Memorias de un chancho salvaje, Julio Iglesias por la mañana
Venía con Julio Iglesias muy bajito en los oídos. Culpo a la serie documental sobre Bilardo –la comentamos por acá– porque me pegó dos cosas: la canción Me olvidé de vivir y unas preguntas que atraviesan la letra y que insisten: ¿para qué apurarse? ¿cuál es el sentido de la velocidad?
Pero mi vida gira en contradicción (y, como habrán notado, casi siempre entre canciones): mientras avanzaba el tema, apuraba el paso porque en mi ejercicio diario, que les conté hace un tiempo acá, me gusta seguir una rutina concreta con horarios bastante fijos, con momentos definidos (el brazo levantado en la esquina exacta para saludar a otro habitué de la primera mañana, el zigzag para evitar las baldosas flojas ya conocidas después de los que baldean temprano, la reverencia ñoña frente a las imágenes de Pugliese, de Maradona y del Gauchito Gil que me cruzo cada vez), con escenas que bordean el silencio, que lo celebran porque es un tesoro (de paso: por acá Alexandra Kohan le hizo un elogio precioso, ¡pasen!).
Cuando es temprano la ciudad nos pertenece a las personas sigilosas y después todo es ruido. Entonces acelero para ganarle al pulpo del día y sus tentáculos, a la inundación de barullo, de notificaciones, de demanda. A esa hora, en ese silencio mullido, la música me lleva para que la lleve, o algo así y me voy moviendo cada vez más rápido. Me olvido de Julio Iglesias aunque lo tenga encima y lo esté cantando en mi cabeza en ese mismo instante y lo repita y vuelva a hacerlo al día siguiente. Me olvido de vivir en un sentido menos prescriptivo, quizá más vital: me olvido porque nunca me acordé, porque en realidad nunca supe, porque no hay un saber posible. Porque no hay cómo (Charly García nos lo tatuó en la memoria musical: sabés que no aprendí a vivir).
En eso estaba, en una versión propia y de baja intensidad de mi derecho al olvido (ahora que el tema es noticia, pueden leer algo por acá), hasta que un estallido me sacó del trance. Primero vi la multitud, cuando me acerqué entendí mejor: un grupo de adolescentes con sombreros y pelucas coloridas, y en medio de la calle, había encendido alguna cosa pirotécnica que fue atronadora. Después vinieron los aplausos, los cantos, los redoblantes. Dudé un instante hasta que entendí que se trataba de un festejo que para mí es nuevo, pero que parece que hace un tiempo es muy frecuente entre estudiantes: el UPD, es decir, el Último Primer Día. El festejo por la última jornada en la que los alumnos y alumnas, en este caso del secundario, van a arrancar un año lectivo con sus compañeros. En la calle prácticamente vacía, con pocos transeúntes y todavía menos autos, la celebración parecía algo absurda. Como el árbol que se cae en medio de un bosque sin que nadie lo escuche. Como un disfraz a medias. Pero los chicos no paraban de bailar, mientras desde la vereda los observaba un grupo de adultos (familiares y docentes, asumí). Algunos incluso los grababan con sus celulares o sacaban fotos.
Volví a pensar en esa ceremonia impostada como la mayoría –y no la critico, no podría hacerlo, ¡si yo misma les revelé mis rituales pavotes un poco más arriba!– cuando veía esta semana la serie In My Skin.
Abajo les cuento más, pero por ahora les adelanto que es excelente y que se trata de una de las llamadas de coming of age (nos referimos a esa definición por acá, perdón si hoy estoy muy insistente con los links, por ahí me levanté arbórea). En español la traducción, que siempre es aprender a esquivar como dice Laura Wittner en su libro Se lee y se traduce (¡ejem!), puede traer más de un escollo: por lo general se las señala como telenovelas, películas o series de aprendizaje.
Con una madre que padece un trastorno bipolar y un padre violento y alcohólico, Bethan, la protagonista de In My Skin, es una adolescente galesa que sobrevive en un entorno difícil. Y lo logra a pura impostura. A los docentes, a los compañeros y a sus amigos les habla de una familia idílica y amorosa que se preocupa por ella cuando en realidad tiene que encargarse sola de resolver varios problemas.
Lo que me interesa de la serie es que más que una lección o un saber, lo que aparece a lo largo de los episodios es una sucesión de pasajes, a veces muy dolorosos, a veces graciosos: los días y las noches con sus amigos mientras se emborrachan, el flechazo que siente por una de las chicas populares de la escuela, la campaña que arma para la elección de una representante estudiantil, los exámenes, la complicidad y las peleas con los que más quiere. No hay aprendizaje posible, hay ritos patosos, descosidos a propósito, como el uniforme que usa Bethan. Endebles como las mentiras que dice y que los demás, tan impostores como ella, no le cuestionan.
Espero que In My Skin tenga muchas temporadas más (la última se estrenó en noviembre del año pasado y parece que podrían venirse nuevas) y que falte mucho para el Último Primer Día de Bethan y los suyos. De todas maneras, si me los llegara a cruzar por la pantalla siguiendo los pasos de ese ritual, aunque aturdan, me voy a quedar mirándolos.
Lo prometo. Es más: lo prometo por Julio Iglesias.
Va una nueva entrega de Mil lianas. La ceremonia desgarbada y silenciosa de cada semana.
1. Derroche, de María Sonia Cristoff. Esta novela es una novela de fragmentos, una secuencia de textos rotos y alucinantes, de correspondencia incompleta, para usar el nombre de uno de sus capítulos. Es que, con una exhibición notable de estilos y también con mucho humor, María Sonia Cristoff despliega una intriga en cuotas: Lucrecia, una mujer joven que trabaja en el mundo académico porteño, recibe como herencia un misterioso tesoro enterrado en algún lugar de La Pampa. Se trata del legado de Vita, su tía abuela. Lejos de una estructura tradicional, el camino de Derroche (Literatura Random House, 2022) es el de la sucesión de narradores y de registros.
Al comienzo aparece bien nítida la voz de Vita (mención aparte para la recuperación ajustadísima de cierta impunidad afectuosa en los adultos mayores, el arma de doble filo verbal que les habilita a decir y decir) por medio de unas cartas. Más adelante le siguen los cuadernos de infancia de esa misma mujer, una memoria que se alterna con parlamentos de obras de teatro anarquistas. Y luego vendrán, con ritmo vertiginoso, los intercambios laborales de Lucrecia, los apuntes que ella misma toma, los correos electrónicos, un telegrama de renuncia, una voz del más allá y hasta las memorias de uno de los personajes centrales de la novela, un chancho salvaje que contará la crónica de sus días en la ciudad y en la ruta.
Con ideas muy corrosivas sobre el universo del trabajo, sobre las costumbres de un mundo que demanda todo el tiempo y no hace más que desgastar a quienes lo habitan, la autora ofrece un texto potente, lleno de texturas, de géneros, de pequeñas y grandes escenas. Es tan diversa y tan precisa la paleta que el derroche que propone el título del libro, antes que un despilfarro, está planteado como una ofrenda textual, una escritura que es puro vigor.
María Sonia Cristoff nació en Trelew, en 1965. Es autora de Mal de época, Inclúyanme afuera, Bajo influencia, Desubicados y Falsa calma. Además es docente de escritura en dos universidades.
Derroche, de María Sonia Cristoff, fue editado por Literatura Random House.
2. In My Skin. Como decíamos arriba, In My Skin tiene como protagonista a una adolescente que vive en Cardiff, la capital de Gales. Con una familia llena de problemas, y siempre saliendo a las corridas para apagar incendios de los demás, Bethan es alumna de un secundario donde no faltan las peleas, el bullying y hasta cierto desdén de los adultos hacia los estudiantes. Ella, que tiende a querer pasar inadvertida, vive escondiéndose. Y lo hace con mentiras, porque no quiere que nadie sepa cómo son sus padres en realidad. Además, aunque le gusta mucho escribir y es muy buena en lo suyo, intenta mantenerse a un costado, un poco en la suya.
Por momentos, In My Skin tiene algo del desenfreno y el humor en la crisis que comentábamos por acá cuando hablábamos de la canadiense ¿Me escuchas? (recordatorio: está en Netflix). Por momentos se acerca un poco a Euphoria y también a otras producciones con jóvenes haciéndose cargo de alguno de sus padres, como Please Like Me (también disponible en Netflix).
En varias publicaciones extranjeras destacaron que In My Skin, al igual que otras producciones recientes británicas como I May Destroy You de Michaela Coel (disponible en HBO Max) o Fleabag, de Phoebe Waller-Bridge (se puede ver en Amazon Prime) se nutre de material autobiográfico de su creadora, Kayleigh Llewellyn, que creció en Cardiff en un contexto muy parecido al que muestra la serie.
Desde su estreno en 2018, In My Skin no para de cosechar elogios y desde hace unas semanas la primera temporada (son dos muy cortitas, de cinco episodios cada una) está disponible en el catálogo local de HBO Max.
La primera temporada de In My Skin está disponible en HBO Max.
3. Coda. Una aclaración: el título de esta película es, en realidad, una sigla. La que se usa para hijos oyentes de personas sordas (child of deaf adults, en inglés). La historia de Coda está centrada justamente en la vida de Ruby Rossi, una adolescente que, además de ir a la secundaria, debe ayudar a su familia de pescadores –padre, madre y hermano sordos– en el trabajo. Sobreadaptada y siempre intentando resolver problemas en un mundo hostil para las personas con cualquier discapacidad, Ruby se levanta al alba, va hasta el puerto, se embarca con los suyos, hace de traductora entre sordos y oyentes, negocia la venta de sus productos y por fin va a clases.
Cuando está por definir su futuro, por decidir qué quiere hacer con su vida una vez que termine la escuela, empiezan las dudas. Porque Ruby, que vivió y creció en lenguas de señas, que escuchaba mientras los demás no, ama la música y ama cantar. Además tiene una voz que llama la atención de uno de sus docentes, un hombre que la incita a seguir perfeccionándose. Pero, para que eso ocurra, su familia deberá entender que ya no podrán contar con ella.
Calificada por varios críticos como una suerte de crowdpleaser –esas películas que no vienen a inquietar, que están hechas un poco para que la amen las multitudes–, Coda es efectiva en su búsqueda. Principalmente por el encanto de las fórmulas, con todo lo predecible que puede ofrecer un coming of age hecho y derecho: es emotiva y tiene personajes entrañables, además de una banda sonora amable, que se puede escuchar por acá.
Con una actuación muy destacada de Emilia Jones, la protagonista, el largometraje tiene varias nominaciones al Oscar y ya cosechó algunos premios internacionales. Un asterisco: una de las canciones centrales de la película es Both Sides Now. De ese tema divino y de Joni Mitchell hablamos hace poquito por acá.
Coda está disponible en Amazon Prime Video. También se puede ver en algunas salas de cine.
4. Bonus track: las canciones de Mil Lianas. Ya les dejé por acá y también por acá algunas de las muchas playlists que acompañan mis días. Esta vez quiero invitarlos a pasar a la lista de canciones que forman parte de las ¡65! entregas de Mil lianas, y que se seguirá completando a medida que pasan las semanas.
Son los temas que fui nombrando en algunas ediciones, los que dispararon desvaríos por alguna razón, los que me comentaron por mail o por redes. En fin, la banda sonora de este espacio deforme y maravilloso que comparto todos los viernes con ustedes.
¡Hasta la próxima!
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