Flor Sichel, filósofa: “Sentimos mucha culpa por no estar todo lo felices que nos dicen que deberíamos siendo madres”

Cuando alguien pregunta a las hijas de Flor Sichel (Buenos Aires, 1989) a qué se dedica su mamá, responden sin problema que es “filósofa”. En cambio, a la propia Sichel le costó muchos años reconocerse como tal. Es profesora de Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, pero además es divulgadora sobre temas de crianza y maternidad, y lo hace desde su newsletter Harta(s), desde su cuenta de Instagram, desde sus libros, desde los escenarios.
“La filosofía es también un trabajo, y no solo la estatua de Platón que aparece en Google”, plantea Sichel durante esta entrevista. Y, sin embargo, ella tuvo que aguantar que la llamaran “la niñera, de forma peyorativa” cuando empezó a enseñar Filosofía a niños y niñas de cinco años. Si esos 'puristas' hubieran sido conscientes de la verdadera importancia de los cuidados –en este caso, a las infancias–, sabrían que “niñera” no es ningún insulto, y mucho menos para Flor Sichel.
—Teniendo un newsletter que se titula Harta(s), la primera pregunta es obligada: ¿de qué está harta?
—El newsletter tiene ya cinco años, pero yo sigo estando harta, y reivindico un poco ese hartazgo. El newsletter surge en la pandemia, en el primer encierro de 2020. Acababa de ser madre y sentía que no entendía nada; las condiciones habían cambiado para todos y para mí, porque me había convertido en madre. No estaba harta de mi hija, sino de la conciliación tan imposible que resultaba: aprender a ser madre estando tan sola, aunque éramos mi pareja y yo, sosteniendo a mi hija y haciendo todas las demás tareas, que no se habían interrumpido. Estaba harta de esa sensación de no poder con todo, con todas las exigencias que nos imponen. Hoy soy otra persona, entre medias tuve otra hija más y pasó el tiempo, pero sigo estando un poco harta de eso.
—Su última charla se titula Todas las exigencias del mundo y alude a los muchos mandatos que soportan las madres, entre otros ser “mega productivas, tener buena presencia, ser buena madre y buena hija también”, dice. Y además de todo eso hay que ser feliz, o parecerlo… ¿Qué pasa si no lo somos?
—Hay una omnipresencia de la felicidad en el ambiente: todo el tiempo, o todo lo que hacemos, se nos exige que sea de manera feliz. Cuando lo pongo en duda parece que soy una amargada: ¿qué te cuesta ponerle una sonrisa a la vida? No estoy en contra de que sonriamos a la vida, lo que me parece un poco problemático es qué deja afuera todo este mandato y esta exigencia. Para empezar, deja afuera a un montón de emociones con las que convivimos, a un montón de dificultades e incertidumbres con las que lidiamos, propias de la vida, con las que pareciera que no quisiéramos tener contacto. Me parece que tenemos miedo de angustiarnos, y no hablo de ponernos a llorar, sino de animarnos a habitar una angustia existencial propia de la vida.
Lo que termina pasando es que sentimos mucha culpa cuando no nos sentimos todo lo felices que nos prometen que nos deberíamos sentir. Porque, además, es una promesa: cuando seas madre conocerás el verdadero amor; cuando tengas pareja vas a saber lo que es sentirse acompañada; cuando tengas el trabajo de tus sueños no vas a sentir que trabajás. Los que vamos habitando esos lugares sabemos que no es cierto, entonces lo que termina pasando es que lo sentís como un fracaso personal, cuando en el fondo es mucho más común y más humano. La vida es más compleja que solo sentir emociones positivas.
Seguimos oprimidas, cansadas, con un montón de culpa y de carga mental, pero se nos muestra de otra manera, a modo de exigencia de buena voluntad y predisposición
—En España se hizo viral el discurso del guionista Eduard Sola, que al recibir un Goya criticaba la idea de las 'supermadres' pero, sobre todo, ese dar por sentado que una madre va a estar ahí y se va a sacrificar porque sí. “Apostemos por una crianza que no necesite supermadres”, dijo. ¿Qué piensa cuando escucha algo así?
—En primer lugar, quiero reivindicar el derecho de todas las personas de ser cuidados y de cuidar. No todas las personas somos madres o padres pero todas somos o fuimos hijos y, de alguna manera, estamos vivos porque fuimos cuidados. Más allá de la decisión individual de querer o no ser madre, se trata de entender que los cuidados tienen que tener un lugar fundamental en la sociedad, tienen que ver con ese derecho a ser cuidados. Y eso pareciera no ser visto, o no ser valorado. Ese discurso tenía que ver con dar el reconocimiento a esas mujeres y esas madres que estuvieron cuidándonos y que pareciera que no hacían nada, entre comillas.
Hasta el día de hoy me escriben mujeres que dicen: no me siento valorada porque no recibo un ingreso. El cuidado es un trabajo fundamental y es lo que permite que tantas infancias estén vivas. Y no debiera recaer sobre una sola persona, debería importarnos como sociedad. Hasta que eso no suceda, vamos a seguir con maternidades sacrificadas o invisibles.
En parte dejamos atrás cierta maternidad más abnegada o sacrificada, y está buenísimo. El tema es hacia dónde fuimos: yo pongo en duda que sea hacia un lugar de mayor liberación. Muchas veces, creo que estamos de una manera distinta, pero que seguimos oprimidas, cansadas, cargando con un montón de culpa y de carga mental, pero que se nos muestra de otra manera, a modo de exigencia de buena voluntad y predisposición.
No es solo que el padre ejecute una tarea que yo le digo, es justamente no tener que decírsela
—El cuidado debe recaer sobre más de uno, pero si tengo que decirle a mi pareja qué es lo que tiene que hacer, no es equitativo, ¿no?
—Este es un tema redifícil. Siento que estoy yendo constantemente sobre desigualdades que se me escapan. Incluso con todas las lecturas feministas que puedo tener, todo el tiempo está esa idea de pelearme contra esa madre que soy y que no quiero ser: la que carga todo, la que absorbe todo. Para que eso no suceda, por supuesto necesitamos de la otra persona, si es que son dos, y que haya una verdadera corresponsabilidad. No es solo que el padre ejecute una tarea que yo le digo, es justamente no tener que decírsela. La famosa carga mental con la que todavía lidiamos las mujeres y las madres: incluso construyendo parejas corresponsables, muchas veces el entorno o la sociedad te lo hacen ver. En la escuela, si mi hija se olvida la vianda, me llaman a mí primero. O crean un chat y le ponen chat de madres, no de cuidadores. Todo el tiempo hay que estar prestando atención a esas cuestiones, lo cual a veces es agotador. Y si no tenés a la otra parte que sea lo suficientemente corresponsable, una termina haciendo cosas por cansancio. 'Dejá, ya lo hago yo antes que tener que explicártelo'. Las madres necesitamos poder delegar y, para eso, necesitamos cuidadores corresponsables.

—Usted saca pecho, con humor, de ser una madre “promedio”.
—Quería hacer una nueva versión de la madre ‘suficientemente buena’ de Winnicott. A la maternidad hay que ponerle humor y reírnos de estas contradicciones; pero además no me interesa ponerme en estos ideales de las redes sociales que están teñidos de una moralización de la maternidad. No quiero ponerme en el lugar de la buena madre, de la mala madre, de si esto es una buena práctica o una mala práctica, constantemente estamos moralizando. Lo que me interesa, y son gajes del oficio de la filosofía, es justamente salir a observar, a hacer preguntas, mostrar dónde están las contradicciones, mostrar más de un punto de vista, corrernos de esos lugares en donde la madre monopoliza todos los discursos y ya es o la superheroína que salva todo o la culpable de todos los males. En estas narrativas, por suerte hay más personajes aparte de la madre, y a mí no me interesa ocupar el lugar de la buena madre ni de la mala. Me sienta cómodo el promedio.
Necesitamos desarmar los arquetipos de las madres que hemos aprendido... No sos peor madre por no cocinar los panqueques de chía un jueves a la noche, nos pasa a todas
—Luego está el tema de la culpa. ¿Por qué es algo que atraviesa a las madres, o a las mujeres en general?
—Adrienne Rich habla de que la culpa es la mayor herramienta de control social. Todas tenemos culpa; no puede ser que nos vayamos a dormir pensando que nunca es suficiente. Para mí, tampoco es fácil decir 'no tengas culpa', porque la culpa aparece. A mí lo que me ayuda es entender el contexto, porque criamos en un contexto determinado y eso hace enmarcar y entender dónde estoy parada. No para eliminar la culpa, pero sí para empezar de a poco a sentirme más acompañada. La culpa la podemos contrarrestar dándole un contexto, acercándola a otras madres, que nos sentimos igual, y entendiendo que no sos peor madre por no cocinar los panqueques de chía un jueves a la noche, que es algo que nos pasa a todas.
Pero no basta con decirlo: necesitamos, otra vez, poner los cuidados al centro y desarmar los arquetipos de las madres que hemos aprendido. Entender que existe la madre promedio tiene que ver con traer otros modelos de maternidad que fracasan un poco en el mejor de los sentidos: nos equivocamos, erramos, pero de alguna manera eso también habla de que nos involucramos. Se trata de aprender sobre el camino y lidiar con esas complejidades.
Escribo los libros que escribo no en una biblioteca encerrada, sino a la noche, entre pañales, entre chupetes, mientras espero para la actuación de mi hija; el conocimiento se gesta también desde estos lugares
—A lo largo de su trayectoria fue rompiendo con prejuicios y estereotipos en torno a la figura de filósofa y a qué debe hacer alguien que estudia Filosofía. ¿Tuvo que enfrentarse a otros adicionales por el hecho de crear contenido sobre maternidad y divulgar en redes?
—El mayor prejuicio al que me enfrenté es al propio. Estudié en la Universidad y aprendí un modelo de filósofo y filósofa que se dedicaba a la academia, a la investigación y que, si se dedicaba a la docencia, era a la docencia universitaria. Yo, desde que salí, hice todo lo contrario: empecé a dar clases de Filosofía a chicos de cinco años, lo que para muchos filósofos era un delirio. Me llegaron a decir directamente si yo era la niñera, de forma muy peyorativa, y volvemos de nuevo a la idea de los cuidados como algo menor. Y precisamente desde la Filosofía, que siempre fue un pensamiento canónico y de varones.
Pero el mayor prejuicio fue propio porque yo misma, muchas veces, me pregunto si lo que estoy haciendo es Filosofía. Y lo hago porque en algún costado lidio también con el síndrome de la impostora, y con un montón de arquetipos de lo que debería hacer un filósofo. Pero le batallo a eso en la práctica diaria, entendiendo que la filosofía está también en lo cotidiano. Yo escribo los libros que escribo no en una biblioteca encerrada, sino a la noche, entre pañales, entre chupetes, los escribo tomando un café mientras espero para la actuación de mi hija; las entrevistas que doy ocurren en esos contextos también. Me encantaría que fueran en otros, pero justamente se topan con quien soy. Lo que más me interesa es mostrar estas cosas: las mujeres también podemos producir de esta manera, y el conocimiento se gesta también desde estos lugares. Es desordenado, se corta un poco, pero también es así como yo produzco. Me gustaría estar en una torre, teniendo disponibilidad plena, pero no ocurre, no es mi realidad, y creo que no es la de nadie. Se trata de mostrar, otra vez, las condiciones de producción hoy en día. Casi no quedan esos filósofos que puedan filosofar todo el día sin que nadie los interrumpa: la mayoría estamos con varios trabajos, corriendo de un lado a otro.

—Entonces sí se puede filosofar mientras se da la teta.
—Totalmente. Ahora ya dejé de hacerlo, porque además ya no doy la teta, pero en los primeros correos [de su newsletter Harta(s)], en vez de poner eso de 'la lectura de este artículo te llevará ocho minutos', yo ponía el tiempo que me había llevado de cuidados: este correo me llevó tres lactancias, o lo que fuera. Era la forma real que tenía de medir el tiempo. Literalmente, escribía mientras daba la teta o mientras dormía a mi hija. Y un poco me sigue pasando: subo el contenido mientras voy en el colectivo o mientras duermo a mis hijas. Muchas veces digo: si me vieran en las condiciones en las que escribo lo que escribo… Es una manera desordenada, desorganizada, contaminada.
Aprendí, contra todos los prejuicios, que en la maternidad hay un montón de filosofía
—Y a pesar de esas condiciones, esa maternidad, esa vida que 'contamina' su trabajo, ¿también aportaron algo a su formación como filósofa?
—Totalmente. Pienso que hay que hacer de la maternidad, y de los cuidados, un motor de lucha y, en mi caso, de inspiración, de escritura. No me interesa ser filósofa, por un lado, y madre, por el otro. Tenemos que dejar de pensarnos como si fuéramos mónadas, aisladas, y entender que somos eso, todo junto. Cuesta mucho, porque todo el tiempo nos dicen que tenemos que hacer lo contrario. Yo aprendí, contra todos los prejuicios, que en la maternidad hay un montón de filosofía. Y hoy, gracias a eso, puedo trasladarlo a otros escenarios, entonces me pregunto sobre las condiciones en el trabajo, las condiciones en la pareja, y todo eso lo aprendí gracias a la vida cotidiana. ¿Cómo no voy a pensar que eso es un insumo para la filosofía? Y viceversa, claro. La filosofía me permite entender que el mundo, tal y como lo conozco, puede ser repensado, y que vale la pena hacernos preguntas sobre esto, aunque sean dolorosas. Para mí, hay algo de reivindicar ese dolor como potencia y como motor de cambio necesario.
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