Por qué el centrismo es un sesgo traicionero que favorece un “statu quo” injusto
La idea de que toda inclinación ideológica es una desviación desde un centro neutral es una idea tendenciosa en sí misma que impide que los analistas, los periodistas, los políticos y muchas otras personas reconozcan algunos de los prejuicios y conjeturas más desagradables y de mayor impacto de nuestros tiempos.
Pienso en esta idea tendenciosa, que insiste en que el centro no es tendencioso, no tiene intenciones ocultas, prejuicios ni interpretaciones erróneas y destructivas, como el sesgo del statu quo. Por debajo subyace la creencia de que la cosas están bien como están, que hay que confiar en la gente en posiciones de poder porque el poder otorga legitimidad, que aquellos que quieren cambios radicales son violentos, desafiantes o poco razonables, y que todos deberíamos llevarnos bien sin prestar atención a los muertos en el armario o la suciedad escondida debajo de la alfombra. Este sesgo pertenece mayormente a personas para quienes el sistema funciona y perjudica a aquellas para quienes no funciona.
El ejemplo del Capitolio
El otro día leí un tuit que decía que el Servicio Secreto y la policía del Capitolio de Estados Unidos deben de haber sido cómplices o incompetentes si no anticiparon la insurrección del 6 de enero. Quien lo escribió no parece tener en cuenta una tercera opción: que el Servicio Secreto fue incapaz de ver más allá del supuesto de que los hombres blancos conservadores de mediana edad no representan una amenaza para la democracia ni para el Estado de derecho, que los funcionarios electos en posiciones de poder no estaban agitando un levantamiento o algo peor, que el peligro lo personifican los de fuera o los otros.
Hace una década, cuando viajé al norte de Japón por el primer aniversario del gran terremoto y tsunami de 2011, me dijeron que la enorme ola de agua negra de más de 30 metros de altura era una visión tan inconcebible que algunas personas no lograban darse cuenta del peligro que suponía. Otras pensaban que aquel tsunami no sería mayor que otros que recordaban y no se pusieron lo suficiente a resguardo. Mucha gente murió por no poder ver algo que no anticipaban.
A la gente le cuesta reconocer cosas que no encajan en su visión del mundo, razón por la cual aquellos en el poder no han respondido adecuadamente a décadas de terrorismo perpetrado por hombres blancos, asesinatos motivados por la negación de los derechos reproductivos, la violencia racial en iglesias, mezquitas, sinagogas y otros sitios, la homofobia y la transfobia, la violencia machista a niveles pandémicos que yace detrás de muchos tiroteos masivos, ataques a ecologistas, y la ideología de supremacía blanca dentro de la policía y las fuerzas armadas.
Este año por fin el fiscal General de Estados Unidos, Merrick Garland, llamó a este tipo de terrorismo por su verdadero nombre y lo identificó como “la amenaza más peligrosa contra nuestra democracia”. El supuesto inamovible siempre ha sido que el delito y los problemas vienen de fuera, de “ellos”, no de “nosotros”. Por eso, el verano pasado las protestas del movimiento Black Lives Matter eran constantemente retratadas por conservadores y a veces por los grandes medios como mucho más violentas y destructivas de lo que en verdad eran. Y por eso, la derecha lo ha tenido muy fácil a la hora de demonizar a los inmigrantes.
A menudo la violencia y la destrucción que tuvo lugar en o alrededor de las protestas de Black Lives Matter fue generada por la derecha. Esto incluye el asesinato de un guardia de seguridad de un tribunal federal en Oakland, supuestamente a manos de un sargento de la fuerza aérea miembro del movimiento de extrema derecha Boogaloo, mientras había una protesta de BLM cerca de allí. También incluye algunos incendios provocados en Minneapolis poco después del asesinato de George Floyd y los ataques a quienes protestaban. El periódico USA Today contabilizó 104 ataques perpetrados en coches contra una multitud, muchos de ellos motivados aparentemente por razones políticas.
No debemos aspirar a un estado apolítico, no existe
Nadie ha estado más enamorado del statu quo que el consejo editorial del New York Times, que hace poco publicó un editorial calificando de traspié que “los organizadores de la Marcha del Orgullo de la ciudad redujeran la presencia de agentes de seguridad durante la celebración, llegando incluso a prohibir que policías uniformados y guardias de cárceles marchen en grupo hasta al menos el 2025”. Encontraron una lesbiana de color que además es policía y se enfocaron en que esta persona se sentía “destrozada”, en lugar de ver la lógica detrás de la decisión. La Marcha del Orgullo celebra la revuelta de Stonewall en 1969 contra la enquistada violencia policial y la criminalización de las diversidades.
De ninguna forma se les prohíbe a los agentes de policía el participar sin su uniforme, si así lo desearan, pero eso no es suficiente para estos editorialistas del “por qué no podemos llevarnos todos bien”, que además escribieron: “Sin embargo, prohibir que los agentes miembros de la comunidad LGBTQ marchen es una respuesta politizada y no es digna de la importante búsqueda de justicia para aquellos perseguidos por la policía”. Dan ganas de gritar que toda la Marcha es política porque la persecución y la desigualdad han hecho que ser LGBTQ sea político, y la decisión de incluir a la policía no sería menos político que excluirla.
¿Y quién decide qué es digno de quién? La idea de que existe un estado mágicamente apolítico al que todos deberíamos aspirar es la clave de este sesgo y de por qué se niega a reconocerse como un sesgo. Esta posición cree que habla desde un territorio neutral, y por eso siempre describe un paisaje de montañas y abismos como un estado de igualdad de condiciones.
La incapacidad del sistema de reconocer la violencia machista
Me he encontrado este sesgo a favor del statu quo una y otra vez en forma de violencia machista, especialmente cuando existe un rechazo o incapacidad de reconocer que un hombre de gran reputación, como un referente del cine o un deportista de élite, puede además ser un criminal despiadado.
Aquellas personas que no pueden creer las acusaciones, sin importar cuán creíbles sean, a menudo las rechazan o culpan a la víctima (o peor: denunciar una violación suele terminar en amenazas de muerte u otras formas de acoso e intimidación que buscan ocultar una verdad incómoda). A la sociedad le falla mucho la imaginación a la hora de comprender que ese tipo de predadores no tratan igual en secreto a sus víctimas de menor estatus que a sus pares en público, y esa falta de imaginación niega la existencia de esa desigualdad incluso cuando la está perpetuando.
Este fallo nace de un excesivo respeto hacia los poderosos. Y aquí pienso en todos los tontos que descubrían una y otra vez “el momento en que Trump se convirtió en una figura presidenciable”, sin poder comprender que su incompetencia era tan indeleble como su corrupción y su malicia, quizás porque extendían inexorablemente el respeto por las instituciones al estafador que irrumpió en ellas.
El sesgo centrista es un sesgo institucional, y todas nuestras instituciones históricamente han perpetuado la desigualdad. Reconocer esto significa deslegitimarlas. Negarlo es pretender estar en misa y repicando: considerarse del lado de los buenos y a la vez insistir en que no es necesario ningún cambio radical. Una persona de extrema derecha puede celebrar o perpetuar el racismo, la brutalidad policial o la cultura de la violación; una persona moderada le resta importancia al impacto de estas cuestiones, ya sea en el pasado o en el presente.
Reconocer la omnipresencia del abuso sexual significa tener que escuchar a niñas y niños, así como a mujeres y hombres, tanto subordinados como jefes: significa darles la vuelta a las antiguas jerarquías sobre a quiénes hay que escuchar y en quiénes hay que confiar, romper los silencios que protegen la legitimidad del statu quo. Más de 95.000 personas han presentado denuncias por abuso sexual contra los Boy Scouts de Estados Unidos: lo que hizo falta para que todos esos niños se callaran mientras sucedían esos cientos de miles de abusos fue una total renuencia a escuchar y a romper la confianza en una institución que tenía un importante rol dentro del statu quo (y en muchas formas representaba un sistema de adoctrinamiento para el statu quo).
Me he encontrado este sesgo a favor del statu quo una y otra vez en forma de violencia machista, especialmente cuando existe un rechazo o incapacidad de reconocer que un hombre de gran reputación puede además ser un criminal despiadado.
Los centristas prefieren “orden” antes que justicia
Antes de la Guerra de Secesión estadounidense, los centristas no mostraban interés o directamente se oponían a poner fin a la esclavitud en Estados Unidos, y luego en las décadas previas a 1920 se oponían al sufragio femenino. En su momento, el movimiento por los derechos civiles no fue ni de cerca tan popular como piensan los moderados a los que les gustan las frases más correctas de Martin Luther King Jr. Es bien sabido que el propio King dijo: “Casi he llegado a la penosa conclusión de que el mayor escollo para los negros en su lucha por la libertad no es el Consejo de Ciudadanos Blancos ni el Ku Klux Klan, sino el blanco moderado, que gusta más del 'orden' que de la justicia, que prefiere una paz negativa -que es la ausencia de tensión- a una paz positiva -que es la presencia de justicia…”
Como remarca King, el statu quo siempre está cambiando, y los centristas a menudo se resisten a cambios que expanden derechos y justicia, pero son más benevolentes en relación a los esfuerzos de la derecha para restringir esos derechos en pos de mayor desigualdad y más autoritarismo.
Un estudio reciente parece contener los mismos sesgos, al asegurar: “Hemos medido la actividad cerebral de personas muy comprometidas con un alineamiento partidista mientras miraban imágenes de vídeos políticos reales. Aunque todos los participantes miraron los mismos vídeos, las respuestas cerebrales variaron entre las personas progresistas y las conservadoras, reflejando diferencias en la interpretación subjetiva de las imágenes. Esta percepción polarizada se vio exacerbada por un rasgo de personalidad: la intolerancia a la incertidumbre”.
Esta investigación parece dar por sentado que muchas personas ubicadas en cada extremo del espectro tienen creencias muy fuertes y no toleran la incertidumbre pero ¿quién es más intolerante de la incertidumbre que aquellos que quieren creer que las autoridades son confiables, que no hay que sacar los secretos a la luz y que el cambio urgente es indeseable?
La derecha y la izquierda no son simétricamente opuestas
Otra falacia de la posición de centro es que la derecha y la izquierda son simétricamente opuestas. La violencia de izquierdas fue principalmente un experimento fallido que se esfumó en los años 70. Además, en los últimos años las voces más potentes de la izquierda han dicho verdades importantes, mientras que las voces de derechas han proclamado mentiras para argumentar contra los derechos humanos más básicos. Un ejemplo obvio son todas las falsedades sobre el aborto utilizadas para justificar los intentos por prohibirlo.
Otro ejemplo es la conversación sobre la crisis climática. Los científicos y los activistas llevan mucho tiempo afirmando que estamos en una situación extrema que requiere un cambio profundo. Sin embargo, se pinta el reclamo por un cambio como una posición extremista, en lugar de como la respuesta necesaria a una crisis planetaria urgente. Del lado de la derecha, el pedido ha sido por la inacción y el rechazo a la ciencia. Esta semana, la Agencia Internacional de la Energía se sumó con retraso al reclamo que los grupos de lucha por el medioambiente llevan haciendo desde hace años: poner fin a la exploración y extracción de combustibles fósiles, un giro enorme que ahora se reconoce como razonable y necesario para preservar la vida en el planeta.
¿Fue radical entonces estar en lo cierto demasiado pronto? Lo que muchas veces se considera de izquierdas es en realidad llevar la delantera en lo que respecta a los derechos humanos y la justicia medioambiental. La derecha a menudo niega la existencia del problema, ya sean pesticidas, desechos tóxicos, violencia machista o abuso infantil. No existe la simetría. Muchas posiciones que actualmente son consideradas moderadas -o de centro- hace no tanto fueron vistas como radicales, como cuando en Estados Unidos se apoyaba la segregación racial, estaban prohibidos los matrimonios interraciales y luego los matrimonios de personas del mismo sexo, se les impedía a las mujeres y a las personas LGBTQ llegar a ciertas posiciones de poder y se excluía a las personas con alguna discapacidad de casi todos los espacios. El centro tiene sesgo y esos sesgos importan.
Rebecca Solnit es columnista del Guardian y la autora de Los hombres me explican cosas. Su libro más reciente en español es La madre de todas las preguntas.
Traducido por Lucía Balducci para elDiario.es
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