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El hambre y las ganas de comer

Lo que mata es la ansiedad

Encontrar consuelo o alegría en la comida no está mal. Lo que quizás no está bien es vivir detonados, tan detonados como para recurrir a esos mecanismos constantemente.
18 de marzo de 2025 06:45 h

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Comemos por hambre. Comemos por placer. Y muchas veces, comemos por ansiedad. Internet está colmada de consejos para evitarlo: trucos, dispositivos, hábitos nuevos para amordazarnos en esos momentos en los que no podemos más de estrés y, sin importar cómo esté nuestro estómago, necesitamos llevarnos algo a la boca para aplacar el sistema nervioso.

El mecanismo de calmar la inquietud con comida no es nuevo. Salimos del útero, gritamos de pavor y la teta nos reconcilia –bastante literalmente- con la vida. No soy bióloga, pero me imagino que pasa con todos los mamíferos. No soy médica, pero entiendo que la ansiedad como modo de vida prevalece entre los humanos del siglo XXI más que en el resto de las especies. El alimento a plena disposición, cuando ya no somos lactantes y a libre demanda, también. ¿Qué pasa, entonces, cuando el agujero en el pecho se siente cada vez más permanente y profundo, con la posibilidad de llenarlo siempre a mano? Pues claro. Comemos.

Qué y cuánto comemos es consecuencia de infinitos factores: dónde vivimos, qué hacemos, quiénes somos, qué nos pasa. Es natural que nuestra alimentación se vea afectada por nuestra emocionalidad, por nuestras actividades, por nuestro miedo y nuestro cansancio. Es natural, digo, sin ninguna aspiración biologicista. Como quien dice: es lógico. Y es inevitable. Conocí hace muchos años una coach que proponía lavarse los dientes como método para vedarnos la ingesta: ¿quién, con sabor a pasta dentífrica en la boca, se dirige hacia la próxima medialuna? Es posible que ese consejo siga circulando en redes sociales, me resulta muy a tono con la perspectiva de época. Los tips-bozal no hacen más que reforzar el impulso, duplicar la tentación y hacernos sentir pésimo: cuando el mandato es lograr lo imposible, el fracaso se vuelve un estilo de vida. Vive, ríe, ama, no comas. ¿Qué, igual estás desesperado por un chocolate? Debés estar haciendo algo mal. Si algo combina de maravillas con la ansiedad es la frustración. 

Todos esos tips conductistas tienen algo en común: apuntan a interrumpir la dinámica de la ansiedad oral en su segunda fase. Son dispositivos de control sobre la oralidad. ¿Y la ansiedad? Bien, gracias. Gordita y linda, como decía mi tío. Los consejos anti-ingesta me recuerdan cuando, en los viejos dibujos animados, un caño se agujereaba y dejaba escapar un chorro vigoroso de agua, a presión. ¿Qué hacían la Pantera rosa, Bugs Bunny o Mickey? Pues presionar con un dedo, sellando el agujero, lo cual funcionaba de perlas por unos segundos. Pero enseguida el agua se abría camino, con toda la fuerza de la naturaleza, por algún otro lado. Entonces la Pantera ponía allí nuevamente un dedo, de la otra mano. Y después del pie. O una rodilla. Hasta que de tantas contorsiones para cubrir agujeros parecía estar jugando al “Twister” vertical y más temprano que tarde el agua, con el ímpetu de lo innegable, la empapaba de la cabeza a los pies en lo que hoy llamaríamos un baño de realidad.

Todos conocemos la ansiedad. No necesitamos un título de médico, psicólogo o nutricionista para reconocer que, más temprano que tarde, nos las vamos a tener que ver con ella, de frente. Limitar lo que comemos está lejos de resolver el problema de fondo: es tan solo una curita sobre un caño roto. La curita va a salirse. Y el caño se va a romper aún bastante más. No queda otra que pasar a la pregunta inevitable. ¿Por qué tanta lupa en la ingesta, que es solo un agujero más de una plomería en crisis? 

Difícil encontrar una respuesta certera. Probablemente, en cierta medida, porque no somos capaces de algo mejor. Si la ansiedad es un mal de época, bajarla va a costarnos un poco más que sacar un turno con la nutri. No hay medicación para curarnos del capitalismo tardío. Otro gesto de época es la fobia a los compromisos largoplacistas, a los procesos que requieren tiempo y esfuerzo. Es más fácil, más tentador, probar tips de internet. Pero estas cuestiones son casi detalles mientras no hablamos del elefante en la habitación. Ese elefante enorme, rotundo, contundente. Ya sabemos que comer compulsivamente no es bueno; pero si hay algo que nos advierte nuestra cultura es que engordar es todavía peor. LO peor. Mucho peor, parece, que la mismísima ansiedad. 

Los riesgos de la obesidad, la preocupación por la salud, pueden transformarse con facilidad en el chivo expiatorio que nos habilita una trágica gordofobia. Porque, con una mano en el corazón y la otra en la panza: ¿cuánta atención ponemos en nuestra dieta para vivir bien o para esquivar la enfermedad y cuánta para vernos, lisa y llanamente, flacos? Nunca vi un tip para despertar el apetito cuando se te cierra el estómago por la angustia o el estrés. Ahí, misteriosamente, las emociones que afectan nuestra alimentación dejan de ser un problema que requiera intervenciones. Si un alcohólico en recuperación se baja tres atados diarios de puchos, nadie le sugiere dejar el tabaco. Elegimos el mal menor y vamos despejando la X.

La catarata de herramientas conductuales para gestionar la ansiedad oral está más orientada a evitar que nos veamos gordos que a ayudarnos a vivir mejor, más tranquilos o en una relación más armónica con la comida. Tanta presión no sólo no aplaca nuestra oralidad desbocada, sino que nos hace sentir culpables por mecanismos muy humanos. Encontrar consuelo o alegría en la comida no está mal. Lo que quizás no está bien es vivir detonados, tan detonados como para recurrir a esos mecanismos constantemente, con desesperación. Emocionarnos con las milanesas de la abuela, celebrar un cumpleaños compartiendo torta, extrañar los alfajores de nuestra patria, comer helado cuando se nos rompe el corazón son cosas que forman parte de nuestra vida afectiva. No estoy segura de que sea posible abandonarlo todo a voluntad. Pero aún si lo fuera, renunciar a ese nexo es renunciarlo entero. ¿Queremos eso? ¿Vale la pena desprendernos de toda nuestra conexión emocional con la comida? ¿A cambio de qué, de un talle menos de pantalón? Y mientras tanto, ¿la ansiedad? Bien, gracias. Gordita y linda.

NK/DTC

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