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El hambre y las ganas de comer

¿Sos feminista o sabés cocinar?

No significa afiliarse a las trad wives proponerle a la gente (no a las mujeres, a la gente) que cocine, que coma comida de verdad.

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El debate se instaló en las últimas semanas, como cuenta este video. Comparte el formato con la mayoría de los debates que últimamente se vuelven tendencia: llamativo de un vistazo, un bait muy indignante para media población, pero muy reconfortante para la otra mitad y, sobre todo, una estructura de castillo de naipes que se desmorona al primer soplo de cordura. Claro que no son soplos que abunden. 

La idea es sencilla. Para una feminista, la cocina sería un espacio literal y simbólico de esclavitud, de servicio al patriarcado o, echando mano de un reduccionismo pavoroso, de servicio a la familia. En cambio, para una mujer “femenina” –una mujer conservadora y tradicional– la cocina sería su hábitat natural, y se espera de ella una excelente cocinera.

Estamos en épocas de dejar de argumentar lo obvio. Un cuadrado tiene cuatro lados, y si alguien lo cuestiona conviene recomendarle un chequeíto, un acompañante terapéutico, en vez de discutir la definición de una figura geométrica. Lo mismo me pasa con esto: no creo que merezca la pena argumentar cómo una feminista puede cocinar (o no) ni enumerar la cantidad de señoras “de familia” que todos conocemos y no saben prender ni una hornalla. No podemos seguir explicando eternamente que el feminismo persigue el derecho a ser como cada cual quiera, incluyendo, si es su deseo, ama de casa. En cambio, me parece más interesante hurgar un poco y ver en qué lógica se apoya este castillo de cartas. Qué presupuestos sobre la cocina, la comida y las mujeres le funcionan de mesa.

A primera vista no hay nada nuevo. La asociación entre cocina y labores domésticas estrictamente femeninas es más vieja que Matusalén y solo le prestamos cierta atención desde que las mujeres –también, además, de forma superpuesta– adquirimos trabajos remunerados. Aun cuando los adquirimos, sin embargo, la cocina profesional en puestos de poder, la figura del chef, bien reputado y bien remunerado, es eternamente masculina. Pero lo dejamos para otro día. La industria hizo su parte del modo en que siempre lo hace: aparentando aliviarnos problemas y sacando una tajada enorme a su favor. Llegaron poco a poco los preparados instantáneos, las comidas listas y los ultraprocesados. También lo dejamos para otro día. Condicionar la liberación femenina a los comestibles lamentables que nos venden como única vía es una trampa y, al menos hoy, no voy a caer en ella. Quedémonos con esto: el conocimiento de cómo sostener la cocina doméstica, de cómo cocinar bien la comida de todos los días, se transmitía de manera informal pero regular y constante, generación a generación. Y esa cadena se cortó en muchos hogares, masivamente. Forma parte de un acervo cultural enorme pero invisible, y es muy diferente al conocimiento de cocina profesional que se puede aprender en una escuela de gastronomía. Hoy, cada vez más, quienes no trabajan cocinando no saben cómo hacerlo. Y la opción más común pareciera ser abandonar, tirar la toalla. 

Se alega que el feminismo intenta llevarse puesta la femineidad. La oposición –caprichosa, ridícula– entre la dócil esposa (que espera con la cena lista) y el resto de las mujeres (que no tocan una cacerola) se lleva por delante otra cosa, y es la valoración auténtica de la cocina casera por lo que es. La cocina como derecho, como espacio, si no de placer (que es una posibilidad) al menos de soberanía: una herramienta para decidir sobre nuestra alimentación, en el sentido más amplio. Para poder comer, realmente, como vos quieras. El discurso que asocia a la madre de pura cepa con una buena cocinera alude solo al esfuerzo, al deber, al servicio y la dedicación. Yo no sé de teoría de género, pero sí pienso mucho en la cocina doméstica, y les puedo asegurar que aceptar sin pelear esos presupuestos tiene un costo elevado para todos y es una renuncia enorme. Se anula la mera idea de cocinar por deseo, por el placer de los sentidos, o en un nivel menos idealista: para tomar las riendas de la propia dieta y del propio bolsillo. Cocinar siempre nos va a permitir comer mejor y más rico. Comer lo que elijamos, en su mejor versión. Siempre, o casi siempre: hace falta tener mucho dinero, mucho privilegio y mucho tiempo para comer fenomenal sin entrar a la cocina.

No me afilio a las trad wives por proponerle a la gente (no a las mujeres, a la gente) que cocine, que coma comida de verdad, comida casera. A quien no le interese, que siga de largo: pero que sea bajo la posibilidad real de elegir y de saber qué implica ese abandono. No le quiero ceder a esa figura de esposa y madre modelo algo tan valioso como la cocina y la buena comida: por el contrario, recuperarlos es una militancia. Dicho sea de paso, la silueta que se espera de esas mujeres no parece realmente muy compatible con disfrutar de comer. Esos cuerpos viven en veda. El cocinero y el comensal son personas distintas en un restaurante; en casa, la división de roles suena más rara. Quien cocina también es quien come, o al menos uno de ellos. Cocinar para uno mismo, para una misma, es un autocuidado muy primario, que tiene repercusiones en el disfrute, en el cuerpo, en la vida real y cotidiana de cualquiera.

En vez de abandonar territorios, nos toca resignificarlos. Preguntarnos cómo recuperarlos de una manera más honesta. Y si vamos a ser honestos, vamos a tener que convivir con las preguntas, aunque sea más frustrante soportar la incertidumbre que alinearse con un bando. Vamos a tener que aguantar que sean necesarias distintas respuestas, y aprender a habitar la cocina de acuerdo a quién es y qué necesita cada uno. Por qué no, cuando la hay, cada familia. Qué necesitamos como comunidad. Atender a estos asuntos siempre requiere más esfuerzo que obedecer un protocolo y ya. Pero la pasividad y la docilidad nunca fueron características que se nos endilguen, de este lado de la oposición. ¿Vamos a cultivarlos justo cuando menos nos conviene? 

La cocina es un saber, y como tal es un poder. Detrás de estos debates de cartoné, suele haber un derecho que se vulnera, un conocimiento que se nos veda. Sotto voce, despacito y entre líneas, para que no se note. Quizás es mejor que empecemos a levantar la cuchara y la voz. 

NK/DTC

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