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Muerte en los ojos, días en carne viva

"Canciones sobre una casa, cuatro amigos y un perro", por Santiago Motorizado, es uno de los discos del momento

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Esto iba a ser otra cosa. O mejor: tenía pensado dejar algunos apuntes por acá, con la excusa de hacer un balance después de un octubre intenso, un montón de días en los que varias personas flotamos un poco en carne viva, arrastradas por los reencuentros, los regresos, el calor, los recuerdos, hasta el exorcismo masivo que resultó, por su potencia, el cumpleaños 70 de Charly García (algunos pensarán en Mercurio retrógrado, otros culparán a la humedad o al desgaste de tener el fin de año pisando los talones: elige tu propia aventura).

En mi esquema inicial iba a empezar con algún fragmento de En breve cárcel, el libro que más me impactó de los que leí este mes, la historia de una pasión lacerante, arrolladora, bellísima. Se trata de la primera novela de la escritora Sylvia Molloy, de 1981, que por suerte Ricardo Piglia rescató para la colección que dirigía en el Fondo de Cultura Económica y hace poco volvió en una nueva reimpresión a las librerías.

Lo dejo por acá igual, como podría haber dejado otra de las muchísimas imágenes que subrayé y que siguen resonando en mi memoria. Es la escena de una persona que escribe en una habitación modesta y es, también, la descripción hermosa de un abismo interior, universal.

“Cae en un puro crepúsculo que la sostiene, entregada, con mensajes desmadejados, inconsistentes, que desaparecen en cuanto los toca, que se desarticulan quemados, penetrados, descompuestos, que vuelven a enlazarse a medida que caen, que ella cae, que tocan fondo para recobrar el impulso, que vuelven a surgir como nuevas organizaciones. Tachadas, zurcidas: las palabras y ella. Hoy ha caído, junto con su letra, pero hoy también –como en el mar– hace pie. Ve que las palabras se levantan una vez más, como se levanta ella, agradece la letra ondulante que la enlaza, reconoce las cicatrices de un cuerpo que acaricia. Vuelven a romperse cuerpo y frase, pero no en la misma cicatriz: se abren de manera distinta, le ofrecen una nueva fisura que esta tarde acepta, en la que no ve una violencia mala, en la que sospecha un orden”.

A partir de eso, iba a apuntar dos cosas más. La primera: para tironear de esos “mensajes desmadejados”, tenía pensado mostrarles un mail extrañísimo que me llegó. Alguien me hablaba de un cumpleaños, de un balcón, de unas plantas, de unas chicas y de un tanque. Me daba órdenes, me aconsejaba esconder cosas. Por supuesto no era para mí. Pero todo esto me hizo reír mucho y me llevó a pensar en las interferencias, en las comunicaciones siempre rotas, en lo diferido; en ese destiempo inevitable que implica cualquier diálogo. Iba a bromear con la necesidad de un etiquetado frontal para empezar a comunicarnos –octógonos negros en mano– de otra manera (no me pidan sofisticación, después de los 24 grados apenas puedo pensar y quedo en piloto automático). Y hasta les iba a recomendar que leyeran todo lo que escribió Delfina Torres Cabreros sobre el tema (lo hago igual, no se pierdan su cobertura: es por acá).

Después iba a retomar lo de las cicatrices. Tenía ganas de separarlas de las heridas, de ponerlas a cada una en su lugar, de ir a la definición (cicatriz: 1. Señal que queda en los tejidos orgánicos después de curada una herida o llaga; 2. Impresión que queda en el ánimo por algún sentimiento pasado), de llegar a la raíz, de marcar ese antes y ese después.

Eso me iba a dar pie para llegar al disco que más escuché por estos días, Canciones sobre una casa, cuatro amigos y un perro, de Santiago Motorizado (a propósito, Julieta Roffo lo entrevistó hace poquito, acá dejo la nota, no se la pierdan). Quería destacar el vértigo, el talento y el mundo de epifanías que propone en 19 canciones que van de la cumbia más dulzona al punk más sucio; del folclore tierra adentro al indie rock más intimista. Esto, claro, me iba a llevar hasta Mil derrotas, la canción que más me gusta y me conmueve cada vez, por esa fractura expuesta que trae: un corazón derrotado (más allá de las estrellas/esperando la respuesta/de un deseo que pedí y no recibí), el dolor inevitable, certero; la cicatrización como un intento, como un proceso interminable más que como un fin.

Pero nada salió como esperaba (¿el calor, mis propios días en carne viva, los mensajes rotos que recibo y escribo, mis cicatrices que no dejan de insistir? Elijo mi propia aventura). Cada vez que intentaba concentrarme en el plan que había tramado –el dibujo en mi cabeza era tan nítido, y sin embargo–, las horas me llevaban a una imposibilidad. Un callejón sin salida. Una y otra vez, la intención de escribir algo con todo eso y una pared.

Me rindo, no hay caso. Quedará esto, entonces, como un comienzo fallido, una sombra, un bosquejo. Las esquirlas de lo que podría haber sido. La parte rota antes que un todo sin fisuras. Como siempre: el pie que toca fondo. Hasta que las palabras vuelvan, una vez más, a mi rescate.

Va una nueva entrega de Mil derrotas, digo Mil lianas.

1. Una presencia ideal, Eduardo Berti. Para escribir esta novela, el escritor argentino Eduardo Berti, radicado desde hace muchos años en el exterior, hizo una suerte de residencia literaria muy particular: pasó varias semanas en un hospital ubicado en Rouen (la ciudad natal de Gustave Flaubert, de paso), Francia. Y lo hizo específicamente en la unidad de cuidados paliativos, ahí donde las personas van a transitar sus últimos días de vida.

Pero lejos de los golpes bajos o de buscar el retrato de algún tipo de agonía, lo que prefirió el autor fue entrevistar a quienes trabajan allí, entre médicos, asistentes de enfermería, personal administrativo, camilleros y hasta una esteticista, para plasmar sus testimonios en los fragmentos que conforman Una presencia ideal.

Así fue que, con ese material, que proviene de los trabajadores –habría que aclarar que en su mayoría son mujeres–, con esas voces de quienes más tarde o más temprano enfrentarán con sus ojos la muerte de los pacientes de la unidad, consiguió armar un entramado que se permite la emotividad y que termina siendo muy profundo. 

Tal como aclara el propio Berti en la introducción, “los nombres de los narradores (narradoras, en su mayoría) son inventados, porque se trata de una ficción construida a partir de una experiencia real”.

Con un trabajo muy afinado del lenguaje por parte del escritor, que revela una escucha atenta, a veces estas personas –en su mayoría perfectamente conscientes de que están ante pacientes que no se van a curar– revelan anécdotas graciosas, a veces secretos y a veces sus miedos más profundos. 

Una presencia ideal, de Eduardo Berti, es un lanzamiento de la editorial Compañía Naviera Ilimitada.

2. Un año sin dormir, de Raquel San Martín. Hablábamos arriba de heridas y cicatrices y recordé algo que escuché durante las palabras inaugurales de Ida Vitale en la última edición del Filba. Para darle paso a la escritora uruguaya, la directora del festival rescató una definición suya que me gustó mucho (y que aparece en una edición de su obra reunida): “La poesía busca sacar de su abismo ciertas palabras que puedan constituir el tejido de cicatrización tras el que todos andamos sin saberlo”.

Algo de ese movimiento se puede ver en cada uno de los poemas que integran Un año sin dormir (Pánico el Pánico), el reciente libro de Raquel San Martín, en el que una voz casi diáfana vuelve una y otra vez sobre una fisura, se mueve por un terreno que desconoce, pero sobre el que decidió transitar a tientas. Les dejo uno por acá, para que vean.

Entonces aparecen las imágenes que, como procesiones discretas y heridas abiertas, van por dentro para captar, con sensibilidad y una valentía hecha de palabras precisas, la vuelta por algún precipicio, un intento de resurrección. 

Raquel San Martín nació en Buenos Aires, es editora y periodista cultural. Un año sin dormir es su primer libro de poesía. Si andan detrás de una lectura delicada y sutil no se pierdan este libro.

Un año sin dormir, de Raquel San Martín, acaba de salir por la editorial Pánico el Pánico. Más información, por acá.

3. Nadie es inocente. Una selección súper interesante de cuentos y autores argentinos contemporáneos –de Mariana Enriquez a Osvaldo Aguirre, de Horacio Convertini (de quien hablamos por acá) a Samanta Schweblin, entre otros– y un desafío: llevar al formato sonoro historias que combinan la literatura negra, con el fantástico y el policial. 

Desde esta semana y por la plataforma Contar se estrena Nadie es inocente, una serie en formato de podcast que recrea cuentos con elencos conformados por grandes actrices y actores argentinos y con la participación de uno de los grandes periodistas de policiales de la Argentina, Ricardo Ragendorfer (vale la pena decir que, además de su gran trabajo, se destaca por tener una voz ideal para esta misión). A cada entrega lo acompaña, también, una entrevista en video que el periodista realizó en la Biblioteca Nacional con las y los autores de cada cuento.

Por ahora son seis los episodios, que se irán subiendo semanalmente todos los viernes. Tuve la oportunidad de escuchar la adaptación del texto El sátiro de la bicicleta, de Horacio Convertini, en las voces de Gabriel Puma Goity, Diego Velázquez e Iván Hochman, y les aseguro que, por su enorme cuidado en el sonido y las buenas interpretaciones, la saga promete.

El ciclo Nadie es inocente se puede escuchar y ver de manera gratuita en la plataforma Contar.

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