Punto de Encuentro es un espacio de Amnistía Internacional para amplificar las voces y miradas de periodistas, comunicadoras y fotógrafas que trabajan en temas relacionados con mujeres y disidencias.
En un contexto de violencia creciente contra activistas de derechos humanos y ante la reducción de estas agendas en muchos medios masivos de comunicación, Amnistía Internacional y elDiarioAR se unen para dar un espacio destacado a contenido federal e inclusivo.
El rol de periodistas feministas ha sido clave en los avances de los últimos años y el ejercicio profesional riguroso y libre es clave para garantizar esas conquistas que son para toda la sociedad.
Punto de Encuentro pretende ser precisamente un espacio de coincidencia, pero también de debate constructivo. Porque no se puede ser feminista en soledad.
Síguelo en redes
Nacieron en La Pampa pero no hablan castellano: cómo es la atención ginecológica a las mujeres menonitas
Viven en la colonia La Nueva Esperanza. Llegaron a la provincia hace casi 40 años y todavía hoy solo se comunican en un dialecto alemán. Sin una línea intercultural de trabajo, el equipo de salud del hospital de Guatraché inventa estrategias para poder comunicarse y cuidar la salud sexual y reproductiva de ellas, siempre mediada por maridos.
El fotógrafo pampeano Javier Bertin retrata desde hace más de dos décadas la vida de la colonia menonita de La Pampa. Las fotos corresponden a ese trabajo artístico. Javier Bertin
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Achina los ojos, como si quisiera agudizar el oído. La mirada se le deforma al darse cuenta de que no puede descifrar lo que le están diciendo. Tiene 23 años y no se le nota la panza de casi siete meses: luce un vestido oscuro y floreado, mangas largas, cuello cerrado, pinzado en la cintura, que esconde sus rodillas, y cubre su cabeza un pañuelo negro que indica que está casada. Está sola en la casa cuando recibe al personal de salud del hospital más cercano.
—No entiende —dice. Habla de sí misma.
Es una joven menonita que vive en La Nueva Esperanza, al sur de la provincia de La Pampa. Quizá se llama Ana o Judith o María o Katherina o Helena. Allí las mujeres se confunden al vestir igual, comportarse idéntico y compartir los mismos nombres propios. La mayoría, además, sólo habla plauttdeutsch, un dialecto alemán.
En esta colonia todo está mediado por los hombres que sí manejan el castellano. Son los que traducen, los que hablan por ellas.
Stella Viana, técnica en obstetricia, trabaja en el hospital Dr. Manuel Freire de Guatraché, la localidad más cercana a la colonia, y fue hasta allí con las compañeras del servicio de Enfermería. Es un viaje que realizan al menos una vez por mes, desde hace muchos años. Recorren 30 kilómetros por camino de tierra para implementar estrategias de prevención y garantizar asistencia y acompañamiento a las mujeres embarazadas.
Sabe Viana que, sin el marido de la joven presente, no podrá hacerle el control. Le pregunta si él salió. Dice: esposo, hombre, compañero. Se le acaban los sinónimos, no recuerda cómo se traduce. En estos años ha aprendido palabras y expresiones en alemán. Es entonces cuando la joven balbucea algo indescifrable que termina con un nombre propio de varón.
Es él.
Y la conversación se hace de señas y de palabras claves. Queda claro que el marido está en otro lado. Habrá que ir a buscarlo. La futura mamá acepta subir a la Kangoo en la que se mueve el personal del hospital.
Colonos en La Pampa
La Nueva Esperanza se fundó en 1986, cuando un grupo de menonitas de México y Bolivia compró diez mil hectáreas de tierras y se instaló en la región. Buscaban un lugar alejado, aislado, donde expandir la comunidad y cumplir con el estilo de vida que les impone sus creencias. Si bien el CENSO 2022 de La Pampa no detalla la población de esta comunidad, se estima que superan los 1.800 habitantes. Son una rama del movimiento cristiano anabaptista que surge con la Reforma protestante por impulso del predicador Menno Simons. Promueven el pacifismo, la simpleza, una vida dedicada al trabajo, lo más alejada del mundo y sus tentaciones: hasta la música está prohibida porque la danza puede despertar el goce de los cuerpos. Se casan para siempre. Constituyen familias numerosas. Ellas no salen del ámbito privado: esposas, madres, amas de casa. Ellos se conectan con el afuera por cuestiones laborales: impulsan proyectos metalúrgicos, agropecuarios, tienen grandes aserraderos, producen muebles en sus carpinterías y venden sus productos en todo el país; con ese fin comercial logran dominar el idioma.
Javier Bertin
La mamá y la técnica en obstetricia no recorren mucho más de doscientos metros cuando llegan a destino. La joven baja y camina hacia el muchacho que está manejando el tractor. Stella Viana, 53 años, de ambo celeste, sandalias negras con plataforma, y anteojos negros, la sigue de cerca. Él se presenta como el hermano, su cuñado no está ahí.
—¿Cómo se dice marido en alemán? —pregunta Viana. Y saca un recetario y allí, en el medio del campo, anota lo que le suena por fonética.
Las dos mujeres vuelven a la camioneta. La joven señala con el dedo índice dónde ir. Lo encuentran al marido en un galpón donde hacen tinglados. Regresan los tres a la casa de la pareja, ellas en la Kangoo, él en el único vehículo que pueden manejar en la colonia: un buggy tirado por caballos que no podría llegar muy lejos.
La vivienda tiene pocos muebles, un calendario cuelga en la pared. Casi las 9 de la mañana un día de verano. En los quince minutos que siguen, la joven será apenas un cuerpo gestante. Una mujer que se dejará medir la presión, que luego se acostará en la cama, permitirá que Stella Viana mida con un centímetro el contorno de su panza, que sonreirá apenas cuando escuche los latidos del corazón de esa hija que está en camino y que aún no sabe cómo nombrará. Quizá Ana o Judith o María o Katherina o Helena. Será él quien responda todo: sí, está tomando hierro; sí, se hizo los análisis; la prueba del azúcar, sí.
Identidad. Se preservan los nombres reales de las mujeres referidas en esta nota. Las fotos corresponden al trabajo del fotógrafo Bertin, que trabaja hace años en torno a esta pequeña comunidad.
Javier Bertin
Tender puentes
La colonia se considera una asociación civil, propiedad privada, así anuncia un cartel en su entrada. Se divide en nueve campos, cada uno de ellos tiene un varón a cargo. A cientos de metros de donde se encuentra Stella Viana, en la casa del Jefe de este sector, Mónica Mora y Liliana Litoux se encargan de la vacunación. Siguen de cerca a cada niño y niña que nace en la colonia y han logrado garantizar que todos completen los esquemas de dosis obligatorias que indica el calendario.
Mónica Mora hace 25 años que trabaja en el hospital de Guatraché y 14 que realiza estos viajes. Al principio, cuenta la enfermera, iba a vacunar a las escuelas que hay en la colonia -que están absolutamente por fuera del sistema de educación argentino y siguen sus propias normas de enseñanza: apenas algunas materias, hasta los 12 años- allí llegaban las familias, los hombres a la cabeza, el maestro oficiando de traductor. Pero desde hace unos años esta enfermera de 58 años, cabello corto y mirada mansa, logró que en cada campo la reciban en la casa del Jefe y la mujer de éste sea la anfitriona.
Las menonitas empezaron a ir con sus hijos, sin los maridos. Entre ellas conversan, se ríen, se cuentan cosas que quedan en esa burbuja del idioma propio. ¿De qué hablarán? ¿Podrán encontrar en ese espacio un lugar seguro donde charlar? ¿Tendrán confianza para narrar lo íntimo? ¿Alguna cada tanto renegará de las tareas de la casa, de la crianza de los hijos, del cuidado del huerto, de la vaca que espera ser ordeñada, de la ropa que ellas mismas confeccionan para toda la familia? ¿Qué le dirán las demás? Mónica Mora no puede saberlo.
Después de tanto tiempo, dice que tejió con ellas un círculo de confianza y de cariño. Los maridos también deben leer eso, porque a veces se acercan, quizá asociándola con una persona que entiende temas de salud, para hacerle algunas preguntas difíciles:
—Por qué está tan triste mi esposa.
—Qué le pasa que llora tanto.
—Por qué no tiene ganas de tener relaciones.
El desafío es enorme. Mónica Mora dice entonces que estos viajes tienen que ver con su tarea como agente de salud, pero también la movilizan otros motivos:
—Conocer sus costumbres. Conversar. Hace casi 40 años que llegaron a La Pampa y nunca hemos recibido alguna capacitación específica sobre su cultura para saber cómo trabajar con los menonitas.
Sin electricidad, sin español, sin música. La vida en la colonia La Nueva Esperanza, donde deciden vivir de acuerdo a preceptos religiosos muy restrictivos.
Javier Bertin
El poder de la información
Pilar Galende, médica pampeana presidenta de la Federación Argentina de Medicina General, opina que los equipos de salud desarrollan estrategias creativas de trabajo ante la falta total de políticas de Estado que tengan una perspectiva intercultural.
—Si se trabaja desde una visión médica hegemónica, universalista, se atiende a todos por igual y no se contempla la diversidad.
La licenciada en obstetricia Evelyn Espinoza, 26 años, nacida en la localidad pampeana de 25 de Mayo, dice que la facultad no prepara para trabajar con otras culturas. Y cuando llegó a Guatraché para sumarse al equipo del hospital, apenas sabía de la existencia de la colonia menonita y nadie la asesoró. Todo lo que aprendió fue sobre la marcha, gracias a Stella Viana y otras compañeras, a los viajes que ella también hizo junto con las enfermeras para atender en domicilio.
Hace un año que está allí, pero pronto se irá. Se muda a otra provincia. Durante estos meses ha recibido a las pacientes y sus maridos en su consultorio del hospital. Las parejas suelen ir sólo para el seguimiento del embarazo. Luego del parto, ella acostumbró a citarlas para seguir viéndolas. En esas visitas les fue hablando de los beneficios de amamantar, de la importancia de que se realicen controles ginecológicos: un papanicolaou, una ecografía mamaria, incluso el mes pasado vino el mamógrafo ambulante al pueblo y muchas se hicieron la mamografía. También les fue comentando de métodos anticonceptivos para cuidar su salud, algunas parejas que ya tienen varios hijos acceden aunque sienten que incumplen las normas de su comunidad. Dice que en este último tiempo, y ante casos muy excepcionales donde empiezan a estar en riesgo (cuando ya pasaron por varias cesáreas y un embarazo más sería complicado, cuando son grandes: mujeres de 41, 42 años que siguen teniendo hijos) accedieron a realizarse ligadura de trompas.
Todo lo que ella dice en su consultorio, los hombres se lo transmiten a sus mujeres en alemán. ¿Tal cual como lo dice? No puede saberlo.
Alguna que otra vez también le sucedió que él, sin traducirle a la mujer, le manifestó que su esposa quería otro método porque las pastillas no le habían gustado. ¿Lo hablaron antes en sus casas? ¿Ellas saben lo que está diciendo el marido? ¿O ellos deciden por ella?, se pregunta Espinoza. Tampoco puede responderlo.
En La Nueva Esperanza, Stella Viana golpea la puerta en otra casa. La mujer que abre luce un vestido gris azulado con flores celestes, está descalza y sin el pañuelo en la cabeza porque no esperaba la visita. Quizá se llama Ana o Judith o María o Katherina o Helena. Tiene 21 años, 26 semanas de embarazo, la cara redonda, los ojos claros. Algo la ilumina por dentro.
—El otro día me diste para hacer la toxoplasmosis. Era para la semana que viene —dice él.
—No hace falta que viajen ahora, la idea es ayudarlos, que se ahorren ese gasto. Hagan todo el mes que viene —responde Viana, que sabe que para ir a control deben contratar un taxi y ese viaje les cuesta alrededor de $70.000.
Javier Bertin
Después se acerca a la joven y con una palabra que pronuncia en alemán, le indica que se acueste. La revisa, pone gel sobre su panza y de pronto el tulum tulum de ese bebé que esperan ocupa toda la habitación. ¿Escuchan?, dice ahora, también en alemán. Si es nena, cuenta el marido, se llamará como su esposa.
Entre ellos se miran. Jóvenes, bellos, parecen enamorados, quizá felices. ¿Estará pensando Stella Viana cuánto podrá durar aquello en una comunidad donde muchas de las mujeres que atiende se automedican con antidepresivos? Ella lo sabe porque es una de las preguntas que les hace en los primeros controles de embarazo: qué remedios toma, para evaluar los riesgos durante la gestación.
Los menonitas son el grupo que más recurre al hospital de Guatraché, superan a la población local. Casi todas las mujeres embarazadas se atienden ahí, aunque algunas eligen consultorios privados. Los partos, por falta de anestesistas en la zona, se realizan en Santa Rosa, la capital de La Pampa.
En su consultorio en el hospital, Viana colgó un almanaque de un autoservicio de la colonia, se lo regalaron en una de sus visitas. Menoniten Koloni, dice la dirección. Sobre el escritorio hay folletería de métodos anticonceptivos, infecciones de transmisión sexual, anticoncepción hormonal de emergencia, interrupción del embarazo en el sistema de salud.
No hay ninguna información traducida al alemán.
Los varones son la vía de comunicación entre las mujeres y las médicas que las atienden. Ellas no hablan castellano y el hospital de la zona no tiene folletería en su idioma, a pesar de que llevan más de 40 años en la zona.
Javier Bertin
Otras experiencias
Desde Neuquén, Fabián Gancedo, médico generalista, directordel Centro de Salud Intercultural Raguiñ Kien de la cuenca Ruca Choroi -donde la biomedicina tradicional se combina con la mapuche-, dice que es imposible generar un espacio de atención de calidad si no se instala un vínculo con la persona sufriente a través de la palabra. El Estado, los sistemas de salud, deberían hacer un esfuerzo por lograr esa comunicación.
Otra parada en la colonia. Las enfermeras ingresan a la casa de una mujer que dio a luz hace unos días para vacunar a su hijo mayor. Es un niño rubio que grita desaforado ni bien las ve llegar. El padre traduce:
—Dice que quiere volver afuera a tomar mates con la mamá.
Ella sonríe, como orgullosa, y se sigue balanceando para acunar a la criatura minúscula que tiene cerca del pecho. Quizá se llama Ana o Judith o María o Katherina o Helena. Su vestido floreado parece gastado de tanto lavarse. Es una mujer de 40 años.
En medio del llanto de su hijo, el hombre reconoce a Stella Viana, le pide si puede controlar a su esposa, que aún tiene los puntos de la cesárea. Cuando el niño se libera de los pinchazos, la pareja pasa a la habitación donde está la cama matrimonial y la profesional revisa a la mujer. Aprovecha entonces para decirles algo que sí la preocupa: es un mito que no hay riesgo de embarazo mientras esté amamantando. Les habla de la importancia de que se cuiden al momento de tener relaciones, el hombre asiente.
Al salir se despide en alemán.
El año pasado, el área de Servicio Social junto con Enfermería, el área de Obstetricia, Odontología y Medicina General, presentó a la Dirección del hospital un proyecto denominado Acercando Salud. El mismo tenía como objetivo que el equipo completo pudiese trasladarse dos veces al mes a La Nueva Esperanza para impulsar un trabajo “singular, familia por familia, conociendo cada realidad”. Fue elevado al Ministerio.
En la justificación se hacía referencia al desafío que representaba “para los profesionales de salud poder comunicarse y brindar servicios de calidad”, decía que las mujeres no sólo atienden sus embarazos sino también el cuidado de los niños y el no manejo del castellano por parte de ellas “genera una desigualdad real”.
—No tuvimos respuesta favorable porque no hay recursos, y creo que también es la misma dinámica del sistema: no se promueve una medicina comunitaria –dice Ludmila Bravo, trabajadora social del Servicio Social, una de las autoras del proyecto.
Bravo tiene 24 años, lleva cuatro en el hospital. Dice que aprendió mucho de la cultura menonita gracias a una tesis que encontró en la biblioteca de un colegio secundario de la localidad: Christenvolk, del antropólogo Lorenzo Cañás Bottos, publicada en 1998, un trabajo etnográfico realizado en La Nueva Esperanza. Lo demás fue compromiso con su tarea desde un lugar empático y respetuoso. Y clave el espacio que le dieron las enfermeras para poder viajar con ellas a territorio a realizar intervenciones.
En la tesis, Cañás Botto referenciaba que entonces, a fines de los 90, en la colonia los partos y la mayoría de los problemas de salud eran tratados por un hombre menonita que no tenía preparación académica. Con los años y gracias al trabajo del equipo de salud del hospital de Guatraché eso fue cambiando.
Eugenia Human, 30 años, compañera de Ludmila Bravo en Servicio Social, cursa un Doctorado en Trabajo Social y habla de enfoques con perspectiva de género, de la importancia del conocimiento pluricultural, de concepciones antropológicas. Para ella la comunidad tiene una visión machista, pero se están rompiendo patrones.
—No podemos juzgar porque esa es su cultura, su forma de vida, pero para nosotras hay vulnerabilidad en el acceso a los derechos sexuales y reproductivos de la mujer y debemos acompañar promoviendo los cuidados.
En la charla telefónica, Gancedo, el médico que lleva años trabajando con enfoque intercultural en Neuquén, insistió en que el Estado debe velar para que los derechos constituidos se ejerzan en todo el territorio, al menos garantizar que las personas rechacen el usufructo de un derecho, pero con un conocimiento cabal de la situación y no por un sometimiento en el que están viviendo. Intuye bien este médico que “debe ser un problema y una duda grande para los compañeros pampeanos si ni siquiera puede comunicarse con las usuarias”.
El esfuerzo de profesionales de la salud ha conseguido que los niños de la colonia tengan el calendario de vacunación completo. La consulta médica encuentra un severo limitante en el idioma.
Javier Bertin
En sus propias palabras
A Ludmila Bravo le queda una esperanza. Uno de los maestros de la colonia le contó que en la escuela menonita el pizarrón se divide al medio: de un lado se le enseñan cosas a los varones, del otro a las mujeres. En algún momento ellos reciben lecciones en español. Ellas no, pero:
—Algunas deben pispear y aprenden igual.
Ruth Villagra, actual directora del hospital Manuel Freire de Guatraché, agradece amablemente ser contactada, pero por mensaje de Whatsapp dice: “No deseo dar mi opinión sobre este tema”.
Es la última visita de la mañana. Uno, dos, tres, cuatro, cinco niños salen de la casa, detrás el padre. Stella Viana se presenta. El hombre la hace pasar. Su compañera, de 31 años, está cursando el último tramo del embarazo: semana 38. Para llegar al dormitorio van zigzagueando para no pisar animalitos de la granja y muñecas que hay en el suelo.
La habitación da cuenta de los treinta grados de temperatura que hace afuera. Un ventilador que funciona a batería -porque la colonia elige vivir sin tendido eléctrico- apenas mueve el aire tibio. La mujer menonita se sienta sobre la cama y el vestido se abre como una flor. Mira fijo el piso.
Esperan otro varón.
—¿Cómo se va a llamar? —dice Viana antes de revisarla.
—Como mi papá —responde ella.
Y su poder decir queda repiqueteando en el aire. Podría llamarse Ana o Judith o María o Katherina o Helena. O tener un nombre distinto.
—¿Tienen alguna servilleta o papel higiénico para después retirar el gel? —pregunta Viana mientras saca de la funda el aparato para escuchar la actividad cardíaca del bebé.
El hombre da unos pasos para buscar lo pedido, pero su esposa está entendiendo todo y en silencio estira la mano, abre la mesa de luz, saca un rollo de papel.
Stella Vianda sonríe.
Javier Bertin
AA / MA
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