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OPINION

Mitos y realidades sobre el “fantasma socialista”

Javier Milei en la Asamblea General de la ONU, organismo que acusó de imponer una agenda “de corte socialista”.

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La Argentina llega a la aventura libertaria empujada por las frustraciones de 12 años de un fenómeno social traumático, expresado en el estancamiento económico y la inflación. En otras palabras, la nueva etapa neoliberal (denominada libertaria) tiene la debilidad social de no ser el fruto maduro de la voluntad colectiva de una nación, sino más bien un “salto al vacío” generado por las circunstancias. 

¿Qué es lo novedoso en esta oportunidad? Probablemente, la iniciativa política de tomar un estado psicosocial de egoísmo e individualismo, generado como reacción del individuo frente a una crisis de lo social; e institucionalizarlo como un régimen político, basado en una supuesta omnipotencia del individuo sin ningún freno moral ni social. Luego, para alimentar esta aventura política se fagocita un discurso de odio a un supuesto “socialismo”, que se asimila con la arbitrariedad absoluta del Estado. 

Si bien el estatismo es contrario a la ideología socialista, que ve en este a un aliado del capital y sus privilegios al que hay que combatir, tal como se aprecia hoy a través del capitalismo monopólico de Estado; la discursividad política libertaria nos brinda un escenario oportuno para poner sobre la mesa algunas reflexiones sobre los mitos y realidades del “fantasma socialista”.

¿Qué es el socialismo?

Para pensadores como Durkheim o Mauss, el socialismo es, en términos económicos, la organización del mercado, el crédito, la circulación de mercancías, el consumo y, finalmente, la producción social, desde instituciones sociales intermedias creadas por el pueblo (como sindicatos, cooperativas, mutuales, cámaras de productores, organizaciones comunitarias, sociales y populares); que median entre el individuo y el Estado en búsqueda del bien común. Por lo tanto, la práctica socialista se expresa en la construcción de instituciones colectivas con la capacidad y responsabilidad de organizar la vida económica, social y cultural para que los “comunes de la sociedad” accedan a condiciones económicas, educativas, sociales y culturales que les serían inalcanzables bajo otro sistema. Para lograrlo, el socialismo prioriza, desde lo político, el objetivo colectivo del desarrollo nacional por sobre las ambiciones “libres” de individuos y empresas. Desde lo moral, la justicia social por sobre la meritocracia sin igualdad de oportunidades; y desde la geografía económica, el desarrollo de la periferia al centro, en términos territoriales, sociales y económicos. 

Al socialismo se llega desde abajo o no se llega

Para quienes temen por la “importación del virus socialista” desde otras latitudes, que se queden tranquilos, no es ese un camino viable al socialismo. Para que un régimen político se consolide, de manera práctica y sólida, es necesario que esto sea expresado por la sociedad desde su práctica cotidiana. Como bien señala Marcel Mauss (1925) “un verdadero socialismo no va a nacer de una crisis social, ni de una minoría que lo impone. El socialismo, por definición, debe ser la obra de la ”voluntad general“ de los ciudadanos con carácter nacional. El socialismo no es comunismo, no busca suprimir los mercados sino organizarlos”.

Por lo tanto, y a diferencia del liberalismo que elimina lo colectivo, la libertad de organización común que promueve el socialismo no suprime la libertad individual; sino que la coloca en un rango inferior. En consecuencia, la superioridad de la voluntad colectiva se expresa sólo cuando la libertad individual va en contra del bien común. 

Por otro lado, y a diferencia del Comunismo que elimina las instituciones previas, el socialismo crea nuevas instituciones que reconocen, con derechos y obligaciones, formas de trabajo y producción que se añaden a las capitalistas existentes. El motivo y límite de dichas creaciones institucionales es que expresen el reconocimiento de una práctica social vigente, constitutiva del desarrollo nacional que va de la periferia al centro y con justicia social. 

Finalmente, no es la ley impuesta por el soberano quien va a crear el socialismo o el libertarismo. Como bien señala Mauss, el Estado y la ley obligan y limitan, pero no crean. La ley puede expresar y hacer respetar la práctica social, no crearla. Es por ello que las leyes son efectivas sólo cuando hay detrás una sociedad viva que expresa en ellas sus esperanzas, deseos y prácticas. Se equivocan los políticos que quieren crear, a fuerza de leyes y decretos, una sociedad nueva. “La ley no debe preceder, sino seguir primero a las costumbres y aún más a la economía y a la técnica tradicional. Cada sociedad es una, con su moral, su técnica, su economía, etc. La Política, la Moral y la Economía son simplemente elementos del arte social, del arte de vivir en común. Es la práctica social, la única acción convergente del moralista, del economista, del legislador”, escribe Mauss en 1925. En resumen, nadie debe pretender que las leyes vayan más allá de las costumbres, ni tampoco criticar en nombre de una razón capitalistas los hábitos laborales y productivos forjados durante generaciones por el pueblo.

La sociedad deseada se construye desde abajo. La arquitectura social finalmente obedece a la conciencia que el pueblo forja sobre su futuro desde lo que cree y expresa en sus prácticas. La ambición de políticos y moralistas por las revoluciones ideológicas, impuestas desde arriba, no hacen más que conducir a las sociedades a una peligrosa aventura de corto plazo y altos costos sociales.

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