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QUÉ ESCUCHAR

A través del espejo

Savina Yannatou

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Qué se escucha en las redes. Por un lado, se sabe todo. Quién, cuánto y cómo. Qué cantidad de minutos (o de segundos). Qué escuchará después quien acaba de escuchar determinada canción. Una profecía que, obviamente, tiende a autorrealizarse. Porque los algoritmos, al fin y al cabo, son como espejos. Y los espejos siempre deforman un poco, pero acaban diciéndole a quien se mira cómo es su verdadera imagen. La IA recomienda algo parecido a lo que ya se ha consumido y quien sigue sus recomendaciones acaba pareciéndose a ese parecido. Pero, en rigor, nada se sabe. O, para decirlo de una manera más clara, nada se sabe sobre el otro. O lo otro. Sólo se escuchan variantes de lo que ya se ha oído.

Las recomendaciones siempre modelaron los gustos. Pero los tiempos del Imperio Spotify trajeron cambios. Antes, un amigo, una novia, el comentario en un diario o una revista, llevaban a incorporar cosas nuevas, a asombrarse, a rechazarlas, a discutirlas o a enamorarse de ellas. No todo tiempo pasado fue mejor pero, ahora, es uno, mediante la colaboración de una máquina, quien se recomienda a sí mismo. Todo muy especular. O masturbatorio. La cultura, como siempre, se abrirá camino, probablemente. Pero le llevara trabajo.

El contacto con lo diferente siempre fue el motor principal. Marineros y mercaderes que cantaban y aprendían canciones, que las transformaban, voluntariamente o no, que llevaban instrumentos de un confín a otro, pueblos que migraban con sus costumbres a cuestas y, mucho después, el disco y la radio, son los responsables de que hoy no se baile ni se cante ni se festeje o se lamente o, simplemente, se escuche a secas, alrededor de una fogata o en una sala de conciertos, con los mismos sonidos que en las viejas y buenas cavernas. Lo que nadie sabe todavía es cómo será la cultura cuando todos sólo puedan escucharse a sí mismos.

Se habla, y se inquiere bastante, acerca de qué escuchan los jóvenes. La pregunta posiblemente debería ser otra: de qué manera escuchan. Y, por supuesto, para qué escuchan. Es obvio que quienes en el pasado disfrutaban con un tema de Pink Floyd que duraba todo un lado de un disco, con una sonata de Johannes Brahms o una larga e intrincada improvisación colectiva de jazz buscaba algo diferente que quien encontraba placer en una canción festiva de Palito Ortega. Las diferentes músicas no eran sólo distintas formas de “combinar sonidos” –para tomar la clásica y errónea definición– sino distintas maneras de satisfacer distintas necesidades y diferentes funcionalidades. La música, finalmente, siempre fue el menos universal de los lenguajes. Para un encuestador, uno y sus vecinos son lo mismo. Consumen lo mismo. Tienen el mismo poder adquisitivo. Se visten más o menos de la misma manera. Pero escuchan músicas distintas –y seguramente lo hacen porque escuchan de manera diferente–. Basta una prueba. Casi todos, irremediablemente, odian la música que escuchan sus vecinos.

Dos recientes –y excelentes– artículos publicados en este diario por Tamara Tenembaum rondan cuestiones que, lateralmente, atañen a la escucha musical y que, también lateralmente, se relacionan con una vieja publicidad gráfica y con una observación del ensayista Alex Ross, el crítico musical de The New Yorker y autor de The rest is noise. En uno de ellos, Tenembaum reflexiona acerca de una novela de Jonathan Franzen, Las correcciones, y, a partir de allí, sobre la vejez, las relaciones familiares, y la necesidad de los padres de tratar a sus hijos ya adultos como si aún fueran necesarios para ellos y no lo contrario. Hay algo allí sobre quienes no quieren –o no pueden– dejar de pensarse como jóvenes y que se relaciona con su ensayo de una semana después, donde piensa alrededor de lo que se piensa –y se dice– de la serie Adolescencia. Y, al pasar, realiza una observación brillante. Quienes hacen el film, innegablemente adultos, al pensar en los padres piensan en los suyos y no en sí mismos.

La antigua publicidad rezaba: “A tu viejo le gusta el tango. A vos te gusta el rock. Júntense hoy para escuchar a la Mississippi”. Más allá de la incomprobable taxonomía que ponía a una banda argentina de blues en la improbable intersección entre el tango y el rock, aquel slogan estaba en la misma frecuencia de lo que señalaba Tenembaum. Padres incapaces de verse como otra cosa que hijos. El “tu viejo” debería haberse referido a los propios redactores de la publicidad, personas, casi con certeza, de entre 30 y 45 años. Ross, por su parte, observa, en el ensayo que abre el volumen Escucha esto, la inversión de la relación entre las edades de los artistas y su público en el mundo del pop/rock y en el de la música clásica. Músicos mucho más grandes que quienes los escuchan en el primero (con casos como el de los Rolling Stones, donde ya no serían sus padres sino sus abuelos, o hasta sus bisabuelos); músicos jovencísimos –violinistas, pianistas e incluso directores de orquesta que apenas han dejado la adolescencia– con audiencias cuyo promedio de edad supera ampliamente los cincuenta. Y nuevamente la pregunta, qué es lo que escuchan (y cómo lo escuchan) ellos en las redes. Una pregunta –o una serie de preguntas– que, para alguien que escribe en un diario una columna llamada “Qué escuchar”, resulta inevitable.

Mientras escribo esto, y sin saber aún con exactitud adónde llegaré, pienso en las músicas que estuve escuchando esta semana, en las maneras en que lo hice, y en el escaso interés que eso podría tener para los lectores. Un gran pianista francés, Jean-Effalm Bavouzet, había grabado hace 22 años, a los 40, la obra completa para piano de Maurice Ravel. Y ahora volvió a hacerlo. ¿Simple cuestión de mercado o la posibilidad –y la necesidad– de decir algo nuevo sobre algo ya vivido con anterioridad? Tres notables discos de jazz publicados el último mes, incluyen mujeres saxofonistas, un fenómeno que, con la excepción de Jane Ira Bloom, resulta absolutamente nuevo para el género. En Lotus Flowers, junto al pianista Bruno Angelini, tocan Angelica Niescier y Sakina Abdou; Big Visit es un dúo de la británica Emma Rawicz con el pianista Gwilym Simcock; en Radio Paradise, del pianista Yaron Herman, tocan Maria Grand y Alexandra Grimal. Una nueva versión de la Misa en si menor, a cargo del grupo Pygmalion, dirigido por Raphaël Pichon, espectacular pero que no termina de convencerme, me lleva a escuchar nuevamente otras, a comparar cantantes y pasajes y a volver a deslumbrarme con la intensa intimidad de la de Concerto Copenhagen, con la dirección de Lars Ulrik Mortensen, y con la voz del contratenor Alex Potter y el extraordinario fraseo de Antoine Torunccyk en el aria “Qui Sedes”.

La cuestión del otro y las culturas me llevó a pensar en el antiguo Meditarráneo, en Thessaloniki, donde conviven los Hammam turcos, las iglesias bizantinas, le herencia sefardí y el mundo portuario del rebétiko, las canciones de los 30 y los 40 que todavía hoy allí conoce y canta todo el mundo, y en Watersong, el nuevo disco del grupo Primavera en Salónico (el nombre sefardí de Thessaloniki), que conduce la cantante y estudiosa Savina Yannatou. ¿A cuántos les interesará algo de todo esto? ¿Cuántos y cuánto escucharán en la red y entre las redes de los algoritmos? No se sabe. Yo no lo sé. Apenas dejo una mesa, servida, como es costumbre en Grecia, con infinidad de platos. Cada uno tomará de allí lo que desee. Repetirá si le viene en gana. O, simplemente, pasará de largo.

DF/MF

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