculo con una de sus hermanas. La naturaleza de esa relación ha sido fuente de discordia y desencuentro con toda su familia desde que recuperó su libertad.

Hay quienes dicen que su hermana se acostó con él para salvarla a ella. La acusan de ser desagradecida con esa hermana. Dicen también que ella era una guerrillera, que ponía bombas, que participaba de la lucha armada. Rosa no sabe si esas ideas se las transmitió La Paz a su hermana, si las inventó ella, si supo lo que le estaba pasando en el D2. Tampoco sabe, en realidad, si su hermana se enamoró del tipo que la violaba.

Recién con los juicios por delitos de lesa humanidad —que en Mendoza iniciaron recién en 2010— empezaron a hablarse algunas cosas. Hasta entonces, a Rosa no la invitaban a los eventos familiares, cumpleaños, casamientos y no sabía exactamente por qué. De todas maneras, ella tenía otros temas en la cabeza. Quería darles todo a sus dos hijos, Martín y Emmanuel.

Amor y militancia

La historia tiene muchos capítulos, pero empieza el día que conoció a Ricardo, su compañero, desaparecido desde el 76. Fue en el invierno de 1972, cuando él se acercó con una amiga a tomar un chocolate en el café donde trabajaba de moza. Tras algunos encuentros —y desencuentros—, empezaron una relación. 

Rosa tenía 19 o 20 años y Ricardo, 24. Salían a bailar, a comer, a pasear. Él era “muy súper romántico”, repite ella. La miraba, le dedicaba canciones, le gustaba que se pusiera minifaldas. Escuchaban desde Demis Roussos hasta Charly García. Estaba separado —de palabra, no existía el divorcio— y tenía tres hijos con quienes compartía los domingos. Ricardo Sánchez Coronel era militante peronista y delegado gremial en el Banco Mendoza. Hacía trabajo social en el barrio San Martín, ese basural que convirtieron en un lugar habitable junto al cura Macuca Llorens. Rosa no lo acompañaba a las reuniones del partido ni del sindicato, pero sí al barrio. Allí concientizaban sobre la higiene para evitar infecciones, hablaban de derechos y de respeto. 

En el 76 nació Martín, el primer hijo de Rosa y el único que tuvo con Ricardo. Sabían por las noticias y por su entorno que la persecución y la violencia de las fuerzas iba en aumento, pero creyeron que ella estaría al margen. “Nunca nos imaginamos —ni él ni sus compañeros ni yo— que me pudiera pasar algo a mí”, asegura. 

El primer día del resto de su vida

Después del golpe los militantes ya no tenían reuniones, sino “citas”, que eran encuentros fugaces para saber si la compañera o el compañero seguía con vida. A Rosa Gómez y a un amigo bancario con quien compartían vivienda les llamó la atención un auto sin patente que frecuentaba la cuadra y, siguiendo el consejo de los programas de radio, lo denunciaron a la Policía. Pero el vehículo siguió yendo. El 1 de junio de 1976, ella salió a la mañana temprano, dejó a Martín —de tres meses entonces— en la casa de su madre y se fue rumbo al trabajo, una marroquinería en la Galería Bamac. 

Ese día, Ricardo la llamó cuatro veces al teléfono público de la galería. Primero le dijo que alrededor de las 9 había ido la policía a buscarla a la casa de su mamá. Segundo, que habían ido a su casa. La retó, pensando que, como picardía, había robado algo del local donde trabajaba. En la tercera llamada estaba muy preocupado: le contó que habían vuelto y entrado al departamento del compañero. La última llamada fue a las 18:00, desde el banco porque cumplía horario de tarde. Quedaron en encontrarse a las 21:00 para ir a hablar con un abogado conocido, pero Ricardo nunca llegó.

Rosa pensó que había ido a recoger al niño y se tomó el micro a la casa de su madre, pero al llegar se encontró con varias personas de la familia y del barrio y ninguno era Ricardo. Su hermano la alertó de que habían ido a buscarla. Ella alcanzó a alzar a Martín para darle un remedio para la garganta y escuchó dos patadones que tiraron la puerta abajo: “¡¿Llegó Rosa Gómez?!”. Estaban todos de civil y armados. Después supo que eran Bustos, La Paz, Rubén González y uno más que nunca pudo reconocer. 

El secuestro y el cautiverio

Le dijeron que los tenía que acompañar al comando. Rosa subió al auto tranquila, pero en camino la vendaron con una tira de caucho y empezaron a golpearla. Percibió que el auto pasaba por unas vías y pensó que la llevaban a algún lugar del piedemonte, donde arrojaban cuerpos. Entre cachetones, trompadas y la pregunta “¡¿dónde están las armas?!” volvieron a pasar por las vías. Cuando la bajaron y pisó ripio, supo dónde estaba por un compañero que había pasado por ahí y habían sido soltado: “Estoy en el palacio donde sacamos la cédula, en el palacio policial”,  pensé.  

La sacaron del vehículo a los manotazos, bajó unas escaleras a los tumbos y la metieron directo a la sala de torturas. “Desnudate, sacate la ropa, sentate”, le ordenaron, y la acostaron en un camastro metálico mientras le preguntaban por “las armas”, por “la plata”, por personas. No podía darles información porque no tenía información. 

El primer día de tortura fue el primer día de violación, ahí en la misma sala. Eran varios y ella estaba muy aturdida entre la picana eléctrica, los golpes, los manoseos. Tenía la sensación de que le golpeaban el estómago con una bolsa de arena. A medio vestir y con muchísimo frío, la hicieron subir una escalera a los tropezones y la encerraron en un calabozo. Ella estaba quieta, paralizada, desorientada. Escuchó: “Negra… quedate tranquila que vas a salir”. Reconoció la voz de Ricardo. “Me quería morir”, recuerda ahora. 

Rosa tenía la sensación de que abajo había un sótano, porque estaban en el suelo y retumbaba. En realidad era un entrepiso, pero eso se supo recién en democracia; en ese momento ni siquiera tenían noción del tiempo. Solo recuerda que la dejaban descansar un rato y la volvían a llevar a la tortura. El manoseo era permanente y el tipo de castigo dependía del torturador de turno. Siempre amordazada, sentía que le tiraban algún líquido —quizás pis— y después le ponían la picana en donde menos la soportaba: en la boca, en los genitales, en los dedos. También la quemaban con cigarrillos y su cuerpo lleva aún esas cicatrices. En sus pies perdió dos uñas y toda la vida le dio vergüenza mostrarlos. 

Ricardo estuvo más o menos una semana. Rosa calcula los días en función de las veces que la llevaban a la sala de torturas. Un día, cuando la traían de vuelta al calabozo, el guardia que le hablaba mientras la llevaba frenó y le bajó la venda: “Este es el hijo de puta por el que vos estás acá”. Ricardo estaba desfigurado y arrastraba una pierna. Tenía una venda roja que le tapaba los ojos y el mismo pulóver azul con el que había salido de la casa el día del secuestro. Nunca más volvió, todavía está desaparecido, y Rosa Gómez desea profundamente encontrar sus restos.

Los peores nueve meses

Metían y sacaban gente y Rosa no sabía quién salía con vida. Ella seguía ahí. Dejó de llorar y quejarse durante las violaciones en el calabozo cuando notó que, después, les daban una paliza a los compañeros que gritaban pidiendo por ella. Recuerda especialmente a dos: Jorge Vargas y Rosario Aníbal torres, aún desaparecidos. 

Las violaciones fueron permanentes. En octubre (cuatro meses después de su secuestro) quedó sola en los calabozos, que con los días volverían a llenarse de personas secuestradas. A partir de ahí, comenzaron a violarla a cara descubierta y ella pudo verlos y relacionar con rostros y cuerpos lo que antes eran olores y voces. Llegó a sospechar que estaba embarazada, pero —afortunadamente— solo era su cuerpo que, en ese estado, había suspendido la menstruación.

Como toda violación, no era una cuestión de placer sexual sino de poder: “Estábamos mugrientas. Durante los nueve meses nunca me bañé, nunca me cambié la ropa interior. Éramos un asco total”. Uno de los violadores, mientras abusaba de ella, le decía “ahora voy y me cojo a tu hermana”. Rosa estaba realmente preocupada por su familia. 

La cárcel

En febrero, tras nueve meses secuestrada en el D2, incomunicada —y desaparecida para el resto—, la trasladaron a la Penitenciaría de Mendoza y eso significó la legalización de su detención. Apenas llegó a la cárcel contó que había sido violada. Recuerda, y lamenta, que hubo otras presas políticas que la desestimaron y le dijeron que eso no era tortura. No tuvo buena relación con todas. 

Algunas la trataron de “botona”, primero en Mendoza, después en Devoto. Rosa cree que sospechaban de ella por la cantidad de tiempo que había estado detenida. “Yo no sabía nada como para botonear. Pero, además, durante los nueve meses comí el mismo caldo de fideos. No me bañé, dormí en el piso, no tuve ningún privilegio. Pasé mucho frío, estuve desnuda, fui manoseada, torturada y violada. No estaba ahí para dar ninguna información”. 

Una de sus hermanas la visitó al mes de estar en la cárcel. Rosa le contó que sufría terriblemente por la amenaza de uno de los violadores. “Cuidate, es un tipo grandote, ojos de huevo frito, narigón, jetón”, le dijo. Pero la hermana le respondió que se quedara tranquila porque estaba saliendo  con un visitador médico. No hablaron más del tema. 

En 1979 la trasladaron de Mendoza a la cárcel de Devoto, donde concentraron a las presas políticas. Volvió a tener algunos altercados con compañeras que la mantenían al margen. Rosa no militaba y, quizás por eso, le tenían desconfianza. Nadie la conocía de antes. Recién la liberaron en 1980. 

La liberación y la tensa relación familiar

Una hermana no fue a buscarla a la estación de trenes ni compartió la cena con la que la recibió el resto de la familia. Rosa no se extrañó, pero pasaban los días y no se acercaba ni le hablaba. Su mamá también empezó a tratarla mal. “Yo no entendía qué pasaba. Mi mamá me decía que si yo no traía plata a casa no me podía dar de comer. Recién salía de estar en cana, imaginate. Y mi hermana nunca más me saludó”, cuenta Rosa.

Con el tiempo se fue enterando —hasta hoy, cada tanto, se entera de algo nuevo al respecto— de que esa hermana tenía una relación con La Paz, el policía que la amenazaba mientras la violaba. Es una grieta que aún divide a la familia. Su hermana aseguró que lo había hecho para salvarle la vida a Rosa. “¿Salvarme la vida a mí? —cuestiona Rosa—. ¿Yo le debo la vida a ella, cuando el hijo de puta que tenía de amante me violó durante nueve meses? Hay otros presos que sobrevivieron y se fueron antes y nadie se acostó con nadie para cuidarles el cuero. ¿Cómo le voy a agradecer por tener relaciones con el tipo que me violaba?”. 

Según declaró Julio Héctor La Paz en indagatoria, el vínculo con la hermana de Rosa continuó hasta la década del 90 y lo retomaron en los 2000. Se volvió a cortar cuando empezaron las investigaciones judiciales y él fue detenido. Dijo que Rosa mentía, que le tenía bronca a toda “la parte uniformada” y a él en especial por esa “relación”. 

Rosa asegura que su familia nunca la vio a ella como víctima. “Yo declaré en el juicio y sabía que todos los compañeros que venían atrás sabían lo que yo había vivido. En mi familia, en mi propia familia, en cambio, tenía que demostrar lo que me había pasado”, explica.

La grieta sobre la naturaleza del vínculo entre la hermana de Rosa y su abusador sigue presente en la familia, que no recuperó la unidad. Hace unos meses un hermano volvió a decir que le debía la vida a esa hermana que se había acostado con el policía. Rosa tomó distancia de otra hermana porque supo que le había dicho a las nietas que había estado presa por andar en manifestaciones, prendiendo fuego autos y poniendo bombas molotov. Asegura que no es cierto.  

El año pasado pudo visitar con otro de sus hermanos, Francisco, el ex-D2, hoy sitio de memoria. Habían ido a hacer trámites e insistió en mostrarle el lugar donde había estado. El hombre, ya mayor, se quedó impactado. “Perdoname por no haber preguntado”, era todo lo que le salía decirle. Cuando lo dejó en su casa, la hija del hermano, preocupada, le preguntaba a su tía qué había pasado. Lo supo días más tarde, por un video que grabó un sobrino de Córdoba que fue al lugar donde había estado secuestrada. 

Una nieta de Francisco ya había hecho un recorrido guiado con la escuela por el espacio de memoria: escuchó lo que contaron de Rosa Gómez y a la vuelta le preguntó a su abuelo cómo se llamaba la tía Chiqui. Era Rosa. 

Eco en el presente

Rearmar su vida no fue fácil. Recuerda que la policía se acercaba a los trabajos que conseguía a acusarla de guerrillera y la echaban. Por eso eligió volcarse al servicio doméstico y trabajar en casas particulares. Antes de la dictadura no había tenido militancia, pero en democracia asumió a cada desaparecido y desaparecida como compañero y compañera. Buscarlos la mantuvo activa. Se casó nuevamente, con Eduardo, y tuvo a Emmanuel. 

Aunque ella siempre dijo que iba a contar lo que le había pasado, no siempre es fácil. Y no fue fácil incluso en 2024, ante un curso de secundaria al que la habían invitado a relatar su experiencia. Recuerda que se quebró al hablar sobre las violaciones. Pero su testimonio le dio la valentía a una estudiante para acercarse en el recreo y contarle que su abuelo abusaba de ella. Al recreo siguiente, otra adolescente le dijo que sufría abusos sexuales de parte del novio de su madre, que no le creía. En los dos casos, Rosa habló con la docente y activaron los mecanismos institucionales para ayudarlas. Acompañaron a la primera hasta hacer la denuncia e intervinieron con la madre de la segunda para que la apoyara y denunciaran.

El pasado también vuelve para Rosa. Horas después de esta entrevista, envía un audio de WhatsApp para reforzar lo más importante: “No te olvides de poner que Ricardo era muy romántico, hermoso y cariñoso. Superlindo”. 

JL / MA

Sobre este blog

Punto de Encuentro es un espacio de Amnistía Internacional para amplificar las voces y miradas de periodistas, comunicadoras y fotógrafas que trabajan en temas relacionados con mujeres y disidencias.

En un contexto de violencia creciente contra activistas de derechos humanos y ante la reducción de estas agendas en muchos medios masivos de comunicación, Amnistía Internacional y elDiarioAR se unen para dar un espacio destacado a contenido federal e inclusivo. 

El rol de periodistas feministas ha sido clave en los avances de los últimos años y el ejercicio profesional riguroso y libre es clave para garantizar esas conquistas que son para toda la sociedad. 

Punto de Encuentro pretende ser precisamente un espacio de coincidencia, pero también de debate constructivo. Porque no se puede ser feminista en soledad.

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