Una democracia organizada por el fulbo
1.
El 24 de septiembre de 1983 se enfrentaron en el Camp Nou el Barcelona y el Athletic de Bilbao; un mes antes del cumpleaños número veintitrés de Diego Maradona, cumple que pasó en cama gracias a la patada criminal del asesino serial Andoni Goikoetxea, que le rompió el tobillo izquierdo en ese partido. La operación fue exitosa y el postoperatorio acelerado –en abril ya estaba jugando nuevamente–, pero no pudo venir a votar en las elecciones. Tampoco había definido sus preferencias, a pesar de una serie de reuniones en un día que le habían organizado poco antes, en una visita en el mes de julio: fue a saludar a Alfonsín, a Luder, a Cafiero, a Rogelio Frigerio, al teniente general Cristino Nicolaides y al cardenal primado de la Argentina, Juan Carlos Aramburu –a éste, un día antes. Las visitas –un “curso intensivo de instrucción cívica”, según Clarín– las organizó su entonces representante, Jorge Cyterszpiler, que tampoco tenía gran idea sobre política, pero sí sabía lo que era noticia. La noticia, según la prensa, era Maradona, y no la política.
Lo cierto es que Maradona cumplió 23 años el día en que la ciudadanía dejó atrás el oprobio de la dictadura eligiendo presidente a Alfonsín. La mera coincidencia nos permitiría un juego seguramente excesivo; por ejemplo, afirmar que la dictadura no cayó en 1979 gracias a los éxitos en los Mundiales de 1978 y el Juvenil de 1979, pero sí cayó en 1983 debido al pobre desempeño argentino en el Mundial de España de 1982. Ese argumento conlleva un problema obvio: que no permite explicar la derrota del radicalismo en las elecciones parciales de 1987, disputadas un año después del éxito fenomenal de México ‘86. No: definitivamente, ese juego es un exceso que solo se sostiene en esa pésima metáfora repetida hasta el hartazgo –el fútbol refleja a la sociedad, que también se puede escuchar en una versión abreviada: se juega como se vive, ambas pobres y erróneas explicaciones de las relaciones entre deporte y sociedad–.
Sin embargo, recurro a Maradona al comienzo del relato porque no es necesario forzar ni la historia ni los argumentos para comprobar la centralidad política y cultural de la figura del Diego a lo largo y lo ancho de estos cuarenta años de democracia; y, del mismo modo, señalar la presencia de dos sucesos futbolísticos en el comienzo y el final –sólo cronológicamente hablando– de ese ciclo: la democracia nace casi junto al triunfo maradoniano de 1986, y celebra sus cuatro décadas casi junto al triunfo messiano de 2022. En el medio, pasó de todo, y el fútbol tuvo muy poco que ver con ese de todo –salvo en lo que tiene que ver con la inversión, con el desvío, con la ficción, con la compensación, con el deseo y con la felicidad; es decir, con lo que es el fútbol.
2.
Estos argumentos ya los he usado y sigo creyendo en ellos. Maradona era el peronismo por otros medios, Maradona fue el exceso de peronismo en ausencia del peronismo. Exageremos: el peronismo aún existe gracias a Diego. El ciclo de Maradona arranca en su debut en Argentinos Juniors en 1976 y se extiende hasta su despedida, en 2001. Todos esos años son los del peronismo en el destierro: en la dictadura, en el alfonsinismo, en el ciclo neoliberal (una interpretación peculiar, claro, de los años menemistas). El debut en Primera llega con el golpe, la masacre, la persecución; la carrera se expande durante Malvinas y la derrota electoral de 1983; llega a su clímax en el final de la década, y se vuelve conflictiva, zigzagueante y escandida por suspensiones durante el menemismo, el período en el que “el peronismo” se había quedado en el 45, reemplazado con eficacia por el populismo neoliberal. Entonces, fueron veinticinco años en los que casi todo lo que era sólido se desvanecía en el aire mientras una única cosa permanecía inalterable: el Diego como máquina de cumplir sueños y regalar felicidad popular. Es decir, una máquina peronista, según sus mejores exégetas.
Contrargumento kirchnerista: Maradona permanece en los casi veinte años siguientes, contemporáneos del peronismo devenido kirchnerismo. Es que, justamente, en esos años Diego deja de cumplir sueños y no le regala felicidad a nadie. Se vuelve, apenas, un recuerdo eterno del momento en que creíamos que podíamos volver a ser felices (“volver a ser felices”, una descripción obviamente peronista). Pero políticamente era pura redundancia: no hace falta otro símbolo peronista cuando el peronismo se pone en movimiento y vuelve a ser una máquina cultural. En esos veinte años, Diego es sólo símbolo del pasado y sólo puede hablar del pasado. En presente, era pura máquina verbal –incomparable e incontenible, uno de los mayores productores de frases populares de la cultura de masas local; pero puro discurso–. En el único momento en que esas palabras se debían volver práctica –su desafortunada etapa como técnico–, el fracaso fue innegable. El mayor éxito como director técnico del Diego es su célebre círculo epistémico maradoniano: de “la tenés adentro” a “que la sigan chupando”. Es decir, otras dos grandes frases populares.
El resto del tiempo son sus vaivenes sentimentales y laborales, su vida organizada por la lógica de la celebridad criolla o el jet set global. Aunque, como dice Beatriz Sarlo –que siempre lo quiso y lo respetó–: a diferencia de las celebridades contemporáneas, que basan su “popularidad” en ser, simplemente, sólo eso, celebridades, Diego ostentaba su historia. Diego era célebre y estábamos obligados a saberlo todo de él, simplemente porque fue el mejor jugador de fútbol de esa parte de la historia, y el tipo que hizo más felices a argentinos y napolitanos –y a todes les que quisieran sumarse a esa felicidad, y compartirla, y gozarla–. Pavada de currículum. Como el peronismo: los años más felices de los trabajadores fueron peronistas. Parafraseo: los momentos más felices de esos cincuenta años, de la enorme primera parte de estos cuarenta años democráticos, fueron maradonianos.
3.
Y como el peronismo: aunque siempre había un margen de ilusión, de imaginación y ensueño, con el peronismo también había un dato material –tan insuficiente como querramos, tan excesivo como deseemos– que se llamaba distribución del ingreso. Experiencia material de la felicidad, además de cotidiana.
El dato material, en Maradona, es su cuerpo en movimiento. La capacidad infinita de sus frases, la posibilidad de producir significados con sus palabras, sus afiliaciones políticas a veces zigzagueantes, no pueden opacar lo innegable, lo real, lo material; el 22 de junio de 1986, poco después de las 13.00 horas mexicanas, con un calor insobornable y ante 114.850 testigos, más algunos cientos de millones añadidos que lo veían por la tele, ese cuerpo se puso en movimiento y nos hizo felices a algunas decenas de millones de personas. No había allí ficción ni ilusión ni guión televisivo ni extras de riesgo ni trucaje digital o analógico ni propaganda estatal ni locutores en cadena nacional ni ensayos ni preparación actoral ni entrenamiento espacial.
Y eso porque soy amarrete: antes de ese 22 de junio hay más horas de felicidad desparramadas por su cuerpo en movimiento. Felicidad dependiente, claro, de saber gozar con el fútbol como una de las bellas artes. Y luego de ese 22 de junio, otras tantas. La diferencia es que, después, ese cuerpo ya era un mito en movimiento. (Pavada de jactancia generacional: vimos a un mito en movimiento. No nos lo contaron. Se lo contaremos a nuestres hijes y a nuestres nietes, con orgullo incansable: fui contemporáneo de Maradona, nacimos con un año de diferencia, teníamos la misma estatura, lo ví recibir un homenaje de la FUBA en un anfiteatro del edificio de Uriburu 950, detrás de Medicina, a la vuelta de Ciencias Sociales, haciendo jueguito con una pelotita de papel).
Lo demás fue también peronismo: exceso, dicha, felicidad, amarguras, vaivenes, contradicciones, fiesta, resaca, orgías, machismo, burla, risa, sueño, fracasos, cocaína, alcoholes, promesas incumplidas, antiimperialismo popular vestido por Versace (las galas de Evita vestida por Jamandreu). Lo que se puede debatir: su machismo, algunos maltratos injustificables, su pésima relación con la paternidad no deseada, lo cercano que estuvo del tráfico de mujeres cubanas. Al menos, los piquitos que desparramó con Caniggia lo salvaron de la homofobia.
4.
Y un día, fue y se murió, y tuvimos otro funeral de masas: Yrigoyen, Gardel –un funeral demorado hasta la repatriación del cuerpo, ocho meses más tarde–, Evita, Perón, Maradona. Cuatro en el siglo XX y antes de la dictadura; el del Diego fue el primer funeral de masas del siglo XXI y el único en estos años democráticos –y para colmo, como para agregarle morbo, en plena pandemia–. La muerte de Diego y la coincidencia con el COVID fueron lo más parecido al Apocalipsis que podíamos imaginar. La fin del mundo: el dolor, la enfermedad, la muerte; y, para colmo, la presidencia de Alberto y la aparición de Milei.
5.
Pero en la quinta final resucitó el Messías.
Los éxitos futbolísticos de la selección masculina de fútbol entre 2021 y 2022 no permiten contradecir nada de lo ya dicho; por el contrario, prueban la idea de la autonomía del fútbol que propuse en el segundo párrafo. Nada ocurre en la sociedad por culpa de o gracias al fútbol; más bien, ocurren a pesar del fútbol. Nada sirve allí como metáfora o como argumento: en el fútbol pasan cosas, muy excepcionalmente cosas buenas, y en nuestra sociedad pasan otras cosas –también muy excepcionalmente buenas, en su gran mayoría agobiantes–. Si la tesis del reflejo fuera acertada, un fútbol triunfante “reflejaría” una sociedad democrática, plural, feliz y con una distribución justa del ingreso. Como todos sabemos, el panorama de una sociedad injusta, desigual, racista, discriminadora, partida en varios pedazos irreconciliables entre sí no hizo sino agravarse después de ambos títulos, la Copa América y la Copa del Mundo: a todo lo anterior, le sumamos la sequía, la presidencia de Alberto y el éxito de Milei en las PASO. El éxito deportivo desencadenó una suerte de diez plagas egipcias, sin intervención divina: nos arreglamos solitos. La sucesión de un héroe deportivo excepcional por otro héroe deportivo excepcional no puede adjudicarse sino a la casualidad –o a la abundancia de futbolistas; pero los brasileños tienen muchos más futbolistas excelentes y no producen un Maradona y un Messi en el brevísimo lapso de veintisiete años. Quizás, esta es la única prueba tangible de la argentinidad divina; poca prueba para tamaña pretensión.
Esa autonomía del fútbol fue ratificada por los mismos futbolistas, que se negaron tajantemente, en el regreso del 20 de diciembre de 2022, a la captura política del éxito deportivo. Pero no evitó que los líderes o algunos intelectuales partidarios la intentaran, generalmente a través del uso de metáforas simplistas. Vinieron de todos lados: del kirchnerismo (“el gesto de Messi es un gesto contra el poder”) y de la derecha conservadora (“debemos seguir el ejemplo de trabajo de la Selección”). El más notorio fue Horacio Rodríguez Larreta, el único que vistió la camiseta argentina en cada acto público. En esos días, Rodríguez Larreta, afirmó: “Estamos todos juntos detrás de una misma pasión. Ojalá podamos tener una unión similar a la que se logra en el Mundial para nuestro país, para sacar a la Argentina adelante. Ese es mi sueño y ojalá podamos mantener este espíritu para trabajar todos juntos”. Su inversión en el éxito deportivo no le reportó, claramente, una gran ganancia política.
Esto confirmó las tesis que propuse en 2002: el fracaso deportivo de la Copa de Corea-Japón no supuso ninguna alteración en la crisis económica, política y social de finales de 2001. A lo que ahora podemos añadir: ni el éxito deportivo de la Copa de Qatar en 2022 solucionó absolutamente nada de la nueva crisis. Por el contrario, luego del triunfo, todo empeoró. Y mucho.
Pero, por suerte, puede empeorar aún más.
6.
Lo que queda, entonces, son los momentos de mayor felicidad que hayamos disfrutado como comunidad en estos cuarenta años. Quizás exagero, pero los sendos festejos callejeros y populares jugarían a mi favor. Hemos tenido buenos momentos colectivos: el 10 de diciembre de 1983, el Juicio a las Juntas, Videla preso, la celebración del Bicentenario. Los dos festejos futboleros, sin embargo, siguen brillando con un fulgor distinto: el de lo gratuito, el de la felicidad que está atada solamente al juego, que prescinde de la causalidad económica, geopolítica o climática. “De esas que llegan sin mediaciones, como una canción”, como me dijo Ernesto Semán en esos días inolvidables de diciembre: de esas que llegan del arte y de la emoción, esos núcleos pesados e inexplicables de nuestras vidas.
Es posible que, por un tiempo, sólo nos quede ese recuerdo. No es mi apuesta pero, quizás, luego de que festejemos el 10 de diciembre próximo los 40 años ininterrumpidos de democracia, lo más sólido que tengamos –lo único que no se desvanezca en el aire, aunque también– ocurra el 18: “¿te acordás de que hace un año ganamos la Tercera?”.
PA/MG
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