Javier Milei se presenta como lo nuevo y lo contrario a la “casta política”, que viene de un fracaso económico tras otro en 40 años de democracia. Pero buena parte de su equipo se nutre del entorno de Domingo Cavallo, que fue el ministro de Economía de Carlos Menem (1991-1996) que derrotó la angustiante hiperinflación (en 1989 fue 4.923% y en 1990, 1.349%, diez veces más que ahora) y que en el mismo cargo pero con Fernando de la Rúa (2001) terminó de conducir al país a una desoladora megacrisis política, social y económica diez años después.
Dos de los tres principales asesores económicos que eligió el candidato presidencial libertario para hablar con el Fondo Monetario Internacional (FMI) apenas ganó las primarias son del entorno de Cavallo: Roque Fernández, que fue presidente del Banco Central mientras él era ministro de Menem y que después lo sucedió en el cargo hasta 1999; y Carlos Rodríguez, que fue jefe de asesores y después viceministro de Fernández entre 1996 y 1998.
El diario Ámbito Financiero lo llegó a apodar “Ronque” Fernández, no sólo por su tono soporífero sino porque por su supuesta inacción como ministro. Cavallo, que se fue del gobierno de Menem peleado con el entonces presidente, le puso en 1997 a su sucesor el mote con el que se hizo famoso, “piloto automático”: “Roque Fernández es como un piloto automático porque, como la economía está bien organizada y hay buenas reglas de juego, con tal de que él no cometa graves errores la economía va a andar bien”. Ni la economía estaba tan organizada ni terminó del mejor modo.
Fernández nació en Córdoba, como Cavallo, pero un año después, en 1947, hace 76 años. Contador, se doctoró en Economía en La Docta, como Cavallo, pero dos años después, en 1972. Entonces militaba en el Frente de Izquierda Popular (FIP), de Jorge Abelardo Ramos, mezcla de peronismo y marxismo. Pronto cambió. En 1975 se volvió a doctorar en la materia, pero en la Universidad de Chicago, la catedral del neoliberalismo, donde enseñaba uno de los máximos referentes de Milei, el Nobel Milton Friedman. “Es un interrogante por qué tantos trotskistas juveniles se transforman en añejos neoliberales e, incluso, en fascistas”, comenta el economista Jorge Gaggero, que integró el Plan Fénix, uno de los pocos grupos críticos de la receta de los 90.
En 1978, junto con Rodríguez y Pedro Pou, Fernández fundó el Centro de Estudios Macroeconómicos de Argentina (CEMA), que después devino en universidad UCEMA. Trabajó para el FMI y otros organismos internacionales y en febrero de 1991 asumió como presidente del Central. Cavallo acababa de renunciar como canciller una semana antes y asumiría un mes después como ministro de Economía para poner en marcha en abril de aquel año la convertibilidad, el uno a uno entre el dólar y el peso, es decir, el tipo de cambio fijo, de modo de terminar con la híper. “El Mingo”, como lo apodaban, era el superministro y Fernández le obedecía.
Con posterioridad a la entrada en vigencia de la convertibilidad, el entonces presidente del Central declaró la “independencia” de esa institución que Milei ahora quiere hacer desaparecer. Es decir, que dejaba de usarse la maquinita de imprimir billetes para financiar el gasto público. Se trataba en realidad de una redundancia porque la instauración misma del tipo de cambio fijo obligaba ya a cortar con la emisión monetaria. “Fue una declaración pour la galerie. Tiene sentido declarar la independencia cuando manejás las oferta monetaria y hay tipo de cambio flotante”, opina un integrante de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, que prefiere guardar el anonimato porque allí se sienta también Fernández. Si el peso se ataba a otra moneda como la norteamericana, el Central sólo podía limitarse a comprar o vender todo lo que el sector privado le pedía, a funcionar como una oficina de cambios porque ya no podía emitir.
La otra función que le quedaba al Central era la de supervisión del sistema bancario. En 1994 estallaría una crisis en México que provocaría el llamado “efecto tequila” en la Argentina y los otros países latinoamericanos que estaban adoptando reformas neoliberales en medio de un mundo en el que acaba de caer el comunismo. Fernández, bajo las órdenes del entonces ministro, evitó un colapso bancario liberando redescuentos a los bancos, pero 34 de ellos cerraron entre quiebras y fusiones. Algunos académicos valoran aquella actuación aunque la atribuyen a la audacia de Cavallo, pero Gaggero advierte contra esos rescates bancarios: “Se le endosaron mierdas privadas al Central, un pagadiós para los humildes de nuestro país”. En 2001, dos años después de que Fernández dejara el Palacio de Hacienda, Cavallo impuso el corralito a los depósitos bancarios ante el estallido del sistema financiero que no pudo frenar.
Atar el peso al dólar fue posible porque en 1989 Menem impuso el Plan Bonex, que le quitó a los depositantes bancarios sus ahorros a cambio de un bono; porque ese año y en 1990 se acumuló un alto superávit comercial a fuerza de la caída de la economía (-7,2% en 1989 y -2,5% en 1990), lo que derrumbó las importaciones; y porque en el verano de 1991 el dólar subió de 5.000 australes -la moneda de entonces- a 10.000, con lo que se licuó aún más la base monetaria y el poder de compra de la población. En abril de 1991, nació la convertibilidad: cada dólar equivaldría a 10.000 australes, que a su vez desde enero de 1992 se suplantarían por un peso. Para 1993 no quedaba nada de la híper: la inflación había bajado al 5% anual, la mitad que lo que se prevé sólo para este agosto.
Otra fuente de dólares para sostener el ingreso de divisas necesarios para que exista la convertibilidad fueron las privatizaciones generalizadas de empresas estatales, con las que se recaudó el equivalente al 9% del PBI. También comenzaron a llegar fuertes inversiones extranjeras, aunque más para comprar empresas que para radicar plantas nuevas. Cuando se acabó el grueso de las compañías públicas por vender, Menem y Cavallo recurrieron al endeudamiento externo para conseguir dólares. O sea, no le dieron más a la maquinita de imprimir billetes, pero tomaron préstamos, como hizo Ecuador tras la dolarización de 2000 y así acabó en dos defaults desde entonces. La deuda pública argentina se duplicó entre 1993, cuando equivalía a US$71.000 millones, y 2001, cuando llegó a 144.000 millones. En el periodo de Fernández subió de 88.000 millones en 1995 a 123.000 millones en 1999, casi un 40%. El ex ministro sostiene que en relación al PBI se mantuvo casi intacta, aunque en realidad subió del 34% al 44%. El problema era que el pasivo estaba en dólares y, cuando explotó la convertibilidad y la economía se hundió en 2002, el ratio se sinceró al alcanzar el 151%.
“A Roque Fernández se lo recuerda como el piloto automático porque se suponía que sin hacer nada la economía iba a ir bien, aflojó con las reformas de Cavallo, pero se financió con endeudamiento y las últimas privatizaciones”, recuerda Federico Poli, que fue jefe del Departamento de Economía de la Unión Industrial Argentina en los 90. De hecho, en la gestión del ministro Fernández se privatizaron eléctricas, empresas de agua, la gasífera bonaerense (hoy Naturgy BAN), el Banco Hipotecario y el 25% de YPF que aún quedaba en manos del Estado (la española Repsol compró el 99% de la petrolera en 1999) y se concesionaron los aeropuertos a Eduardo Eurnekian y el Correo a Franco Macri, padre de Mauricio.
Fernández también tuvo la mala suerte de que en sus tres años de ministro el dólar se apreciara en el mundo por la evolución de la economía de Estados Unidos, con lo que le fue quitando competitividad a la producción argentina, cada vez más cara medida en divisas. Es lo que puede suceder cuando uno ata el peso al dólar o dolariza. En 1997 se desató la crisis de los llamados “tigres” del ascendente sudeste asiático, que devaluaron sus monedas y provocaron una fuga de capitales de mercados emergentes como la Argentina por temor a un contagio.
Para evitar la infección, Fernández y su sucesor en el Central, Pou, subieron la tasa de interés hasta el 8%, pese a que la inflación era menos del 1%. Las pymes comenzaron a sufrir el ahogo para financiarse, el aparato productivo comenzó a resentirse. Mientras, los docentes que protestaban por su bajo salario instalaron la Carpa Blanca en frente del Congreso y la mantuvieron por casi tres años hasta fines de 1999, cuando De la Rúa asumió el poder y les aumentó. Es decir, mientras muchos argentinos viajaban al exterior y comprar artículos importados por la sobrevaloración del peso, otros ganaban poco y hacían paros o estaban desempleados y protestaban con un método que se inventó entonces, el piquete. En 1998 sobrevino la debacle de la Rusia poscomunista. A mediados de ese año, la economía argentina entró en una recesión, en 1999 cayó 3,4% y continuó bajando año tras año hasta transformarse en depresión en 2002. En total se perdió un quinto del PBI en cinco años.
En enero de 1999, Brasil, principal socio comercial de la Argentina, se contagió de Asia y Rusia, devaluó el real y los problemas se agravaron. La balanza comercial bilateral pasó del superávit al déficit. A partir de ese momento comenzaron tres años de huida de líneas de producción de territorio argentino al brasileño, con la consiguiente pérdida de empleos. Nestlé, Unilever, Zanella, Philips, Lheritier, DaimlerChrysler, Wella, Gillette, New Balance, Adams y Goodyear son algunas del centenar de empresas que mudaron instalaciones.
En mayo de 1999, Fernández recibió a jóvenes economistas, uno de ellos, Poli. “Nos dijo que en su cajón tenía un Plan B, pero nunca apareció”, recuerda quien hace poco fue representante argentino ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en el gobierno de Macri. “Después de la recuperación del efecto tequila, a Fernández le tocó la fase de descenso de la convertibilidad. Con la devaluación de Brasil comenzó la deslocalización de empresas, como ahora le está pasando a Uruguay por la apreciación del peso”, agrega Poli. El entonces ministro confiaba en el piloto automático, en que la economía se ajustaría sola. “Si a más largo plazo, se mantienen las diferencias de competitividad con Brasil, el sector real argentino deberá ajustarse a esa situación”, les dijo Fernández a aquellos jóvenes economistas, entre los que estaban Alfonso Prat-Gay, Nicolás Dujovne, Federico Sturzenegger y Horacio Rodríguez Larreta, entonces enrolado en el peronismo que promovía a Ramón “Palito” Ortega como presidente. “Eso pone en evidencia lo que pasa cuando dolarizás: no tenés ningún instrumento, la cosa funciona sola, con recesión y desocupación en aumento”, comenta un economista que por entonces dialogaba de vez en cuando con el ministro. Una vez, ante los empresarios de la UIA, Fernández dio uno de sus discursos monocordes para explicar por qué era importante abrir la economía. Sus interlocutores querían agarrarlo del cogote.
“Nos apreciamos con todo el mundo y nos hicieron pelota. Con la convertibilidad quedamos sobreendeudados y con atraso cambiario”, señala el académico antes citado. “Cuando se terminó el endeudamiento externo, nos fuimos al demonio. O sea, no nos sobreendeudemos ni atrasemos el tipo de cambio. Todo estas lecciones se aplican a la hipótesis de una dolarización. A diferencia del inicio de la convertibilidad, Milei ahora no tiene dólares de superávit comercial, ni nadie que lo quiera financiar. Si, como dicen, arman un fideicomiso para juntar dólares para dolarizar y ponen de garantía la deuda argentina actual, te vas a endeudar en US$100.000 millones dólares para conseguir 30.000 millones, sólo para conseguir un sistema de pagos”, advierte el prestigioso economista que pide anonimato.
En 1998, como parte del sueño de re-reelección de Menem, que requería una reforma constitucional adicional a la de 1994, el presidente y su ministro de Economía intentaron promover una dolarización. Es que la convertibilidad había bajado la inflación, pero no el riesgo país y entonces los intereses de la deuda se incrementaban hasta equivaler un tercio de las exportaciones. Sucede que los inversores internacionales temían que un día se quebrara el uno a uno y la deuda explotara, como sucedió. Cuando devaluó Brasil, ya dieron por muerta la convertibilidad. Menem y Fernández no lograron convencer al gobierno demócrata de Bill Clinton de que apoyara la dolarización. Tampoco a sus diputados, que debían aprobar la muerte del peso y a quienes reunieron en la Quinta de Olivos para persuadir. Entre ellos estaba Jorge Remes Lenicov, el principal asesor económico del entonces candidato presidencial Eduardo Duhalde, quienes hicieron campaña electoral prometiendo “cambiar la ecuación de precios relativos” -un eufemismo de devaluación al que recurrían porque nadie se atrevía a abjurar públicamente de la convertibilidad- y reestructuración de la deuda.
Curiosamente el postulante oficialista era el más crítico de la economía menemista. Pero en los comicios ganó De la Rúa y su economista José Luis Machinea, con un discurso anticorrupción, a favor de los maestros, con la promesa de mantener la convertibilidad y no defaultear. Para evitar tocar la deuda, Machinea como ministro de Economía vino con la receta de la flexibilización laboral y la suba de impuestos para mejorar a los docentes pero sobre todo para reducir el rojo fiscal, aunque agravó la recesión. Después, lo sucedieron Ricardo López Murphy, que duró 15 días, y Cavallo, ambos con la receta del ajuste del gasto. Como no se podían emitir pesos y las provincias carecían de fondos para pagar sueldos, crearon los patacones y las demás cuasimonedas. Así terminó todo: a fines de 2001 y principios de 2002 hubo corralito, pesificación de depósitos, saqueos, cinco presidentes en una semana, default, devaluación, más pobreza y desnutrición.
La convertibilidad terminó con la insoportable hiperinflación que dejó Raúl Alfonsín, cuando los precios se remarcaban varias veces por día y también reinaban el saqueo y la indigencia. En 1996, cuando asume Fernández como ministro, ya era de apenas 0,1% anual. En 1999, con la recesión por el efecto caipirnha, ya no había más inflación pero sí otra enfermedad grave, la deflación, los precios cayeron 1,8% porque la actividad se hundía. Es que la inflación no es el único problema de una economía. El desempleo, que era de sólo 6% en la híper, trepó al 18% por el efecto tequila en 1995, bajó al 14% en 1999, pero repuntó el 21% en 2002. La pobreza, que abatió al 58% de los argentinos con la híper de Alfonsín, bajó a la mitad, el 27%, en 1994, gracias a la convertibilidad, pero desde el efecto tequila en adelante subió hasta el 40% en 1999, cuando finalizó el gobierno de Menem y Fernández, y hasta el 65% cuando explotó la megacrisis en 2002.
AR/DTC