Entre las arbitrarias unidades en que acabaron fraccionándose los Reinos de Indias cuando las tropas criollas sellaron con triunfos militares sus guerras contra las fuerzas leales a España, el Perú fue la más renuente a una emancipación cuyas exigencias y urgencia tardaban en imponérsele como justas y necesarias. En la hoy bicentenaria república liberal que devino el antiguo virreinato español, no se ha perdido la capacidad de asombro o resistencia ante cambios o giros. Tanto mayor es el desasosiego que las noticias infunden a quienes las reciben como un revés de la fortuna cuando antes no prefiguraron los hechos ahora consumados, ni después se explican o retratan la configuración de las fuerzas sociales que alentaron un indeseado progreso de los acontecimientos. El mismo miércoles 28 de julio, coincidieron en Lima la caducidad y el porvenir sin fecha de vencimiento declarada: el festejo del año 200 republicano y la inauguración del año 0 del gobierno del primer presidente campesino que dotará al país diverso de una nueva Constitución y de un mejor futuro. Con estas palabras se definió y así lo anunció Pedro Castillo en su discurso de asunción.
Desde antes de las elecciones generales peruanas del 11 de abril, cuando 18 candidaturas se habían disputado en primera vuelta la presidencia, el asombro y el desconcierto, y demasiadas veces la desazón, de la opinión pública que se trasluce en los medios, nacionales pero también internacionales, y del arco opositor, no ha dejado de crecer. Gastan toda la indignación en los hechos, y nada les queda como para indignarse, ni un poco, de la incomprensión de esos hechos (que, clásicamente, está en el origen de la historia).
En abril, el electorado y la sociedad peruana lucían tan fragmentados como los partidos y los liderazgos. Si quienes pedían el voto podían decir que en efecto representaban a aquellos sectores cuyo voto solicitaban, esto se fundaba sobre la pareja y correlativa atomización de candidaturas y grupos e intereses. En un cuadro percibido como de dispersión y desorden, ni había fórmulas presidenciales que encabezaran la intención de voto más allá del 10%, ni votantes que se encolumnaran para prestar un apoyo masivo o determinante a fórmulas lo suficientemente mayoritarias como para distanciarse de las siguientes.
Ante la falta de formaciones políticas idóneas, o siquiera voluntariosamente dedicadas a emprender el proceso de cambio necesario para limitar las heridas de desigualdad, que había aumentado durante la década de crecimiento económico del Perú, y se había manifestado más dolorosamente durante la pandemia, el electorado demandaba lo que le ofrecían: candidatos que fueran gestores en Lima y mediadores en el Congreso de sus propios intereses particulares, regionales, laborales o locales. La candidatura del ex maestro y ex gremialista docente Pedro Castillo empezó a destacarse por su capacidad de representar demandas más amplias y al tiempo más concentradas en la lucha contra la pobreza y mostrarse más dispuesto a emplear los instrumentos del igualitarismo, el soberanismo nacional, el poder del Estado, para cumplir con esos fines.
No sólo ganó en primera vuelta Perú Libre, el partido “marxista-leninista-mariateguista” fundado en 2008 a 3248 msnm en la sierra andina, acusado de connivencias y reivindicaciones de Sendero Luminoso y de enamoradiza simpatía con Cuba y Venezuela, sino que después el 6 de junio ganó el balotaje contra Fuerza Popular de Keiko Fujimori. Sólo unos días antes de la jura presidencial fue declarada la victoria electoral de Pedro Castillo por las autoridades judiciales: tantos habían sido los recursos interpuestos por la candidata derrotada.
La hija y heredera del presidente Alberto Fujimori sigue escéptica (e indignada) ante los dictámenes desfavorables de la Justicia peruana, que además coinciden con los de observadores independientes, y de la UE y EEUU. Porque son esos números los que para ella resultan inexplicables: no son la solución del enigma, son el enigma que hay que explicar, y sólo la desmentida sería una solución al problema. Lo que para las autoridades electorales es la respuesta, para la rival derechista populista de Castillo sigue siendo la cuestión: que la hija de Alberto Fujimori, autor intelectual de la Constitución Política del Estado de 1993 hoy en vigencia, haya perdido la elección presidencial (la tercera que pierde en su vida). No basta con repetir incansablemente, dice, que 44 mil votantes figuran en las actas votando por su enemigo y no por ella. Lo que hay que explicar es por qué esos votos, los pocos que la separaron del triunfo, estén inscritos ahí en esas actas adversarias y no en las de ella. Desde la prensa del statu quo no han dejado de sugerirle -pero tampoco esto le interesa oír- que cualquier otro candidato de derecha, salvo la hija de la “fujicracia”, le habría ganado a Castillo.
En su discurso de asunción en el Congreso, con su típico sombrero de paja de ala ancha, Pedro Castillo prometió hacer cambios radicales en el país, rindió homenaje a los pueblos indígenas y los maestros de Perú y prometió combatir la corrupción, controlar los monopolios e impulsar el gasto público en educación y salud. El ex líder sindical de 51 años enfrentará enormes desafíos mientras Perú combate contra el brote de Covid-19 más letal del mundo y lucha con las tensiones dentro de su partido de izquierda Perú Libre y enfrenta un débil apoyo del Congreso en una nación dividida. Su primera prioridad como presidente sería, dijo, combatir la pandemia Covid-19, que ha matado a más de 196.000 peruanos y ha dejado huérfanos a uno de cada 100 niños, según un estudio de The Lancet.
En entre los primeros y respetuosos saludos del discurso que leyó el ex maestro hoy presidente Castillo se contaba su majestad real, el Rey de España, Felipe VI, el monarca Borbón que extendía sus largas piernas en la primera fila de la ceremonia. En Plagas y Pueblos (1976), libro clásico de un historiador clásico -clásico porque se lo enseñaba en clase-, William McNeill sostiene que la conquista de los pueblos de México y América por los invasores españoles sólo se explica por una pandemia. O mejor dicho, por los desfasajes de una pandemia. Los españoles transmitían la viruela, una enfermedad para la cual ellos ya habían adquirido inmunidad. La asimetría, la desigualdad, multiplicaban las muertes indias y preservaba a los blancos. A Pedro Castillo entregaron sus votantes la esperanza en un gobierno que sepa cómo moverse en un mundo donde los inmunizados son los otros.
AGB