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Lecturas

Venezuela, un ensayo sobre lo inexplicable

En el centro de Caracas se mezclan los tiempos en que Venezuela fue uno de los países más importantes del continente con el deterioro de los últimos años.

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En agosto de 2020 se inauguró en Terrazas del Ávila, un barrio de urbanizaciones de clase media del norte de Caracas, el supermercado Megasis, instalado en un galpón de 20.000 metros cuadrados que antes había pertenecido a la cadena franco-colombiana Éxito, expropiada por Chávez en 2010. Abastecido con mercadería traída de Irán por el Golsan, un gigantesco carguero de 22.000 toneladas que había atracado en las costas venezolanas unas semanas antes, el Megasis había sido decorado para el día solemne de su inauguración con globos verdes, rojos y blancos, los colores de la bandera iraní. Además de los gerentes del supermercado y de las autoridades venezolanas, participó en el evento el embajador de ese país, Hojjatola Soltani, quien presentó el supermercado como una prueba de la amistad entre ambas naciones. Y aunque algunos productos —cuadernos para escribir en farsi de derecha a izquierda, por ejemplo— resultaban decididamente poco atractivos, muchos otros —mermelada de zanahorias, cordero enlatado halal, alfombras persas— eran verdaderos tesoros en un país que ya llevaba varios años de desabastecimiento. La amplia oferta de generadores eléctricos de fabricación iraní resultaba ilustrativa de los problemas de desarrollo de los dos socios, que sufrían apagones  crónicos pese a ocupar el primer puesto (Venezuela) y el cuarto  (Irán) en reservas de hidrocarburos del planeta. 

Dos años después de su inauguración visité el Megasis y me encontré con un ambiente bastante desolado. El supermercado seguía  funcionando, pero las góndolas estaban preparadas para albergar tres o cuatro veces más productos que los exhibidos, y las heladeras  vacías habían sido tapadas con plásticos blancos. El personal se paseaba sin mucho que hacer, y casi no se veían clientes. Esa mañana éramos apenas dos o tres personas las que mirábamos una sartén eléctrica iraní a 100 dólares, té de hierbas, pepinos en vinagre y  libros infantiles con personajes de Disney, por otra parte bastante imperialistas. Compré unos dátiles para Carlos Díaz, el director de Siglo XXI Editores, y unas golosinas de miel para mis hijos, y cuando pagué en una de las dos cajas habilitadas —de un total de 30—, me regalaron unas galletas de trigo y una malta —la cerveza sin alcohol que se toma en muchos países islámicos y que se consume  también en Venezuela—‌. Atravesé el gigantesco estacionamiento vacío bajo el sol abrasador del mediodía caraqueño y pasé la línea  de ingreso con las tres banderas (la de Irán, la de Venezuela y la de Megasis) pensando que no hacía falta ser Alfredo Coto para darse cuenta de que algo en ese supermercado no funcionaba. 

Pero tratemos de evitar la folclorización. Puede que la venta  de productos fabricados para un clima, determinados patrones de consumo y una cultura completamente distintos, y transporta dos más de 10.000 kilómetros en barco, no tenga mucho sentido,  pero la alianza entre Irán y Venezuela sí la tiene. El apoyo persa  resultó clave para que Maduro pudiera sortear las sanciones en los  momentos más difíciles de la crisis económica, y Teherán encontró en Caracas un aliado estratégico y un conveniente factor de provocación en su disputa con Estados Unidos. Aunque hoy el abastecimiento se ha normalizado, no hay venezolano que no recuerde los años de escasez y el modo en que finalmente la economía logró superarla: asumiendo el dólar como moneda semioficial. 

El lento camino a la dolarización 

La dolarización comenzó espontáneamente hacia 2018, luego de varios años de inflación alta y uno de hiperinflación. Había ya algunos  antecedentes. Los venezolanos que vivían en la frontera con Colombia se habían acostumbrado a usar el peso colombiano para sus  transacciones cotidianas, en la frontera con Brasil recurrían al real y en las regiones mineras del Orinoco incluso intercambiaban pepitas  de oro. El bolívar ya no se utilizaba como reserva de valor; todo aquel que lograba ahorrar algo lo hacía en dólares, en general abriendo  cuentas en Estados Unidos o Panamá —de hecho, dos de los principales bancos panameños son de capital venezolano y tienen el  mismo nombre que en Venezuela, Banesco y Mercantil—‌. Luego,  el bolívar fue perdiendo su función de medio de cambio; al principio las viviendas, los autos y los insumos para la industria, después los electrodomésticos y las motos y, finalmente, el pan, las arepas  y los viajes en taxi; todo se paga hoy en dólares. Sucede que, desde la llegada de Chávez al poder en 1999, Venezuela pasó del “bolívar”,  el signo monetario histórico, al “bolívar fuerte” —el uso del adjetivo  en la misma denominación ya revela una impotencia, porque una  moneda no proclama su solidez, simplemente la ejerce—‌. De ahí pasó al “bolívar soberano” y más tarde al “bolívar digital”. El resultado es que, desde el comienzo del chavismo hasta hoy, el bolívar  perdió 14 ceros, es decir que su valor se dividió por cien billones. 

El apagón de marzo de 2019 aceleró el proceso. El pago a través de medios electrónicos se había extendido mucho, como una forma práctica de evitar el engorro de tener que andar cargando montañas de billetes, y los “puntos de pago” estaban habilitados  desde hacía ya varios años en supermercados, hoteles y tiendas,  pero también en pequeños comercios y hasta en puestos de venta callejera. Cuando el país quedó súbitamente a oscuras, la posibili dad de pago electrónico desapareció. Y como los cortes se extendieron intermitentemente durante días —dos semanas después del primer apagón general se produjo un segundo corte en 16 estados,  y a los pocos días, un tercero—, el dólar terminó de imponerse. 

El gobierno, que durante dos décadas lo había combatido, miró primero con sorpresa, después con resignación y por último con  indisimulable alegría los efectos de la dolarización.“Gracias a Dios  existe la dolarización”, llegó a afirmar Maduro. La “NEP de Maduro”, como la llamaron algunos venezolanos en referencia a la Nueva Política Económica implementada por Lenin en 1921, fue avanzando. En enero de 2019 el gobierno derogó la Ley de Ilícitos Cambiarios, que penalizaba la compra de dólares por fuera del circuito oficial, y aceleró el giro ortodoxo, que incluyó un nuevo marco  legal para el megaproyecto denominado “Arco Minero del Orinoco” y una Ley Antibloqueo (Ley Constitucional Antibloqueo para el  Desarrollo Nacional y la Garantía de los Derechos Humanos) para  fomentar la inversión extranjera, que comenzó a llegar lentamente. Incluso empezaron a darse los primeros pasos para reprivatizar al gunas empresas estatizadas. 

La perestroika sin glasnost de Maduro produjo sus primeros  resultados, tímidos pero visibles; la inflación, que había llegado a 130.000% en 2018, se redujo a 19.000 en 2019, 2355% en 2020,  1533% en 2021, 320% en 2022 y 193 en 2023. Tras un comienzo  con dificultades, el gobierno finalmente logró crear, con apoyo de Rusia, Irán y Turquía, un sistema para evadir las sanciones y seguir  vendiendo petróleo, lo que permitió recuperar parte de los ingresos de divisas. En 2021, por primera vez desde 2014, la economía creció; 2,5% de aumento del PBI, muy por debajo del promedio latinoamericano —a su vez más bajo que el mundial—, pero  marcando un quiebre en la tendencia, que se repetiría en los años  siguientes, con un crecimiento de 12% en 20022 y de 5% en 2023. 

La dolarización no es total. Formalmente, el bolívar sigue siendo la moneda nacional. La mayoría de los negocios acepta billetes norteamericanos, pero no se utiliza la clásica denominación  “USD”, sino que se recurre a la abreviación “ref” (de “referencia”)  o directamente “#” —que no significa nada, pero todos saben que significa “dólares”—‌. Una Coca-Cola puede costar, digamos, “2 ref” o “#2”. La dolarización transaccional y comercial es prác ticamente total; los precios y muchos salarios están fijados en dó lares, aunque puedan pagarse en bolívares a la tasa de cambio del día, una especie de convertibilidad. Pero no se ha avanzado en una dolarización institucional; el Estado cobra sus impuestos y les paga a sus empleados (2,8 millones) y a los jubilados (4,5 millones) en bolívares. Tampoco se ha aceptado la dolarización financiera plena. Es posible abrir cuentas en dólares, pero funcionan como una caja de seguridad, hay que depositar el dinero en efectivo, no se puede transferir a cuentas de otro banco ni emitir tarjetas de crédito. El comercio electrónico, por su parte, se tramita en bolívares. Y aunque el dólar es tanto una referencia como un medio de pago,  parece difícil, dada la cantidad de salarios estatales y las dificultades  financieras, que Venezuela complete el proceso hasta llegar a una dolarización plena al estilo de Ecuador o Panamá. En todo caso, la dolarización permitió recuperar cierto optimismo. El chavismo comenzó a hacer circular la famosa idea:  “Venezuela se arregló”. En realidad, lo que pasó fue que, asesorado  por un grupo de economistas ecuatorianos enviado por Rafael  Correa y concentrando cada vez más responsabilidades en la vicepresidenta Delcy Rodríguez, el gobierno decidió retroceder a lo más básico, devolverle al país algo parecido a una moneda. Sucede que, contra lo que sostienen las visiones más cuadrada mente monetaristas, la moneda no es una simple cuestión del  Banco Central, sino el signo fundante de un orden social, una  necesidad de la gente —de hecho, cuando no existe un Estado que acuñe y respalde una moneda, los integrantes de una comunidad se inventarán la propia, se trate de la sal en la Antigüedad,  las rodajas de pan en Auschwitz o las tarjetas telefónicas en las cárceles—‌. Privada durante años de moneda, la economía venezolana logró finalmente tocar un piso y comenzar una —frágil  pero visible— recuperación. 

La economía ilegal y el colapso del Estado 

Para que haya dolarización tiene que haber, lógicamente, dólares.Y esos dólares provienen de diferentes fuentes: los ahorros  de un sector de la población, que estaban a la espera de que se  abrieran oportunidades para gastarlos o invertirlos; las remesas,  que se estima llegan a aproximadamente el 25% de las familias venezolanas; cierta recuperación, aún lenta, del turismo, y los  ingresos en dólares, una novedad de los últimos años, que percibe un sector minoritario pero significativo de la sociedad, como el de  profesionales que con la pandemia comenzaron a trabajar a distancia para otros países, informáticos, profesores de inglés, abogados, empleados jerárquicos de empresas extranjeras que negocian parte de su salario en divisas, una informalidad próspera —lo que en la Argentina se conoce como “barrani”— que logra ingresos más o  menos regulares en dólares. 

Pero la principal fuente alternativa de dólares es la economía ilegal. En los últimos años, Venezuela se fue convirtiendo en un núcleo regional de actividades ilícitas, por el colapso del Estado y  por el privilegio de su ubicación geográfica. 

En El poder del perro, la novela-enciclopedia sobre el origen del narcotráfico en México, Don Winslow cuenta que las bandas  mexicanas lograron imponerse sobre sus competidoras colombianas cuando descubrieron que su negocio no pasaba por cultivar  marihuana o amapola en sus territorios de Sinaloa, sino por el control monopólico de un activo único, la frontera. 

Venezuela no linda con Estados Unidos, pero dispone de una  extensa frontera terrestre con Colombia, Brasil y Guyana y una  frontera marítima con las islas británicas, neerlandesas y francesas del Caribe, a tres horas y media de avión de Miami, y por lo tanto ocupa una posición ideal para el tráfico de todo tipo de cosas. Los especialistas sostienen que parte de la cadena narco,  arrinconada por la guerra contra las drogas en Colombia, se ha ido desplazando hacia Venezuela, donde las bandas aprovechan el caos económico y la laxitud de los controles para almacenar y últimamente también procesar la cocaína, que luego exportan  a otros países. 

Pero la economía ilegal no refiere solo a tráficos prohibidos, de armas, drogas o personas, sino también a actividades lícitas que se tramitan de manera criminal. Me detengo brevemente en el contrabando de combustible, con una larga tradición en Venezuela, que ayuda a entender por qué la economía en negro es parte  inescindible de la dolarización. 

Durante muchos años, la gasolina costaba en Venezuela más o  menos lo mismo que una botella de agua mineral o un mango en  la calle, menos por una decisión meditada que por el temor instin tivo de los diferentes gobiernos a reeditar el Caracazo, la rebelión  desatada justamente como reacción a un incremento del precio del  combustible. Los intentos por establecer diversos sistemas de racionamiento, a través de las matrículas de los autos o el Carnet de la  Patria, resultan siempre imperfectos, y la gasolina se escapa de los controles. Ante la ausencia de actividades económicas alternativas, el  contrabando de combustible es una de las principales ocupaciones  en la frontera con Colombia, formando una cadena que comienza  con los mayoristas —que mediante contactos con los militares en cargados de controlar el abastecimiento desvían al mercado ilegal  cientos de miles de litros—, sigue con el almacenamiento en patios  de acopio, el fraccionamiento y por último la venta callejera en  bidones, sin contar las bandas armadas, integradas por militares y  ex militares venezolanos y disidentes colombianos de las FARC, que  organizan las “caravanas” y cobran las “vacunas” (coimas). La imagen de pequeñas tiendas con racimos de bidones apoyados en el piso  de tierra es un paisaje habitual en la frontera colombo-venezolana,  la más caliente de América Latina. Algo parecido sucede con los  alimentos que el Estado distribuye a través de los Comités Locales  de Abastecimiento y Producción (CLAP) u ofrece subsidiados, que  son desviados del circuito oficial, trasladados a Colombia y vendidos  allí a un precio varias veces mayor. Esto obliga a los venezolanos  que viven en la frontera a cruzarla para comprar harina, aceite o  azúcar, lo que a su vez da como resultado que Colombia exporta a  Venezuela alimentos… venezolanos. 

La funcionalidad de la economía ilegal es evidente. Las expor taciones, sean estas de cocaína traída de Colombia, oro extraído  de las minas ilegales del Orinoco o combustible desviado de los  circuitos oficiales, garantizan un flujo de dólares que luego ingresa  en el mercado, alimentando de divisas a un país siempre sediento  de dólares.Además, cumple una función social, genera puestos de  trabajo en zonas desprovistas de actividades productivas, empleos  para personas con bajos niveles de capacitación que no encuentran  otros medios para sobrevivir. Sobre todo en los momentos más  difíciles de la crisis, la economía ilegal contribuyó a mantener una  actividad mínima en los lugares más apartados de Venezuela. 

Por supuesto, también es un problema. Además de los obvios perjuicios fiscales, la economía ilegal habilita todo tipo de abusos  y violaciones de los derechos humanos por parte de las bandas  criminales y de los militares y policías que en teoría deberían  controlarlas. Es una fuente de accidentes no declarados —no es difícil imaginar el riesgo que implica el tráfico desbocado de combustible— y un foco de nuevas-viejas enfermedades; en 2016, por  ejemplo, Venezuela registró 250.000 casos de malaria, casi la mitad  de los relevados en todo el continente americano, concentrados  en las zonas mineras, donde las lagunas artificiales y la ausencia de  controles facilitan la trasmisión del parásito. 

En una mirada más profunda, la expansión de la economía  ilegal es una muestra del colapso estructural del Estado venezolano.

Venezuela, ensayo sobre la descomposición es editado por Debate

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