Una eficaz maquinaria de enloquecimiento

Locos, putos o quebrados. Avanzado ya el encierro, fuera de los centros clandestinos, en la etapa de blanqueo, el sistema penitenciario de la dictadura se había dispuesto a destruir la personalidad de la mayor parte de los detenidos cuyas vidas dependían de una decisión sistémica. En los tres casos –en una ubicación temporal de medio siglo atrás– salir a la calle después de varios años carcelarios dictatoriales sobre las espaldas implicaba una desnudez atroz ante una sociedad que miraba con una mixtura de compasión y desconfianza. La locura, siempre inquietante y provocadora de una soledad inmensa, era una de las causales más profundas de aislamiento. Incluso en las mismas familias. El quebrado, siempre sospechado de traidor (Invernizzi hace una tajante diferenciación de ambos) no tiene fuerzas para sentarse a explicar que el dolor de la tortura es casi imposible de soportar por cualquier ser humano. Que durante horas y días interminables de tormento algún nombre se escapa, alguna dirección, cuando se supone que todos se fueron después de su caída. El traidor, en cambio, se convierte en aliado del enemigo. Se sienta a su lado. Trabajan a la par. El quebrado es un paria. Es un hombre vencido por la culpa. Un solo tan solo como el loco, pero por diferentes razones. Un aislado. Un triunfo más de la dictadura. En esto los convierte la rebeldía.

El tercer punto es la homosexualidad. Una amenaza sostenida por la dureza patriarcal de los tiempos. Por la hombría intocada de la militarización impuesta por algunas organizaciones guerrilleras. Julio Menajovski, reportero gráfico y ex detenido, hace un análisis profundo de la significación de la advertencia. “Actuaba sobre el machismo exacerbado en las cárceles de hombres y por la misma situación militarizada en donde la hombría, el coraje, el cumplimiento del deber se relacionaba con todo lo macho. Lo puto era todo lo contrario”. En realidad, “se parecía a todo lo contrario: el desmoronamiento moral, la degradación, la pérdida total de la hombría”. Dice Invernizzi: “ellos tenían una percepción muy clara de lo que era nuestra formación marxista, patriarcal; nuestras propias organizaciones tenían un sesgo muy marcado en ese sentido”.
En un hilo de tiempo acaparado por otros dolores inhumanos, los tres puntos de esta amenaza quedaron atrás. “De quebrados no se habla, de los putos no se habla y de los locos no se habla, es una verdadera pena. Porque hay gente sufriendo por eso”, lamenta Hernán.
Se trata entonces de una política oculta con demasiadas víctimas que salieron vivas (muchas de ellas ya murieron) como evidencias –dentro de la cárcel– para sus propios compañeros y –fuera de ella–, para quienes amasaran la idea de encarar un camino semejante. Aunque existan casos de suicidios dramáticos como los ya nombrados y otros, hay muchos más anónimos que no murieron. Porque no les permitían morir. “El objetivo era el conjunto, no el caso individual, siempre el objetivo importante era que la mayor cantidad de militantes populares fueran afectados” por los resultados.
La construcción de la locura como evidencia, extendida durante gran parte de la vida –en algunos en la totalidad– implica una continuidad de la cárcel y de la tortura en un cuerpo que no pudo ser aprehendido por la libertad. “Quien ha sido torturado lo sigue estando […]. Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo, la maldición de la impotencia no se extingue jamás. La fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no se recupera jamás”, dice Primo Levi citando a Jean Amery.
Acaso, incluso, los putos, los locos y los quebrados, sintieron tantas veces que esa vida que les tocó, ese hilo que siguieron tirando desde la salida de Rawson, de la Unidad 9, de Devoto, no era la propia, era la de otro, uno mejor, que debió haber vivido en su lugar. La generación de los sobrevivientes, de esas vidas de yapa, como solían decir. Así lo sentía el propio Primo Levi.
“(…) podía ser que estuviese vivo en lugar de otro, a costa de otro; podría haber suplantado a alguien, es decir, en realidad matado a alguien. Los «salvados» de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de «la zona gris», los espías. No era una regla segura (no había, ni hay, en las cosas humanas reglas seguras), pero era una regla. Yo me sentía inocente, pero enrolado entre los salvados, y por lo mismo en busca permanente de una justificación, ante mí y ante los demás. Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los mejores han muerto todos”.
La psiquiatra Silvana Bekerman lamenta que la definición de estrés postraumático en los manuales de Psiquiatría no tome en cuenta “el contexto sociopolítico” o “el sentido particular” que ese episodio traumático implicará para cada persona (subjetividad).
Este punto puede verse claramente en “las situaciones traumáticas de origen social” gestadas durante el terrorismo de Estado; se trata de “la tendencia a culpabilizar a la víctima desde la ciencia médica: en lugar de interpretar las manifestaciones psicológicas de la persona afectada como respuesta a una situación traumática, frecuentemente se las atribuye a una presunta psicopatología subyacente que la llevaría a ‘buscar’ el encuentro con el hecho traumático”.
El impacto de toda esa sucesión de hechos traumáticos pergeñados por las estructuras represivas produjo en muchos detenidos “una ruptura en la vida, alterándola para siempre. Y en otras víctimas produjo un efecto de catástrofe y ruina psíquica, efecto devastador del que, como en el encuentro con un destino trágico, probablemente no puedan jamás recuperarse. Recomposición, ruptura, catástrofe, tres modos que a veces en un mismo sujeto se suceden; o que en la heterogeneidad de los procesos psíquicos ocupan zonas de la vida psíquica, o que a veces ocupan todo el escenario del psiquismo”.
(…)
La arbitrariedad, la humillación, la ausencia total de certezas eran herramientas que los penitenciarios utilizaban para desquiciar la voluntad. La víctima del encierro no conocía finalmente las reglas, si es que las había certeras y escritas. Cada centinela las cambiaba a su gusto para humillar y provocar la perturbación profunda de la incertidumbre. Cualquier gesto generaba un castigo de “15 días o un mes dentro de los chanchos, que eran celdas de castigo extremadamente pequeñas, donde te quitaban por horas varias veces al día la ropa, donde tiraban agua en el piso para que no te pudieras acostar, la comida era ínfima y varios compañeros estuvieron al borde de la muerte en esos lugares. La sensación de que en cualquier momento ibas a parar a los chanchos era permanente”, relata Julio Menajovsky desde sus días en la Unidad 6 de Rawson.
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En cada una de las cárceles las estrategias de turbación psiquiátrica apuntaban a la culpa y a la soledad profunda del detenido. Las herramientas eran el aislamiento de los compañeros que constituían la red de protección y compañía, el rumor echado a correr entre ellos de que se había “quebrado en la tortura” –lo que generaba rechazo y abandono- y el alejamiento de la familia: cuando viajaban mil kilómetros para verlo debían volverse porque “estaba castigado” o le retenían las cartas o le sugerían infidelidades. Algunos no soportaron semejante presión y se suicidaron. Otros no pudieron acceder a una vida normal cuando el encierro acabó, al menos en la cárcel.
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Muchos se llevaron la cárcel encima. O no se fueron nunca.
Las tácticas perturbadoras de la estrategia penitenciaria utilizaron también la misma estructura arquitectónica de las unidades penales que producía en los detenidos consecuencias sobre el ánimo y la salud. El informe 1982 del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) refleja los efectos desestabilizadores que tenía. El dossier referido a la Unidad 1 de Caseros da cuenta de que “a raíz de la infraestructura de la cárcel estas condiciones originan los trastornos psicosomáticos clásicos pero además un número cada vez más elevado de casos que padecen de síntomas graves en un cuadro psíquico de neurosis carcelaria como insomnio, irritabilidad, abatimiento, falta de iniciativa, pérdida de memoria, falta de concentración, distorsión de la realidad, ideas obsesivas y alucinaciones sensoriales”.
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Es la psicóloga y fundadora del CELS, Laura Conte, quien define “el dolor psíquico que provocan (estas) heridas en la subjetividad hasta amenazar su propia existencia”. Sus marcas de impunidad en la sociedad “hasta amenazarla de disolución social son temas del apocalipsis, aunque no sepamos reconocerlo”.
Un apocalipsis que la sociedad no ha sabido identificar hasta hoy y que cada uno de los que han sido parte de ese laboratorio experimental de la locura lleva en sus espaldas.
Laura Conte llama a ese apocalipsis “experiencia tanática y planificada”. Y dice que “a veces hay un resto de horror que queda en silencio, que subyace y serpentea como una amenaza desquiciante para la subjetividad en el retorno espectral del trauma”. En ese camino hay duelos interminables. Que no acaban de elaborarse aun cuando llega el fin de la vida. Conte cree que la humanidad que ha vivido un genocidio se enfrenta a “la perdurabilidad de lo traumático”. Y esos duelos acaso deberían ser pensados como “duelos bajo tortura, sobre los que se cierne el peligro de quedar anclados en la tragedia”.
Un ancla que a tantos los empujó a encallar en las costas de una libertad sombría, un ancla que los retuvo en las raíces de la locura, un ancla que los mantuvo en una soledad como coraza que nadie o casi nadie pudo atravesar.
Un ancla en esa tragedia de la que no hablaron. De la que no pudieron hablar.
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