Qué fiaca cocinar

Jerry Seinfeld confesó una vez que tiene calculado cómo vestirse a la mañana dando la menor cantidad de pasos posible. Me sentí identificada –la fiaca es mi animal espiritual– pero además me pareció un mecanismo interesante viniendo de él, que está lejos del cliché del perezoso: un chabón tirado todo el día en el sillón, en camiseta, con manchas de salsa. Seinfeld es un tipo públicamente productivo, perfeccionista y exitoso en su trabajo. Estoy segura de que aplica esa misma lógica, la ley del menor esfuerzo, a todos los ámbitos: las formas más excelentes de trabajar el mínimo para lograr el máximo. Por algo es una ley. ¿A quién le gusta esforzarse más de lo indispensable?
De ninguna manera me imagino a Seinfeld pensando “meh, ya fue” ante una dificultad para alcanzar sus objetivos. La clave para ser funcional ante la pereza es que el deseo –el propósito, las ganas de lo que sea que uno quiere– nos inquiete lo suficiente como para vencer la inercia. Lo necesitamos. Necesitar es una palabra que usamos cuando queremos tanto algo que mover el culo para conseguirlo nos parece inevitable. Últimamente, me parece, nos cuesta bastante esforzarnos. Creo que es, en cierta medida, porque nos entretienen tantas micro recompensas virtuales que no requieren esfuerzo; y porque las otras recompensas –muchas necesarias, incluso algunas que podríamos considerar derechos– no llegan ni con todo el sacrificio del mundo. Esforzarse y conseguir están perdiendo relación de causa y efecto.

Entremos a la cocina, donde para preparar la comida, un poco más, un poco menos, hay que trabajar. Afuera tenemos una oferta abundante de comidas que vienen hechas, resueltas, listas para –literalmente– consumir. ¿Por qué, entonces cocinar? Me irrita un poco la romantización de la cocina como argumento para ejercerla. A mí me gusta mucho cocinar, pero también me da fiaca y me cansa. Lo hago igual, la mayoría de las veces. Pero cocinar no siempre es un placer. Hay veces que no tenés ganas. Otras, todo falla y es un desastre. Muchas veces no te calma, te estresa. Las más de las veces, todos estamos ocupados, cansados y estresados antes de empezar. Pero lo mismo pasa con muchas otras actividades que no cuestionamos nunca. Desde cosas chiquititas, como cortarse las uñas, hasta otras colosales, como convivir o criar chicos. Vivir cansa. Todo o casi todo nos puede dar fiaca. Mandamos a los hijos a bañarse mientras están a nuestro cargo, y después son gente grande que se ducha, se viste, va al trabajo por voluntad propia: las cosas que tenemos-que-hacer. Lo imprescindible. Cocinar puede parecer ajeno a ese repertorio de necesidades, prescindible, y yo no creo que lo sea.
¿Hay que cocinar? Sí.
Cocinamos porque lo necesitamos.
Cocinamos porque es una actividad básica para cuidar de nosotros mismos. ¿Se puede derivar? Sí. Pero saber cuidarnos solos es parte de la integridad de una persona. Cocinar es un saber esencial para un adulto autónomo, como bañarse, lavarse los dientes o tomarse un colectivo. Todos esos “se” significan algo importante en el autocuidado mínimo que una persona necesita darse a sí misma. Cocinarse, hacerse la comida, también.
Cocinamos porque es la única forma de comer bien con frecuencia, en todos los sentidos de la expresión “comer bien”.
Cocinamos porque hay que ser muy rico y privilegiado para comer sin cocinar –lo que significa que otra persona cocina siempre por nosotros–y sin enfermarse –porque sin mucha plata y sin cocinar, es imposible comer buena comida. Estoy hablando de la dieta cotidiana y no de las excepciones, el “de vez en cuando”, la salidita ni el delivery de emergencia. Estoy hablando de lo que comemos casi siempre. Comprar hecho lo de casi siempre, sin mucha plata, no nos deja más remedio que elegir entre comestibles que pueden ser muy ricos, muy tentadores, muy saciantes, pero que cuesta considerar alimento. Apelo, ya no digamos al sentido común, sino a la ciencia: una dieta basada en ultraprocesados te va a enfermar.
Cocinamos porque nos hace mejores comensales. Porque sentir placer comiendo comida chatarra es inevitable (está diseñada para eso), pero disfrutar de la comida normal requiere un mínimo entrenamiento, una familiaridad con ella. Ver cómo un bebé aprende a comer lo muestra clarísimo. Lleva tiempo y muchas experiencias. La recompensa no es tan instantánea como la teta. Primero hay sorpresa, hay curiosidad, hay una exploración fascinante. 9 de cada 10 saboreos no terminan con cara de éxtasis: lleva a más investigaciones, con las manos, con la lengua. Decodificar los alimentos es necesario para disfrutarlos. La comida puede ser rica, puede ser incluso deliciosa. Entenderla –saber cómo se prepara, qué operaciones transforman un puñado de ingredientes en un plato, conocer el lenguaje de la cocina– nos vuelve más aptos para gozarla. Cocinando vas a descubrir tus propios gustos, a conocerte mucho mejor como comensal. Vas a encontrar tu versión favorita de tu comida favorita, y vas a tener el poder de hacerla siempre. Si cocinás podés comer lo que querés cuando lo querés, al menos la mayor parte de las veces.
Cocinar nos conecta con el territorio y las personas. Hacer las compras nos recuerda qué estación es y qué se produce en este momento. Lo que está barato en la verdulería es local y estacional; lo que está caro, viene de otro clima, de otro lugar. Cuando hay sequía, heladas o inundaciones, desaparecen las hojas verdes. “El campo” es parte de tu vida todos los días, vivas en Tilcara o en Chacagiales. La cadena de personas que lleva los ingredientes a tu mesada cada día se hace presente de muchas maneras. Todo bien con abrazar árboles, con el “grounding”. Quizás podemos empezar con una manzana que todavía tenga una hojita.
Cocinar no es necesario para conservar viva una tradición. La tradición de cocinar nos ayuda a conservarnos vivos. Cocinar es posible –realizable, incluso más fácil- si contamos con una herencia de recetas y procedimientos. Las recetas pueden cambiar, aggionarse y adaptarse. No son sagradas, o mejor dicho, lo esencial no se altera en esas operaciones. Las recetas no son necesariamente el meollo del asunto.
Cocinar no es necesario para darle amor a la gente que queremos. Si les cocinamos a otros los estamos cuidando, sí. Pero hay muchas formas de ir por la vida, de cuidar y de descuidar. Incluso a los chicos. Si otra persona le cambia los pañales a tu bebé está todo bien. Si nunca jamás le cambiás los pañales a tu hijo, o ni siquiera sabés hacerlo, bueno, está como para echarse una pensadita.
Cocinar no es necesario para relajarnos. Cocinar un domingo o con amigos puede ser un momento de placer y de ocio, pero la cocina necesaria es la de todos los días, la de batalla. Hay gente que no disfruta de cocinar, hay gente que sí. El deber de sentir lo que no sentimos es el peor de los deberes.
¿Se puede vivir sin cocinar? Bueno, sí, seguro. Pero como cualquier renuncia importante tiene un costo elevado. Se puede vivir sin alfabetizarse, sin conectarse a internet también. Se vive mejor con lectoescritura y con buena comida. Puede ser difícil encontrarle la vuelta y todavía más sostenerlo: cómo nos cuesta sostener, aún lo que merece la pena. Otro día hablamos de eso. Pero sí que merece la pena. No sé si les pasaba, de chicos, que demoraban horas en resignarse a entrar en la ducha, y después no querían salir nunca del agua tibia. Hoy, por ejemplo, es un feriado de otoño crocante y espléndido. Me da una fiaca infinita levantarme de esta silla a prender la hornalla, pero sé que es el puente directo a la sopa de calabaza que se me antoja. Hacia allí voy. Tarda en llegar, y al final hay recompensa.
NK/DTC
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