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Opinión

Sobre gimnastas y poetas

Simone Biles durante su clasificación en París 2024.

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La poesía es un deporte extremo es un graffiti que dio lugar a una obra que escribimos con Eugenia Perez Tomas. El graffiti que vio ella en un paredón de alguna ciudad extranjera, en un viaje al primer mundo, fue la frase que nos dejó pensando acerca de la relación entre el cuerpo y el pensamiento. A partir de esa oración que nunca supimos quién escribió, hicimos nuestra segunda obra de teatro, sobre gimnastas y poetas, pero esa es otra historia. Porque para nosotras, los realmente arriesgados son los poetas, los que escalan sin cuerda, los que escriben lo que en teoría es la manifestación de la belleza, los que hacen dobles mortales carpado, a tres metros de altura boca abajo y ciento cincuenta revoluciones por minuto, como la norteamericana Simon Biles, que no es poeta sino gimnasta, pero podría ser ambas, también, por qué no. Seis veces campeona del mundo, con una estatura de 1,42,  y una precisión en los trucos que podría confundirse con hermosura. 

Llegué a Simon Biles un tiempo después de haber montado Recital Olímpico, esa metonimia inventada entre gimnasia y poesía. Llegué a ella como llegó la mayoría, por el evento de amplio conocimiento de las Olimpíadas en Tokio 2020, cuando a sus 24 años decidió retirarse de la final por equipos y del all around individual. Simon ya tenía ganadas seis medallas olímpicas y era considerada, a sus veintipocos, una de las mejores de la historia. Tan extrema era su performance que tuvieron que patentar cinco movimientos bajo su nombre: Biles 1 en suelo, Biles 1 en salto del potro, Biles 2 en suelo, The Biles en barra de equilibrio y Biles 2 en salto del potro. Por supuesto puede que haya algo publicitario y del mayor consumo estadounidense en todo esto, así como abrir una cadena de comida rápida hasta plagar un continente, pero Simon existe y tiene una mirada tierna, como de alguien que hace magia un poco a su pesar. Hay un nombre en gimnasia artística para eso que le pasó antes del salto que esperaba ver el mundo entero en Tokio: twisties o giritos, en español. Una forma amigable de nombrar al monstruo. Algo que ocurre cuando mente y cuerpo quedan en planos opuestos, como dos extraños que se cruzan por la calle. La gimnasta no controla sus movimientos estando en el aire, lo que puede provocar un accidente fatal, ya que no sabe con seguridad cómo caerá. Algo así como una pesadilla en tu propio cuerpo. Ahí se la pueda ver, en la pasarela azul antes de la prueba de salto, con una cara de susto, revestida de una malla azul y roja que encarna la bandera de los dueños del mundo. Simon corre y gira pero no cae bien, se trastabilla, pero igualmente saluda porque eso indica el protocolo. Su cara es de indignación y el miedo crece, porque sabe que los twisties han llegado. En declaraciones posteriores, contará que ya habían aparecido antes y era algo que estaba a punto de tomarla por sorpresa. Por supuesto que no se trata de una patología ni mucho menos, las gimnastas pese a su perfección también pueden sentirse confundidas y emocionalmente atónitas, ¿en serio eran seres humanos? 

Simon decidió retirarse después de ver todo el peligro acumulado en el aire. Me pregunto cómo se sentirá la mirada del mundo ante tu propia performance. Si existirá algo así como ser solamente cuerpo y nada de cabeza, como si esas partes pudieran estar deshilvanadas para algunas personas, en realidad. En teoría para el deportista sería –o debería ser– así,  pero no. Creemos que en los Juegos Olímpicos vemos oleadas de deportistas de todo el mundo desunidos de sus cabezas, cuerpos fibrosos que caminan erguidos y que son solamente eso, la belleza de la simetría, pero no. Pareciera que el abandono de la competencia, dado por la deportista más famosa del mundo, fue el sacrificio necesario para que se pueda hablar de salud mental o de vida interior de un gimnasta eficiente. Para seguir ganando medallas, alimentando a los medios y agigantando a la Nación norteamericana, Simon necesitaba tiempo. En un documental que circuló este último tiempo, se puede ver a Simon, ahora de 27 años,  en su casa nueva de Houston, con su marido Jonathan Owens, defensa de los Chicago Bears. Una pareja de deportistas eficientes que habla de lo que les pasa y de lo que sienten, mientras miran a cámara o se preparan el desayuno. Simon cuenta lo que le pasó con lujo de detalles, quizás porque no tiene opción, quizás porque quiere y piensa que así puede ayudar. No se equivoca. La agenda en salud mental en los Juegos Olímpicos se agudizó después del evento de Simon, destapando también el escándalo del abusador Larry Nassar, ex médico de la selección de gimnastas de Estados Unidos. Se puede ver a Simon con su madre, que le enlaza una trenza apretada sobre la cabeza para que esté cómoda en sus prácticas o incluso en futuros torneos. No por comodidad, sino por cábala. Más allá de estar en el podio mundial, no dejan de tener sus ritos mundanos. Simon habla mucho de su psicóloga, de las cosas que ella le dijo, del espacio de análisis que antes desconocía, de cómo cambiaron las cosas a partir de que pudo empezar a hablar. No es la solución a todos los problemas, pero a veces es la solución a todos los problemas. Simon sonríe y deja ver una hilera de dientes demasiado blancos, tan perfectos como sus patentados saltos. Se la ve despejada, aunque los twisties sigan ahí, amenazandola para siempre. La perspectiva de volver a competir en los Juegos del 2024 en París la amedrenta, pero eso no es algo que el documental de Netflix deje ver totalmente. 

El regreso de Simon fue muy esperado. Más allá de la belleza de sus movimientos, había algo que todos querían ver, o al menos yo: la coincidencia en ese cuerpo y en esos pensamientos. Algo que camina unido, con el miedo más atemperado. Su performance fue ilustre, porque otra cosa evidentemente no puede hacer. Se llevó tres medallas de oro, llevó a cabo sus propios saltos, y vio cómo Rebeca Andrade, la gimnasta brasileña dos años menor que ella, le ganó en la rutina de suelo. No solo hizo lo que quería, parecería que también se divirtió, incluso también vio a sus contemporáneas volar como ella y a veces, mejor. Como ese poema de Eavan Boland, traducido por el gran Ezequiel Zaidenwerg, que dice cosas así: Un barrio.Cae la noche.Las cosas se preparan/para pasar/sin que las vean./Estrellas y polillas./La fruta que al hincharse va tensando la cáscara./Pero todavía no./Un árbol está negro./ Una ventana está amarilla como si fuera de manteca./ Una mujer se agacha a alzar a un chico que corría a sus brazos /ahora mismo./Salen las estrellas./Revolotean las polillas. Las manzanas se endulzan en lo oscuro. 

Cosas así pasan cuando la gimnasta da vueltas en el aire, con su maillot rojo, sabiendo bien lo que le pasa. 

CF/DTC

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