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ELECCIONES EN VENEZUELA 2024
Análisis

Unos resultados desconocidos pero no irreconocibles

Un elector introduce en una urna el certificado de su votación electrónica en la capital venezolana de Caracas. A las 6.00 de la mañana del domingo 28 de julio de 2024 comenzó formalmente el proceso electoral para elegir al presidente de la República Bolivariana que ejercerá su mandato durante el periodo 2025-2031.
29 de julio de 2024 10:41 h

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A lo largo de la larga jornada electoral del último domingo de julio, la lideresa de la oposición venezolana María Corina Machado manifestó una y otra vez a los medios, en sucesivas, generosas y ansiosas conferencias de prensa, su impaciencia por conocer cuanto antes el triunfo de la democracia. Encareció a las FFAA y a las autoridades electorales civiles celeridad, eficacia, atención y transparencia en el conteo de los votos y en la comunicación de los resultados una vez concluido el escrutinio. En las más de seis horas transcurridas desde el cierre de las mesas de votación que habían abierto a las 6.00 de la mañana, insistió por radio, televisión y twitter que había atinado en pedir que el Consejo Nacional Electoral (CNE) se condujera guiado por aquellos principios que brillaron por su ausencia en una actuación poco profesional y antipatriótica. Una profecía autorrealizada, cuando la del tsunami de repudio no se había materializado.

Después de que el triunfo oficialista fuera informado al fin por la CNE, la oposición nacional e internacional (siete países, incluido EEUU) pidió un recuento leal y límpido del voto. China, Rusia y Cuba felicitaron a Nicolás Maduro como indubitable vencedor de una nueva reelección a la presidencia. Aun si el recuento acerca voto a voto al de momento derrotado Edmundo González con el presidente Maduro, aun si –dando por ocurrido un error o incluso un fraude– la posición se revirtiera entre el primero y el segundo, el fin del chavismo, derrumbado por las urnas por un país harto de 25 años de socialismo del siglo XXI, recesión, empobrecimiento, estatismo y autoritarismo, no se habría producido y acaso ni siquiera aproximado. Sería la segunda mayoría, si dejara de ser la primera. Una alternancia en el poder entre un partido que sigue unido y un conjunto de fuerzas que tardaron en unirse. La imagen de una transición de la dictadura a la democracia luciría más problemática que antes como representación del poder venezolano y de las expectativas del electorado que votó en el territorio de la República.

Elegir la corona del rey o la palma del martirio

En una demorada pero escueta presentación pública de medianoche Elvis Amoroso, presidente del CNE, informó que escrutado el 80% de los votos emitidos del domingo, el ganador con 51,20 puntos porcentuales era el único entre diez candidatos presidenciales que habían disputado el mandato del pueblo para gobernar la República Bolivariana durante el próximo sexenio que no había peleado por una elección sino por una reelección. Nicolás Maduro había sido elegido presidente por tercera vez en su biografía política de sucesor y heredero de Hugo Chávez.

En segundo lugar y a 7 puntos de distancia por debajo, seguía Edmundo González, que encabezaba la lista de la mayor coalición derechista opositora, con 44 puntos porcentuales. A las preferencias por el cambio había faltado el volumen y el peso augurados por la mayoría de las encuestas de intención de voto anteriores previas a la votación y al menos la mitad de los sondeos a boca de urna después de la votación.

En sucesivas declaraciones, Machado reiteró el pedido de moderación y paciencia a sus partidarios, que daban pruebas de contenida morigeración que el ejemplo que ella ofrecía. Con otras voces opositoras, y aun la del propio candidato presidencial, pidió que se esperara al anuncio oficial de los resultados antes de festejar su triunfo o impugnar su derrota. Insistieron en que contaban con todos los elementos que permitían el mayor de los optimismos para su causa. Que podían creer, con una fe que ya nada nublaría, en que pronto había de iniciarse la irrevocable transición democrática. En que caería la dictadura. En que todos y todas podrían vivir en libertad y expresar abiertamente lo que pensaban sin censura ni limitaciones. Nunca sostuvieron, en cambio, que les constara que su entusiasmo democrático hubiera sido tan contagioso como para desencadenar esa ola incontenible de votos repudio en la que no muchas horas antes todavía creían. No insinuaron que un tsunami liberal en movimiento aprontaba su curso para derribar al oficialista Niclolás Maduro. Para abrirle a Edmundo González las puertas del Palacio de Miraflores que por un cuarto de siglo estuvieron cerradas para la oposición y viabilizar que Venezuela fuera gobernada por la derecha durante los próximos seis años.

Unos resultados desconocidos pero no irreconocibles

Los resultados tardaron mucho en llegar. La oposición ejercerá su pleno derecho a exigir información e investigación exhaustivas. La coalición electoral de derechas venezolana desconoció los números de la derrota que le endilga el CNE chavista (destacando que la máxima autoridad electoral del país es una persona que en su juventud fue ya amiga de la segunda esposa de Maduro) y concluyó que la única hipótesis con la suficiente profundidad explicativa como para entender este nuevo sometimiento de la democracia despreciada es el fraude cometido por el régimen de Maduro para mantener al tirano en el poder. Es la hora más difícil, en la que no hay que claudicar. Cualquier desfallecimiento, cualquier atenuante para el fraude como resorte de los hechos y las cifras puede ser fatal para el futuro de la ex candidata Machado y el candidato González.

A la denuncia de fraude la oposición sumó otra contra el oficialismo. El gobierno de Maduro habría obstaculizado al extremo el voto de casi 8 millones de migrantes. La diplomacia chavista habría establecido muchos y muy onerosos requisitos para poder votar desde el extranjero en las sedes consulares venezolanas. Y era entre la migración de Venezuela donde la intención de voto opositora sobrevolaba a mucha distancia por encima de las restantes en las encuestas.

Cada vez más, entre las democracias occidentales, en la última década y media, se estrecha el repertorio de conductas seguidas por los partidos políticos al momento de oír resultados desfavorables. A pesar de que estas adversidades les sean comunicadas a los liderazgos políticos por autoridades electorales nacionales cada vez más técnicas. Que llegan a determinar tendencias y victorias por medios cada vez más inalterables y menos modificables por desperfectos mecánicos involuntarios o imprevistos, o por una voluntad que busque alterarlos en fraudulento provecho propio. Cada vez son más los candidatos que anuncian antes de una cita electoral que esta sólo se resolverá entre dos nítidas posibilidades antitéticas y excluyentes. Que venzan la democracia, la verdad, la libertad, la patria (es decir, que venzan ellos). O que las fuerzas del bien y del cielo sean vencidas por la autocracia, el fraude y la manipulación electoral, la mentira, las noticias falsas y la intervención inicua de potencias extranjeras (es decir, que sus rivales, que no merecen gobernar, les han arrebatado el poder del Estado que no pueden ganar legítimamente por elecciones limpias porque si son limpias no las pueden ganar los sucios).

Con independencia de los grados de razón que la asistan, el comportamiento de la oposición venezolana es indistinguible del de Donald Trump cuando el presidente republicano vio frustrada su reelección en 2020 por su contrincante demócrata Joe Biden. La exhortación a los militantes de Machado para queno regresaran a sus casas después de sufragar, que hicieran acto de presencia contigua --para la que no hay condiciones de seguridad- al lado de quienes contaban los votos replica los pedidos de Trump en Arizona y en otros estados que no lo habían aclamado como él esperaba. Aun hoy declara que las elecciones le fueron robadas. Y no reconoció ni saludó ni pasó el mando a Biden. El candidato opositor venezolano, hay que admitir que no sin honesta previsibilidad, se negó a firmar un acuerdo conjunto que firmaron los otros nueve aspirantes a la presidencia de reconocer el resultado si era adverso. Lo desconoció, pero no le era tan desconocido. Ya sabía que si ganaba, era en una lucha casi voto a voto.

Victoria o fraude

El presidente de Brasil reclama recuento y transparencia ahora en Venezuela. Cuando Lula fue elegido presidente en 2022, su rival Jair Messias Bolsonaro perdió su reelección. El presidente derechista acusó de fraude al Supremo Tribunal Electoral, reconoció a medias a su sucesor, y se fue de vacaciones a Florida para no transmitirle al mando al petista el 1° de enero de 2023 en Brasilia.

En las elecciones presidenciales del 2 de junio donde triunfó Claudia Sheinbaum, candidata oficialista del partido MORENA, el centro de cómputos interrumpió el conteo por desperfectos de las máquinas que sumaban en México las decisiones de un electorado de 92 millones de votantes. También tardaron en llegar a la capital mexicana, y en poder integrarse a la masa total, los asientos de actas de votación de áreas rurales por intermitecias en los servicios de interne. La candidata opositora Xóchitl Gálvez, cabeza de una liga electoral derechista inestable como la venezolana de Machado, denunció fraude, secundada con violencia e histeria inesperadas en su estridencia por el ex presidente panista Vicente Fox.

Toda la campaña opositora había sido conducida en México según el eje autocracia (del oficialista Andrés Manuel López Obrador) vs democracia (la coligación de los partidos históricos, incluso el PRI famoso por su su mote de 'dictadura perfecta'). La hipótesis que atormentaba a la oposición mexicana, que se sentía optimista de ganar arrastrada en una ola joven y avasalladora de repugnancia al populismo de izquierda, era si AMLO aceptaría la derrota, cuando perdiera, o torcería los resultados para ganar, o los ignoraría. La hipótesis irresponsable pero redituable de que AMLO no vacilaría ante el fraude fue enunciada con certeza apodíctica una y otra vez. Tal como Machado en Venezuela.

En las anteriores elecciones presidenciales ecuatorianas, el partido Pachakutik exigió y obtuvo larguísimos recuentos prolijos de los votos. Sin embargo, el candidato presidencial Yaku Pérez nunca dejó de sospechar de que si fue derrotado en primera vuelta y Guillermo Lasso ganó al fin la presidencia de Ecuador, esto se debió a las delictuosas connivencias racistas del multimillonario ex banquero derechista de la portuaria Guayaquil con los magistrados electorales de la andina capital de Quito para desbarrancar de la vida política a un incómodo partido verde, selvático, ecologista e indígena.

En el mes de campaña anterior al balotaje en las últimas presidenciales peruanas, la limeña Keiko Fujimori hizo campaña con los mismos lemas y las mismas polarizaciones que le renovaron con creces un mandato popular aplastante a Isabel Díez Ayuso. En las elecciones españolas a fuer de desenfado y de macartismo ibérico la madrileña popular retuvo el mando en la autonomía que preside la capital del Reino y uno de los conglomerados urbanos más ricos del mundo. En la República sucesora del antiguo Virreinato del Perú no hay partidos ni obreros socialistas como el PSOE, pero sí indígenas y campesinos. La prédica de Libertad y Democracia le sumó a esta populista de ancestros japoneses, gustos criollos y estilo populista de gobernar el apoyo de liberales y conservadores tradicionales. Pero no los apoyos que precisaba para convertir en triunfo y en poder su ofensiva sin final ni tregua ni respeto contra el ignorante maestro comunista, el inescrupuloso terrorista prosenderista, el terco sindicalista docente, el rencoroso campesino sureño que había pasado a segunda vuelta, como ella, con apenas un poco más de 10 puntos porcentuales. Otras candidaturas de 10% habían quedado fuera de competencia.

Pedro Castillo ganó la presidencia en segunda vuelta por pocos pero decisivos votos suficientes. La hija del ex presidente Alberto Fujimori (que gobernó Perú en la neoliberal década de 1990) fue con esta tres veces candidata presidencial fracasada. Según la ley peruana, un margen de ventaja tan reducido para el exiguo ganador habilitaba a la exigua perdedora a recursos judiciales para procurarse amplios recuentos y pormenorizadas auditorías de los recuentos. Varias veces contados y recontados, los votos seguían cantando que Castillo había ganado. Las onerosas y prolongadas revisiones emprendidas por orden de la administración y de la magistratura fueron deficientes en persuasión para el fujimorismo. Keiko nunca reconoció la victoria de Castillo y aun hoy vive en la convicción de que su derrota se debió al fraude antifujimorista.

La Democracia y la Libertad no ganan elecciones

Hacer campaña con un programa que se reduce a la bandería de la Democracia y la Libertad contra el comunismo y la autocracia (o la derecha y la autocracia) demuestra, día a día, ser una de las formas más seguras de dotarse de una muy alta capacidad de resistencia y de una aún más alta incapacidd de victoria.

La oposición venezolana estaba segura de ganar porque se lo merecía. Porque si hay libertad el socialismo pierde. Edmundo González tenía que ser elegido presidente porque el presidente venezolano era Nicolás Maduro. Porque en una democracia el que denuncia la autocracia gana. Los electorados se hacen una idea vaga sobre qué ventajas, además de la balsámica complacencia moral, aportan a la vida cotidiana de las familias unos bienes que quienes los promueven buscan encarecer su valor diciendo que en el último cuarto de siglo y hasta ahora, y especialmente ahora, Venezuela ha vivido privado de ellos. El oficialismo venezolano pensaba que podía volver a ganar el gobierno porque en una democracia decide el pueblo quién gobierna. Porque las elecciones se ganan detrás de una narrativa fiable de un futuro en común creíble, movilizando votantes, y al fin contando los votos.

AGB

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