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ADELANTO

Fantasmas de la dictadura

Fragmento de la tapa de Fantasmas de la dictadura (Sudamericana)

Mariana Tello Weiss

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El 12 de julio de 1976 mi madre fue asesinada por policías y militares, en la puerta de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, conmigo en brazos, de apenas nueve meses de edad. El cuerpo —muerto— de mi madre fue enterrado anónimamente en el Cementerio Norte, el mío —vivo— fue apropiado por un policía que había participado del operativo. Las dos estuvimos por un tiempo desaparecidas. Durante la búsqueda, mi abuela, un tío y una tía también fueron secuestrados y permanecieron en el centro clandestino de detención conocido como Jefatura de Policía de Tucumán. Los liberaron una semana después. En esos días mi abuelo identificó el cadáver de mi madre en una fosa común e hizo que le pusieran una cruz con la esperanza de —luego— reconocer la tumba. Después de tres meses y muchas gestiones ambos “cuerpos” volvimos al seno familiar. Yo viví con mis abuelos, el cadáver de mi madre fue sepultado nuevamente en el cementerio de San Salvador de Jujuy con una sola inscripción en tiza: A.W.

Jujuy es un lugar particular donde conviven religiones tradicionales, del mundo andino y cultos heterodoxos, como Rosacruces, seguidores de Lanza del Vasto y siloístas. Al parecer mi familia —de una religiosidad ecléctica—, y en particular mis tías, eran afectas a practicar espiritismo con un amigo de la familia. En una de esas sesiones, poco tiempo después de su asesinato, el espíritu de mi madre se manifestó pidiendo ayuda. Dijo estar en un lugar muy oscuro. Dijo necesitar luz. Las mujeres de mi familia difieren al calificar la práctica espiritista: “era como un juego”, dice una de mis tías; “el ‘gordo’ era un ser especial, muy espiritual”, dice otra refiriéndose al médium; “son fantasías”, concluye mi abuela. Lo cierto es que, aun desconfiando de la fiabilidad de la “manifestación” o de la “seriedad” de la práctica, nadie dudó del pedido, ni de la obligación que implicaba: hicieron una misa, rezaron por su alma, encendieron velas. Y ella nunca más apareció.

Comienzo esta parte con mi propia historia, y algo de pudor. Entre los familiares de las víctimas de la represión en Argentina —grupo en el que se me podría ubicar— las experiencias extraordinarias (Escolar, 2010) en relación con la represión no han estado ausentes, pero no suelen formar parte de las cosas que se cuentan en público, sino más bien en la intimidad. Y es que, sobre todo para la clase media —como es el caso de mi familia— y en una sociedad nacional dominada por el catolicismo, cualquier mención a prácticas, creencias o experiencias ligadas a lo esotérico es vista con recelo; no solo porque pertenecen a una religiosidad periférica sino porque contradicen la idea de razón y por lo tanto la “seriedad” del practicante y, en este caso, del “familiar” como categoría política (Pita, 2010). También porque, en la mayoría de los casos, no se trató de una práctica sostenida sino eventual y atribuida a la “desesperación”. Veremos a lo largo de esta parte que este tipo de experiencias se relacionan con algunas dimensiones de la “desaparición” como catástrofe de sentido (Gatti, 2008): la falta de un cuerpo y de un saber sobre ese cuerpo, y la presunción —en la mayoría de los casos sin confirmación— de una mala muerte configuran una incertidumbre que se extiende en el tiempo.

En el caso de mi madre, una parte de la incertidumbre estaba resuelta, ya que había un cuerpo. No así los pormenores y el impacto en nuestra familia de su (mala) muerte, violenta y precoz, ya que no había llegado a cumplir los veintiséis años. En este sentido, su aparición durante esa sesión de espiritismo canalizó la necesidad de un ritual que “calmara su alma” y, con ella, la de sus deudos.

“Tener el cuerpo” no alivia el dolor, pero coloca a los deudos en el plano de algunas certezas fundamentales. El caso de la desaparición es diferente: la falta de un cuerpo como locus, que arrastra la falta de un túmulo y de un ritual (Da Silva Catela, 2001) configura una situación despojada de los marcos preestablecidos para el duelo. Pero, en principio, esa “pérdida” no configuró —o al menos no claramente— un duelo, sino una búsqueda. Una búsqueda que sostenía la expectativa de encontrar al ser querido con vida, que luego fue cediendo a la espera y, finalmente, a una cierta resignación. Una resignación que, sin embargo, nunca dejó de albergar tanto un alto porcentaje de incertidumbre, un destello de esperanza.

Las búsquedas emprendidas por familiares de personas desaparecidas fueron de todo tipo. Las más usuales incluyeron reclamos a toda institución donde se pudiera buscar a una persona perdida —como morgues, hospitales, neuropsiquiátricos— o pedir respuestas sobre la desaparición, como cuarteles, comisarías, juzgados o iglesias (Da Silva Catela, 2001). Dentro de esas búsquedas iniciales no faltaron las experiencias relacionadas con lo esotérico, cuyo común denominador es el intento de saber si las personas estaban vivas o muertas, y dónde. Es en esta transición entre la vida y la muerte donde se va conformando lo espectral, el fantasma o el espíritu como figura.

En paralelo, se utilizaron otros recursos, como videntes o médiums, o se fueron instalando prácticas destinadas a relacionarse con los seres queridos ausentes. A lo largo de los años, esas experiencias se fueron diversificando, así como el papel que jugaron y juegan en la vida de sus familias. Algunas se inscriben en el registro de lo ordinario, como “hablar” con ellas y ellos al terminar el día, pedirles protección o ayuda. Hay otras búsquedas, como las consultas a videntes, médiums o la práctica del espiritismo. Este tipo de experiencias se enmarcan en la voluntad activa de madres y padres, hijas e hijos, esposas y esposos, hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas de “contactar” para “saber”, para intentar resolver las angustiantes incógnitas que la desaparición siembra en el mundo de los vivos. Finalmente, se dan experiencias donde son los muertos los que “aparecen”, como las visitas en sueños o los encuentros con sus espíritus.

Estas situaciones, como veremos más adelante, son vividas con más o menos extrañeza según la configuración fenomenológica —ver, oír, sentir al ser querido—, del contexto —estar dormidos o despiertos— y de los efectos que involucran. Me pregunto entonces por el tenor de esas experiencias y cómo son nombradas. Por las temporalidades cronológicas y lógicas, colectivas y subjetivas en las que se inscriben. Por los sentidos en torno a la situación límite y al duelo que expresan, por las prácticas promueven, por las emociones que involucran.

He dicho antes que este tipo de experiencias que implican relaciones entre vivos y muertos serán analizadas como cualquier otra situación social. Es decir, estructuradas según temporalidades y espacialidades, mediadas por posiciones de parentesco que entrañan conflictos y obligaciones que —como actores— los y las protagonistas desarrollan y que se enmarcan en distintas fases del drama (Turner, 1974) de la desaparición. Todo esto, enmarcado en tiempos colectivos más generales que van de un periodo de “desapariciones” masivas, pasando por uno de reconocimiento de la existencia de la problemática por parte del gobierno y la comunidad internacional, y luego una larga e intermitente etapa de “apariciones” —de cuerpos, de lugares, de sobrevivientes— que fueron armando, como en un rompecabezas, una imagen un poco más completa sobre lo que había sucedido tras los secuestros. En casi todos los casos esto implicó para los familiares una larguísima incertidumbre, aprender a vivir en la ambigüedad, entre la vida y la muerte, en la catástrofe.

La incertidumbre acerca de su estado —que va de bien a mal— y de su estatus —que va de viva a muerta— es el espacio donde se gesta lo espectral, generando un lazo particular entre estos vivos y esos muertos. Y digo “estos” y “esos”, ya que la vivencia represiva, y más aún la desaparición como situación liminar entre la vida y la muerte, configura un tipo particular de muertes, y también un tipo particular de vidas.

Las formas que adquieren las manifestaciones, los medios para “contactar”, las escenas donde los muertos aparecen, se entraman tanto con la temporalidad donde se inscribe la experiencia como con el vínculo entre los protagonistas de ese encuentro. De esta manera, en lo que sigue se abordarán cinco tipos de situaciones: las comunicaciones telepáticas con el ser querido y en particular aquellas que son entendidas como despedidas; las consultas a videntes y médiums durante su búsqueda; la “aparición” de figuras indescifrables situadas entre la vida y la muerte; las sesiones de espiritismo y los sueños vívidos donde los espíritus de las personas desaparecidas “visitan” a sus familiares.

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