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Brasil, decime qué se siente

Retrato de grupo con señora: Eunice Paiva, en su domicilio carioca, con su esposo Rubens Paiva, con sus hijas, con su hijo Marcelo Rubens. En 1976, ya habían pasado tres años desde el secuestro, tortura, muerte, y desaparición del cadáver de su padre el ingeniero y ex diputado federal socialista, pero su madre recién logrará que le extiendan una partida de defunción en 1996.
24 de marzo de 2025 16:06 h

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El jueves 24 de marzo de 1976 la Junta Militar leyó su primer comunicado golpista en Buenos Aires. El jueves siguiente, las FFAA festejaban en Brasilia un nuevo aniversario del golpe de 1964: la dictadura latinoamericana más larga del siglo XX había empezado 12 años antes y terminaría 2 años después que el 'Proceso de Reorganización Nacional' argentino. Cuando el domingo 2 de marzo de 2025 la actriz española Penélope Cruz anunció en Hollywood que Aún estoy aquí había ganado el Oscar a la mejor película internacional, la alegría brasileña, vociferada sin morigeración ninguna, sonó entre quienes festejaban con los decibeles bombásticos que responden a un gol de oro, a un añorado desenlace favorable de final de Copa FIFA. El drama filmado por Walter Salles recapitula la represión, la tortura, las desapariciones y la denegación de Justicia en la década de 1970. Recomendado para todas las audiencias por el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, despreciado por su antecesor Jair Messias Bolsonaro, el film de Salles recalienta (pero también ilumina) una guerra política y cultural donde la batalla decisiva no es ya, o no es ya solamente, la de las violaciones a los DDHH y la impunidad o siquiera la estadística de los crímenes de lesa humanidad, sino la de la posibilidad y las impotencias de la democracia brasileña. 

Desde la Ciudad Maravillosa hasta Bello Horizonte y Los Ángeles

Con el film de Walter Salles, Brasil ganaba por primera vez el premio mayor de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. La historia de Rubens Paiva y de la investigación de Eunice Paiva sobre la desaparición de su cónyuge culmina con dos epílogos, breves, sucesivos, post-dictadura. El segundo, y final, medio siglo posterior al Golpe militar de 1964, es de 2014. Fecha decepcionante, año deplorable del Mundial perdido, del Mineiraço humillante, de la Selección Nacional de Fútbol masculino brasileña derrotada 1-7 por la alemana. (¿Época gratificante? En Brasil gobernaba la petista Dilma Rousseff -confirmada este lunes 24 de marzo de 2025 su reelección al frente del Banco del BRICS por un quinquenio más gracias al guiño ruso-; en Alemania la democristiana Angela Merkel en coalición con la socialdemocracia; el demócrata Barack Obama en EEUU).

El día de triunfo nacionalista ganado en Hollywood podía ser percibido, en buena ley, como una jornada de justicia que al tiempo que acababa con una postergación consumaba una reparación o al menos representaba una compensación. Curiosamente, o no, este tema burgués por excelencia -el del galardón que espera al trabajo bien hecho, el de la laboriosa militancia que vence a la injusticia- es el perseverante tema del que no se distrae Aún estoy aquí. Las virtudes de extricar los objetivos, de fijarse un plan racional de acción, de dotarse de recursos y medios adecuados para perseguirlos y alcanzarlos, son a la vez recomendadas y premiadas, en el film, y por quienes premiaron el film.

En el conocimiento, ahondamiento y práctica de esas virtudes nunca desfallece Eunice Facciolla Paiva, la protagonista del biopic Aún estoy aquí. Lucha por obtener reconocimiento de la responsabilidad del Estado por el fin de su esposo el ingeniero y ex diputado federal Rubens Paiva, secuestrado por agentes parapoliciales de la dictadura gobernante desde 1964 y torturado y muerto en dependencias de un cuartel militar en enero de 1971. Obtiene en 1996 una partida de defunción. Aunque no el juicio de los culpables. Pero muere intentándolo, y el film mismo es otro paso adelante en un camino de orden y progreso desde la injusticia hacia la justicia. En el film de Salles, las violencias de la dictadura militar son ante todo un escándalo jurídico, una burla flagrante del Estado de derecho: la desaparición de personas pisotea el debido proceso, el secuestro es un sacrilegio afrentoso del sacrosanto derecho individual de habeas corpus. 

Desde que la Independencia de la Monarquía portuguesa fue declarada en 1822 por el hijo del Rey de Portugal que después se declaró Emperador de la nación rebelde, Brasil ha vivido en una era sin parangón en el mundo, la de un país donde todo, hasta la revoluciones, lo hace una sola clase. Todos los presidentes del Brasil republicano fueron herederos de los Bragança, prototipos de la gran pericia brasileña para simular una Historia y evitarse así el engorro de tener que hacerla, apuntaba Verissimo en 2002. El fracaso de Fernando Henrique Cardoso fue la versión brasileña del fracaso del ideal ciceroniano de una casta iluminada capaz de hacer lo necesario para la mayoría en vez de lo conveniente para pocos.

Francisco y Óscar

La Iglesia Católica es una monarquía electiva y vitalicia. La renuncia de Joseph Ratzinger, primer papa alemán, que en 2005 había sucedido a Juan Pablo II, primer papa polaco, era una novedad o una anomalía en una historia que al menos desde 1978 no había hecho más que acumularlas.  Al papa Francisco, que el 23 de marzo salió victorioso del hospital que lo había retenido más de tres semanas en cama, curándose de una doble pulmonía, lo eligió el 13 de marzo de 2013 un cónclave vaticano que había reunido 117 cardinales. La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood es la que confiere los premios Oscar. Veamos en qué se parece y en qué no al cónclave cardenalicio. Como el nombre no deja de insinuarlo, la artística Academia californiana no es un sindicato sino un club. Como a muchos clubes privados se ingresa por un proceso de selección endogámico (como al colegio cardenalicio) y el pago de una membresía anual (a diferencia del colegio cardenalicio, al que no se paga nada, porque paga a sus miembros). Como también suele suceder con los clubes exclusivos, la magra diversidad de la Academia salta a vista: de sus diez mil y pico de miembros, más del 80% son blancos (sólo el 50% entre los cardenales), el 70% son varones (el 100% entre los cardenales) y, en promedio, es un grupo que se acerca a la tercera edad (la tercera edad es la edad canónica de los Príncipes de la Iglesia).

En los últimos diez años, la ceremonia del Óscar ha pasado de ser un espectáculo que veían 40 millones dentro de EEUU y como 200 millones fuera de EEUU  a una ceremonia que ven menos de 20 en EEUU y menos de 40 fuera. Hace 40 años, se dice que mil millones de personas veían la ceremonia. En 2025, por primera vez en la historia de los Oscar -iniciada en 1929-, con Aún estoy aquí, una película brasileña había sido nominada tanto como mejor película internacional (premio que ganó) como mejor película (a secas, premio que no ganó). En 1999, Estación Central, del mismo Salles, había sido nominada como mejor película internacional. En 2025, por segunda vez, una actriz brasileña, Fernanda Torres, había sido nominada como mejor actriz. La primera había sido su madre, la protagonista de Estación Central, Fernanda Montenegro (que en las escenas finales de Aún estoy aquí interpreta a Eunice Paiva, que murió en 2018, durante sus últimos días, nublados por el Alzheimer).

Como en tantos grupos, en la Academia californiana hay un gusto dominante. Una década atrás, se decía que la Academia prefería películas de largo aliento, épicas, sobre los que consideraba temas serios y dramáticos (mejor si históricos), narradas en un lenguaje cinematográfico clásico y en un estilo siempre al borde de la grandilocuencia o de la pomposidad.  Basta un recuento rápido de los ganadores recientes del Óscar para sumirnos en el escepticismo sobre un canon hegemónico conservador: en los últimos diez años, han ganado el premio a la mejor película producciones independientes intimistas e idiosincráticas. Nunca como en ese mismo decenio había sido tan profunda la grieta entre lo que el Óscar premia y lo que el público va a ver, en masa. Con Aún estoy aquí ha sido diferente. Ha sido vista en masa en todo Brasil. El presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva recomienda ir a ver el film. Que es más intimista que épico: su única epopeya es la de una mujer a la que le han secuestrado el marido que se muda de Rio a San Pablo con su familia para retomar sus estudios de Derecho, recibirse de abogada, y conseguir que el Estado le extienda una partida de defunción: un desaparecido que deja de ser tal porque fue asesinado.

¿Por qué había sido desaparecido el desaparecido? Por acciones de solidaridad con perseguidos por la dictadura, poco más se nos dice en este film de Salles. En 1999, Estación Central deploraba el analfabetismo subsistente en Brasil. La protagonista, Dora Teixeira, es una maestra jubilada que trabaja en la Estación Central carioca, escribiendo cartas para clientes que no saben leer ni escribir, para pagarse el alquiler. En 2025, Aún estoy aquí deplora la renuencia del Estado brasileño para reconocer su participación en las desapariciones de la dictadura que terminó en 1985 y elogia el saneamiento constitucional que aportó la nueva Constitución de 1988. Si menos personas son analfabetas, si hay menos impunidad en Brasil, nadie puede negar que la alegría por el Óscar que finalmente llegó donde debía, un cuarto de siglo después, sea legítima, y legal.

Mentiras y sortilegios

La larga dictadura brasileña de 1964-1985 fue desarrollista y estatista. Su tonalidad favorita de comunicación era el optimismo sádico: Pra Frente Brasil ! Ese ambiente festivo de telón de fondo, primero de playa carioca y después de centro histórico paulistano, ha sido muy bien logrado en sus rasgos circunstanciales y sus detalles de época y geografía por Aún estoy aquí. El film de Salles bulle con una efervescencia carnavalesca que Michael Wood, profesor emérito de Princeton, encuentra excesiva y exagerada, pero meditada y preferida, por el cineasta del film premiado. Aún estoy aquí empieza como una publicad turística de Rio, a cidade maravilhosa, tentador destino vacacional, donde siempre es verano, siempre en la playa es el día de la infancia que ríe, del beach-volley, desde lo alto la imagen del Cristo Redentor tiene los brazos abiertos de tarjeta postal no los puños cerrados de la vida real. Samba y bossa nova y memorabilia rock y fiestas en la casa de la familia Paiva, con vista al mar, a un paso de la arena en Zona Sul, y cintas que manda desde Londres Veroca (Valentina Herszage), la hija que fue a estudiar cine y se filma en Abbey Road.

En la pantalla, cuatro dígitos de la cifra 1 9 7 1 nos ubican en el tiempo, superpuestos al suave esplendor vespertino Rdel agua y la arena, las olas y el viento que nos situaron en el sur carioca. Marcelo Rubens Paiva, hijo del ingeniero, ex diputado federal socialista y futuro secuestrado Rubens Paiva (Selton Mello) y de la futura abogada de DDHH y ambientalista Eunice, es todavía un niño (Guilherme Silveira).

Su libro de memorias Ainda estou aqui (2015), que el film de Salles adapta, tiene un epígrafe en inglés de David Bowie: Planet Earth is blue and there’s nothing I can do. Eunice nada en la bahía de Guanabara y es feliz a pesar de los helicópteros artillados del Ejército, que zumban y sobrevuelan, controlando las aguas, la delgada franja de Copacabana, Ipanema y Leblon, los morros favelados que detrás levantan un muro de empinada sombra abrupta. En realidad, intuimos las favelas, intuimos la pobreza; en la pantalla jamás la vemos a lo largo y a lo ancho. El film no tiene tiempo para subalternos. Como una tragedia neoclásica, se concentra en las dramáticas personas que entran y salen de la escena de un quarteirão nobre. Cuando el presupuesto doméstico de los Paiva pierda los ingresos regulares del jefe de hogar secuestrado, Eunice pagará lo adeudado y despedirá a la criada (¿mulata?). De ella, que es parte de la familia, habíamos oído el comentario al paso “estos secuestros de diplomáticos (por la guerrilla, que negociaba con el gobierno su canje por presos políticos brasileños, aerotransportados a México) son un horror”.

En su elegía y panegírico de la movida punk Meninos en fúria (2016), Paiva Jr traza un panorama de secante nitidez de los treinta años brasileños que abrazan enteros a la década de 1970, enjaulada en el paréntesis de fierro de la dictadura militar: “Nos anos 1960, a juventude combateu com pedras, coquetéis molotov, anunciou que era proibido proibir. Parte dela pegou em armas. Nos anos 1980, outra juventude viu que a luta armada que acabou no terrorismo não dava em nada”. Su padre Rubens ni se levantó en armas ni fue terrorista ni secuestró: fue perseguido, secuestrado, torturado, muerto, su cadáver desaparecido, su muerte un cuarto de siglo silenciada, por ayudar a perseguidos. (Paiva Sr es un mártir de las luchas políticas de los años 60, no resiste la tortura, que lo mata en 1973; Paiva Jr, una víctima de las guerras culturales punk-rock de los años 8O: no muere en la tortura, una caída del escenario lo deja parapléjico y en silla de ruedas en 1982).

Si en vez de recurrir a los escuadrones de la muerte, a los grupos de tareas, a la tortura sistemática, el gobierno militar fuera el Estado de derecho que dice ser, sugerirá más adelante Eunice, Rubens nunca habría sido secuestrado, torturado, asesinado, desaparecido. Porque no recurriría a esos métodos brutales de inteligencia. Pero, aun antes, porque si en vez de comisarios anónimos la investigación de esa luta armada que não dava em nada (nacida estúpida, fue una pasión inútil) y que acabou no terrorismo (crecida furiosa, fue una pasión criminal) hubiera sido puesta en marcha, guiada, llevada adelante por el Ministerio Públicos y funcionarios como el ex fiscal de Curitiba y ex diputado evangélico Deltan Dallagnol, y procesados en las jurisdicciones competentes sea por cruzados  y enemigos de la corrupción petista, como el ex juez federal del Lava Jato, ex ministro de Justicia de la anterior administración en Brasilia, y actual senador federal por Paraná Sérgio Moro, que condenó y encarceló a Lula, sea por cruzados y enemigos de la corrupción antipetista,  como el juez supremo Alexandre de Moraes que ya proscribió a Bolsonaro y que no se detendrá hasta sentenciarlo y encarcelarlo, ninguna necesidad habría habido de prestar, incurriendo en valientes y heroicos riesgos personales, auxilios a inocentes perseguidos o a presuntos responsables de “terrorismo” que ven todas sus garantías judiciales desconocidas, avasalladas, pisoteadas, burladas.

En las elecciones presidenciales brasileñas de 2018, el Partido de los Trabajadores (PT) fue derrotado y el ex capitán del Ejército y ex diputado federal carioca Jair Messias Bolsonaro ganó la presidencia. El candidato derechista fue el vencedor del balotaje, y vencido el candidato petista Fernando Haddad, actual ministro de Economía. La sucesora de Lula, Dilma Rousseff, había visto tronchado su segundo mandato por un impeachment en 2016: su vicepresidente, el centro derechista Michel Temer, la había sustituido en la presidencia, y el 1° de enero de 2019 traspasó el poder de Brasilia a Bolsonaro. Condenado y encarcelado por el juez Moro en cuatro procesos después declarados nulos, Lula no había podido ser candidato.

Feliz Año Viejo

En las llamadas ‘transiciones democráticas’ toda imagen de retorno a un escenario de legalidad y legitimidad anteriores al quiebre golpista sufrió una desmentida más, más profunda, y, hasta ahora, definitiva y sin remedio. Porque quienes cedían el poder a la fuerza que lo ganarían en elecciones ya comprometidas, lejos de abandonar sus privilegios y salvaguardas, las reforzaban con normas legales nuevas, con interpretaciones nuevas de los dispositivos constitucionales o, directamente, con la creación de Cartas Magnas que derogaban en todo aquellas vigentes al momento de violarlas para hacerse con el poder. La mayor excepción, que a periodistas lúcidas como la brasileña Sylvia Colombo asombra de que nos asombre en poco y que no agradezcamos casi en nada, es la de la Argentina. La República que celebró sus elecciones en octubre de 1983 y restableció en diciembre, vencido el peronismo, derrotado el pacto militar-sindical, y asumida a la presidencia de la República para el siguiente sexenio por Raúl Alfonsín el candidato radical vencedor, la vigencia del texto de la Constitución de 1853, con sus enmiendas acumuladas hasta 1957, y que la más luctuosa de las dictaduras no había modificado.

La Constitución pinochetista de 1980 sigue siendo hoy la Ley Fundamental vigente en Chile. El gobierno más a la izquierda de los últimos cien años, el que hoy preside Gabriel Boric, fracasó en dos intentos sucesivos, que mermaron el capital político del Frente Amplio y el socialismo democrático en el poder, de redacción de una nueva norma democrática sustituta: en 2022 y en 2023 el electorado repudió, en dos plebiscitos, dos textos alternativos que se le propusieron. Este fracaso es una de los resortes mayores del fortalecimiento de la derecha dura. La candidata Evelyn Matthei, de la Unión Demócrata Independiente (UDI), formación ubicada a la derecha de la centro-derechista Renovación Nacional (RN) del difunto Sebastián Piñera, dos veces presidente y antecesor de Boric en La Moneda, es favorita para vencer las presidenciales de noviembre, en el contexto político de una campaña electoral donde los liderazgos de las extremas derechas en plural pululan, y medran.

Noble igualdad, un trono vacío

En las primeras elecciones presidenciales post-dictadura celebradas en Chile, en el Uruguay, en Brasil, hubo candidaturas y formaciones proscritas por las autoridades militares que actuaban de Justicia Electoral. La dictadura brasileña se aseguró cómo contar con mayorías en la Convención Constituyente que redactó la Constitución de 1988. El texto constitucional asegura una representación desigual en el Congreso, con desventaja para los estados del Sur (más ricos, más modernos, más poblados) y ventaja para los del Norte (más pobres, más arcaicos, más feudales, menos poblados). Los Estados productores de renta (impuestos) para el Tesoro están subrepresentados y los Estados consumidores de renta (impuestos) están sobrerrepresentados.

Los estados cuyas demografías podrían dotar de mayorías más sólidas a los partidos de centro-izquierda cuentan con menos número prefijado de bancas (pero se requieren muchos más votos para ganar la disputa por cada una) y aquellos que son bases tradicionales de la derecha conservadora local cuentan con más bancas (y se requieren menos votos para ganarlas). Modificar la Constitución brasileña es fácil. Pero hay que tener los votos. Y para asegurar una representación proporcional, los favorecidos por la desproporción deberían renunciar espontáneamente a una ventaja y ponerse en desventaja. Todo invita a pensar que no ocurrirá.

En su tercer mandato, Lula por primera vez gobierna sin oposición a la izquierda. Pero las bancas del Partido de los Trabajadores (PT) y de toda la izquierda no forman una mayoría. En las dos cámaras del Congreso, en la mayoría de los estados, incluyendo los más ricos y poblados de San Pablo, Rio, Minas Gerais y Rio Grande do Sul, y en la mayoría de los municipios, la derecha y la extrema derecha rivalizan por gobernaturas y legislaturas. Lula busca todavía una reelección y un cuarto mandato, a pesar de que pesa sobre él la edad (la misma de su correligionario católico Joe Biden), las debilidades de esa edad, y el modelo, antes positivo, ahora negativo, de la candidatura y desistimiento del demócrata. Tiene a su favor que Bolsonaro, a diferencia del republicano Donald J. Trump, está siendo indagado y procesado, a instancias del Supremo Tribunal Federal (STF) por todos aquellos mismos delitos y e instintos que la Corte Suprema de Washington declaró no justiciable al presidente n°45 y 47 de EEUU. Lula está corriéndose a la Izquierda en su discurso, dando señales a bases de apoyo como el Movimiento Sin Tierra (MST), enemigo natural del agronegocio. Es decir, hacia allí donde hay votos que puede volver útiles en una cartografía vedada a la derecha. 

Bernie y Alexandra

Es en sentido inverso, en otro territorio perdido para el progresismo, el Capitolio de Washington, que avanza la joven, fotogénica, enérgica, Alexandra Ocasio-Cortez (AOC). Busca ampliar su base entre un electorado centrista al que la radicalizada representante neoyorquina ahora en su cuarto mandato consecutivo ganado en las generales de noviembre nunca había ofrecido más que un hombro muy frío. Si antes se mostraba como lideresa de la facción más intransigente en su programa del Partido Demócrata y la más impaciente con la moderación de Biden y de sus colegas, ahora se sigue mostrando con el veterano legislador, correligionario socialista y multimillonario senador octogenario Bernie Sanders. Pero ya no como punta de lanza del progresismo sino de la resistencia demócrata a Trump contra los tímidos no en audacia utópica sino en pugnacidad y confrontación.

Ahora, ¿qué es más eficaz y frontal en esa lucha que  a sus 35 años quiere visibilizar a toda costa la orgullosa hija de una mucama hispana que de trabajar de barista pasó a ganar una primaria demócrata y después su primer período en la Cámara baja? ¿Cerrar el Congreso y el Gobierno, rehusándose a votar el presupuesto republicano? Es la posición in-your-face de AOC. ¿O negarle a Trump los poderes y decibeles que habría ganado la Casa Blanca por el sólo hecho de haberse auto-muteado el Capitolio? Esta es la posición de su rival, el senador neoyorquino Chuck Schumer, presidente de la bancada de la minoría en la Cámara alta.

En 2018, Lula no pudo ser candidato presidencial del PT para competir contra Bolsonaro, porque estaba en la cárcel. La Ley de 'Ficha limpa', de prontuario limpio, brasileña, priva de derechos políticos pasivos (no los de elegir: los de ser elegidos) a los condenados en tercera instancia, aun cuando todavía no hubieran agotado todos sus recursos de apelación o reconsideración. Desde enero de 2023, con la asunción de Lula a su tercera presidencia, la orientación ideológica de la Justicia ha girado 180 grados. No había pasado un mes de gobierno petista, que el juez supremo Alexandre de Moraes había declarado suspendidos hasta 2030 los derechos políticos pasivos de Bolsonaro. Ahora la ventaja es de Lula, si se repostula para un segundo mandato consecutivo, cuarto no consecutivo. Proscrito el único candidato carismático de la extrema derecha, es menos difícil al oficialismo retener el Ejecutivo. Lula puede ganar. Pero, ¿podrá gobernar? ¿Ha podido gobernar, Lula?

Cuando el PT perdió las presidenciales de 2018, Lula estaba proscrito. Si Bolsonaro está proscrito en 2026, será menos difícil al oficialismo retener el Ejecutivo. Pero, ¿podrá gobernar? ¿Ha podido gobernar, Lula?

De dos siglos de Imperio de los Bragança…

En 2002 el PT venció en su primera elección presidencial y derrotó al hoy irrelevante Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, el partido del actual gobernador de Rio Grande do Sur Eduardo Leite, y el ex partido de su vice Geraldo Alckmin. El 30 de enero de 2002, el gran escritor gaúcho y mayor cronista brasileño sobreviviente, Luis Fernando Verissimo hizo pública su propia efervescencia ilusionada en O Estado de S. Paulo -el diario girado a la centro-derecha donde colabora Marcelo Rubens Paiva- bajo el título O último Bragança (la dinastía colonial imperial portuguesa que hacía descender hasta el mismo FHC) e o primeiro Silva (el ex migrante interno nordestino de familia indigente pero numerosa llegado de Pernambuco a San Pablo, el ex militante de izquierda anti-dictadura, el ex dirigente sindical metalúrgico).

Desde que la Independencia de la Monarquía portuguesa fue declarada en 1822 por el hijo del Rey de Portugal que después se declaró Emperador de la nación rebelde, Brasil ha vivido en una era sin parangón en el mundo, la de un país donde todo, hasta la revoluciones, lo hace una sola clase. Todos los presidentes del Brasil republicano fueron herederos de los Bragança, prototipos de la gran pericia brasileña para simular una Historia y evitarse así el engorro de tener que hacerla, apuntaba Verissimo en 2002. El fracaso de FHC fue la versión brasileña del fracaso del ideal ciceroniano de una casta iluminada capaz de hacer lo necesario para la mayoría en vez de lo conveniente para pocos.  

Después, aunque no tanto después, publicó: Tardé un poco en darme cuenta que mi voto por el primer presidente obrero de Brasil era un voto por el superávit primario.

La victoria de Lula no fue, no era, no podía ser, en sí, de por sí, para sí, la puntual hora de llegada a Brasilia de las clases peligrosas que se apoderaban de su historia. Porque el PT también necesitaría de una casta intelectual adentro o al lado, y de la buena voluntad del Patriarcado, de los Diputados, del Senado y del Mercado. Y de alianzas con el mandarinato, porque si no, no gobierna. Lula 1, Lula 2, Lula 3, con el mismo dilema, al que no escapará, si lo hay, Lula 4. Elegir que se lo recuerde como ‘Lula el Sabio’ porque para gobernar sin oposición gobernó 16 años con mandarines retrógrados y corruptos a los que buscaba inspirar al cambio con el ejercicio de su sabiduría y rectitud. O que no se lo recuerde como ‘Lula el Bobo’, un obcecado que nunca llegó a gobernar. Las cosas se complican pronto, porque la pureza modélica se ve comprometida, todos los días, con los arreglos que hay que hacer para no sacrificar el poder. 

Lula recomienda ir a ver Aún estoy aquí. Que es un mínimo común denominador, premiado en Hollywood. Aunque la democracia tiene que ser y que dar algo más que la restitución del Estado de Derecho. Operada por una dictadura militar que a la vez que entregaba el poder a sus sucesores con la promesa de no volver –porque el retorno de la democracia es ante todo el pacto de las cláusulas del no retorno de la dictadura-, los obligaba a acatar un marco constitucional nuevo diseñado para privarlos de una libertad de acción de la que ellos habían gozado soberanos. Con tales reglas castradoras, con corsé tan asfixiante, ¿es anti democrático pactar con el Diablo cuando el objetivo es el triunfo de la virtud? Para aprender esta moraleja los mandarines atrasados y corruptos no precisan del alto magisterio del PT: esa fábula china ya la conocían desde mucho antes.

AGB

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