“Las cosas que aprendí de grande”, un capítulo del nuevo libro de Rodrigo Manigot
Pantalla en negro
¿En qué libro Henry Miller escribió que el día en que la maestra dice a la clase que hubo una redacción que le gustó, separa una hoja del pilón y pronuncia nuestro nombre y apellido, sella nuestro destino de escritor? ¿Dónde lo dijo? Es increíble. Hace años quiero encontrar ese párrafo y todavía no pude ubicarlo. ¿Lo soñé? El mismo Miller también dijo en alguna de esas cinco novelas, que no sé por qué en su momento no subrayé, la trilogía Nexus, Sexus y Plexus, y los dos Trópicos, que de un libro, por más páginas que tenga, al final retenemos como mucho tres o cuatro ideas. Y no más.
Ya me acordé por qué no subrayaba los libros: Julio Quintas, un baterista que tocaba conmigo en los noventa, buen lector, cuando vio mi Rayuela de Cortázar toda manchada con un marcador flúor me miró a los ojos: Animal, los libros no se marcan.
Proust, otro autor que leí con devoción en esos años, escribió en un ensayo que no forma parte de En busca del tiempo perdido que cuando cerramos un libro, los personajes y la trama se disuelven, quedan entre las páginas; pero nunca olvidamos el momento ni el lugar en que lo leímos.
Entonces: sé cuando y donde leí eso de Miller que me dio en el centro: en mi departamento de la calle Pringles, en Barrio Aeronáutico, Ituzaingó, año 1997. Estaba de mañana en mi cuarto, leyendo en la cama con la persiana apenas levantada, y quedé con la vista congelada. Miller me había llevado a la tarde en que la maestra de quinto grado de la escuela 75, Liliana, una mujer joven y muy dulce, de pelo lacio castaño y anteojos con mucho aumento, de cristales verdosos, dijo: Voy a leerles una redacción que me encantó, y leyó Cardozo.
Cardozo era un relato mío inspirado en algo que contaron mis tíos Leandro y Ana. Habían sentido ruidos en el jardín y llamaron a la policía. Entraron dos canas. El de mayor rango daba las órdenes en voz alta en la galería mientras el otro movía su linterna en la oscuridad. Mi tía, desde la ventana en el primer piso, se acordó de un dato importante: pidió que tuvieran cuidado, que estaban cavando una zanja en el fondo. Entonces el oficial gritó: ¡Cardozo, tenga cuidado con la zanja! Y enseguida Ana se acordó de que en la casa de al lado había un león. Le avisó al policía, que preguntó: ¿Un león?, y se rio y gritó: ¡Oficial Cardozo, dicen que ande con cuidado, que parece que hay un león! ¡Guarda con el león, Cardozo!
Entonces, en medio de la noche, se oyó un rugido monstruoso: los policías corrieron a la calle. Al lado vivía el dueño del circo Real Madrid.
En la mañana fría de 1997 volvía a ver la luz en el aula construida a un costado del patio, un chorro blanco y oblicuo que resplandecía y nos lastimaba los ojos, volvían las risas de la clase, me vi cabizbajo en mi pupitre recibiendo las miradas de mis compañeros. Sentí que Miller me decía en voz baja: dale, largate a escribir.
Yo solo me animaba a las letras de canciones. Me había especializado en encastrar palabras a las melodías que componía en un inglés fonético, aproximado. Subrayaba frases en libros y las usaba de disparadores. O me las robaba. Una tarde, mi amigo Ale Knobel, compañero de la banda Los Mareados, cuando le mostré un tema nuevo y canté la frase: Pensar que andábamos tan cerca entonces/ como barcos en la noche/ que se cruzan sin saber, me frenó: ¡Ladrón, eso es de Carlos Fuentes! Me reí y dejé de cantar. Al final, los dos estábamos equivocados: en la novela Diana o la cazadora solitaria, el protagonista citaba ese verso, que en verdad era de Pessoa.
En esos años del Barrio Aeronáutico, además de Miller leería la poesía de Octavio Paz y todos los libros de García Márquez y de Carlos Fuentes, la literatura de Cortázar y de Borges y después pasaría a Onetti, Arlt, Rulfo, Pizarnik, Olga Orozco, Juan José Saer, Faulkner, Proust. Pero aún no me había dado por escribir. O peor: quería escribir pero, sin melodías de fondo, la hoja en blanco se ensanchaba y me paralizaba.
Algunos sábados sacaba hojas de una resma y me iba a lo de mi abuela Beba. Después de cenar, destapaba lo que quedaba del Valderrobles del almuerzo familiar, prendía la luz del living y me sentaba con mi Pilot negra. Era una puesta en escena. Lo de Beba quedaba en la calle principal de Castelar, a cuadras de la estación. La gente que pasaba caminando podía mirar hacia adentro y verme encorvado garabateando en soledad, concentrado frente a una hoja. Nunca me salió nada. Es más: escuchaba voces de chicas que se acercaban por la vereda y me arrimaba a la ventana. Me acurrucaba en el sofá Luis XV y espiaba de reojo por los agujeritos redondos del respaldo.
Algo parecido hacía los viernes en Tarzán. Elegía la mesa que daba al túnel, me pedía una Quilmes bock y trataba de escribir. Pero a los pocos vasos me dispersaba; al litro me atontaba. La ventana era un observatorio: de la boca del túnel salían decenas de personas. Me distraía mirando y trataba de detectar en la muchedumbre alguna chica conocida.
Aquel párrafo de Miller me animó a escribir.
Solo que el fantasma de la hoja en blanco pasó a ser el fantasma de la pantalla en negro. Mi prima Sole me había regalado una notebook que no andaba, y que nunca mandé a reparar. Me despertaba y preparaba el mate, me sentaba en el escritorio de mimbre, prendía la luz de la lámpara de pie. Abría la computadora y tocaba todos los botones. Me quedaba un rato largo frente al rectángulo negro, tomando un mate tras otro, esperando el milagro.
DM
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