Son padres y perdieron a sus hijos en la masacre de González Catán: “No eran usurpadores y los mataron por querer progresar”
El domingo 14 de enero a las dos de la tarde, en el barrio “8 de diciembre” de González Catán, provincia de Buenos Aires, un asentamiento extenso con árboles que ensombran los pastizales, un pequeño arroyo, una tosquera en el centro y pequeñas casillas de madera alrededor, Luis Bascope, de 16 años, sabe que tiene que correr.
No es un día para hacerlo. Con 32 grados, Luis preferiría estar en su casa de Villa Celina junto a su hijo Noah, de dos meses. O en la casa de su madre, Julia Bascope, en el mismo barrio, a la espera de que el sol de tregua para salir a patear una pelota a la canchita arenosa de Celina. Cualquier lugar, pero lejos de donde está ahora. Porque ahora, a las dos de la tarde del domingo 14 de enero en el barrio “8 de diciembre” de González Catán, durante una asamblea vecinal a la que Luis llegó junto a otros casi 80 vecinos para discutir, entre otros temas, la construcción de una plaza para niños, los disparos irrumpen en su forma más vil, inesperados.
Entonces, los gritos. Los heridos que caen. Más disparos. Tres jóvenes armados y desconocidos huyen hacia una lomada de pastizales, mientras algunos vecinos, como Luis, los persiguen. Corre Luis. No tiene una pelota en sus pies. No puede enganchar con la derecha y pisarla hacia atrás ni dormir el partido, como le gusta. Es un delantero habilidoso, cuentan los que lo vieron jugar. En el potrero de Villa Celina prefiere más pegarle de comba que rematar fuerte. Medir al arquero y buscar el espacio. Pero ahora, Luis, de 16 años, papá reciente y trabajador de la construcción, no tiene un arco de frente. Desde la lomada robusta hacia la que huían los pistoleros, a unos 600 metros de donde comenzó el tiroteo, agazapados entre pastizales altos y esperando por su momento, hay más hombres armados. Son cuatro. O cinco. O más. Cargan armas largas y apuntan directo a su cabeza. Luis, esa tarde, no puede retroceder el juego.
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La casa de Julia Bascope es una construcción ampulosa, de dos pisos, en Villa Celina, localidad del partido de La Matanza, en la provincia de Buenos Aires. Es un jueves de enero y el sol raja las paredes sin revocar del hogar, que tiene un moño de luto junto a la puerta. Hace cuatro días, cinco personas fueron asesinadas y otras 12 resultaron heridas de gravedad en González Catán, a 17 kilómetros de la casa de Julia, luego de que un grupo armado irrumpiera en una asamblea vecinos y disparara a mansalva en el naciente barrio “8 de diciembre”. Luis, su hijo y propietario junto a su novia Araceli de un terreno allí, murió tras recibir dos disparos en la cabeza. Un testigo que no quiso revelar su identidad le confesó al elDiarioAR que, a los caídos como Luis, los remataban en el piso.
Las hipótesis sobre por qué había un grupo de personas armadas y ajenas al barrio en una reunión de vecinos abundan: que los llevaron las mismas personas que “administran” la urbanización del lugar ocupado ilegalmente porque temían la represalia de los propietarios; que estaban allí “por las dudas” y no para desencadenar una matanza; que la parcela destinada a construir una plaza para los vecinos se iba a poner en venta, lo que podía llevar a una reacción de los propietarios en contra de los “administradores”. El Gobierno también elaboró su propia hipótesis y, además, le agregó una chicana: “Han hecho tanta publicidad del Estado presente y de repente vemos gente matándose por tener un pedazo de tierra”, ironizó el portavoz presidencial, Manuel Adorni, y agregó que el hecho se trató de un asunto “estrictamente provincial”.
Para Julia Bascope, sin embargo, no hay hipótesis, ni chicanas. Hay certezas: “Mi hijo no era un usurpador. Él quería un futuro mejor para mi nieto y su pareja, y lo mataron a sangre fría”, dice la madre.
En la casa de los Bascope hay un altar con velas sobre una mesa blanca. En el centro, un retrato de Luis: tiene un flequillo negro y lacio, tan prolijamente cortado que parece pintado. Y sonríe. “Decía siempre que quería jugar al fútbol para ganar plata y comprarme una casa con vivero porque a mí me gustan las plantas”, cuenta Julia. Es boliviana y llegó al país hace 18 años, desde Santa Cruz. Ama de casa, su pareja la abandonó cuando Luis nació. “A él le importaba mucho ser un padre responsable porque no tuvo papá”, dice. “Hace dos meses había nacido su hijo”.
Noah Bascope Rivera llegó en noviembre, tras su noviazgo con Araceli Rivera, también de 16 años. El papá de Araceli les regaló a los dos el terreno en González Catán el año pasado para que se muden allí desde Celina y críen a su hijo. “Trabajaba por la mañana en una construcción y estudiaba a la noche. Los fines de semana se iba al terreno a cuidarlo y recién volvía el lunes a visitarme”, retoma la madre. El domingo por la tarde, Julia recibió un llamado desde el Hospital Balestrini: su hijo estaba internado y necesitaban que se acerque urgente para firmar el consentimiento de una operación de riesgo, dado que era menor de edad. “Cuando llegamos, estaba todo entubado, lleno de sangre”, rememora la madre. A las seis de la tarde de ese domingo, cuatro horas después del tiroteo, Luis falleció tras un paro cardiorrespiratorio producto de las dos balas en su cabeza. Al día de hoy, no se sabe quiénes dispararon.
“Era fantasioso. Quería juntar plata para armar la casa en el terreno que le regalaron los suegros. A la vez quería ser jugador de fútbol. Hincha fanático de Boca”, dice Julia. La canchita de Villa Celina, a unas cuadras de su casa, está vacía: el sol aún no permite jugar. Santino, de ocho años y hermano menor de Luis, viste una remera de Boca. “Le pegaba de comba, siempre”, recuerda.
Olga Jiménez dirige el comedor “Mamá Celina” desde el 2012. Conocía a Luis “como si fuera un hijo más”. “De chiquito venía al comedor. Una persona muy, muy buena. Ahora viene su hermanito”, dice. Se enteró de la muerte el mismo domingo, cuando unos jóvenes se le acercaron y le mostraron uno de los videos que circularon de la masacre. En una de las filmaciones, captadas por un celular, se ve a un grupo de gente agolpada que, tras oír una ráfaga de disparos, comienza a correr. En otro, se filman algunos heridos en el piso. Ninguno, sin embargo, es Luis. “Con él se muere una parte del comedor”, dice Jiménez, mientras una capa de polvo se levanta en la canchita.
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La noche anterior a que lo asesinaran, Leonel Tuco Tapia, de 28 años, había ido al recital de La Renga en la cancha de Racing. El sábado 13 de enero, junto a su hermano mayor, Geovani, de 32 años, se emocionaron y cantaron con la icónica banda de Mataderos. Leonel, sin embargo, no podía desvelarse mucho. El domingo temprano tenía que estar en el terreno de González Catán que había comprado junto a su novia, Ayelén Flores.
La oferta les llegó a través de la familia de Ayelén en noviembre; les comentaron que en ese lugar del conurbano había terrenos baratos para comprar y construir. A Leonel no le seducía para nada mudarse desde Lugano, en Capital Federal, hasta González Catán. Sin embargo, la oportunidad de tener un terreno propio por poca plata ─alrededor de un millón de pesos─, era algo que sí veía con buenos ojos. “Él lo quería para inversión”, cuenta Harry Tuco Tapia, desde su casa en Lugano. “No era un usurpador, como dicen. Vio una oportunidad de negocio con la pareja. Mi hijo siempre ahorraba e invertía por su futuro”, agrega.
Harry llegó desde La Paz, Bolivia, junto a su pareja Teresa en 1991, al poco tiempo de nacer Geovani, su primer hijo. Años más tarde, en el 95, llegaría Leonel. “Venimos de una familia de laburantes y llegamos a la Argentina en busca de progreso”. En Bolivia, cuenta, era albañil. “Acá me dedico a la costura”, señala Harry. La crianza de Leonel fue sin lujos, aunque tampoco carencias. “Desde muy chico él quería progresar. Siempre fue de proyectar un futuro mejor para él y la familia”, retoma Harry. Los oficios abundan en su historia: volantero, empleado en un comercio de ropa, taxista, cadete en un estudio jurídico, enfermero, cortador de ropa en un taller de Villa de Celina. Los gustos también: autos con parlantes estrafalarios, el fútbol y Boca Jrs., los viajes a las cataratas del Iguazú con su novia, la música. El sábado, durante el recital de La Renga ─casi al final─, ‘Chizzo’ cantó “El viento que todo empuja”, el tema preferido de Leonel. “El águila muerte siempre vuelve/ y afina su aguda vista/sin saber cómo fue vivir”, reza en una estrofa.
El domingo 14 de enero, pasada las dos de la tarde, Leonel cortaba el pasto de su terreno en el barrio “8 de diciembre” de González Catán, mientras su novia asistía a la asamblea vecinal. Tras ver la turba de vecinos que perseguía con piedras y palos a tres personas armadas, se sumó a ellos. Hasta que llegó a los pastizales, de donde salieron más hombres armados. “Fue una emboscada”, afirma Ayelén. “Estaban preparados para disparar”.
Leonel, al igual que Luis Bascope, recibió un disparo en la cabeza. Su novia, luego de ser consciente de la situación, lo cargó como pudo a su auto y lo llevó a un hospital. “Lo sentía frío ya”, cuenta entre lágrimas. “No sé porque salió a perseguirlos, es algo que me lo voy a preguntar toda la vida”. Leonel tenía una remera manga corta y en cada uno de sus brazos, tatuados, dos nombres: “Teresa” y “Harry”.
Cuando Harry se enteró de la muerte de su hijo, fue hasta González Catán a buscar sus pertenencias. La tierra que Leonel había comprado con sus ahorros y préstamos familiares, vio Harry ese domingo, estaba regada de sangre, con casquillos de bala desperdigados. “Mi hijo solo pensaba en tener un futuro mejor”, dice el padre. “Pocos laburantes con ganas de avanzar en la vida había como Leo”.
Ayelén tiene una bolsa de nylon negra sobre su regazo. Son las zapatillas de su novio. Las últimas que usó. Negras, de plataforma blanca, todavía tienen gajos de pasto entre los cordones. “Quiero que se haga justica por Leo. Que caigan todos los culpables”, dice. Sobre los terrenos de Catán, la joven sentencia: “No quiero volver nunca más”.
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El 8 de diciembre de 2023 se realizó el loteo y la posterior ocupación de los terrenos, donde primeramente se instalaron 70 familias. Había lugar para cuatrocientas en todo el predio.
El loteo, según explican vecinos del lugar, fue realizado por “delegadas”, que además están a cargo de cobrarles a los futuros propietarios de esas tierras los servicios del tendido eléctrico, la apertura de calles y los pozos de aguas. El valor de los lotes iba desde $20.000 a los $500.000 en los primeros meses. Luego fue elevado a entre $1 millón y $3 millones. El valor de las cuotas que cobraban por los servicios era decidido únicamente por las “delegadas” y “delegados”. Quienes no lo pagaban, señalan algunos vecinos, eran expulsados del predio a la fuerza. “Ese mecanismo se fue convirtiendo en un método para amedrentar a los vecinos”, explica un residente del barrio.
En los últimos meses, producto de algunos “abusos” por parte de los delegados, la tensión entre los propietarios aumentó. El domingo 14 de enero, día de la masacre, la asamblea se organizó a la salida de la casa de Juana Correa Villalba, una de las delegadas, hoy detenida junto a dos hombres más: el “delegado” Wilson Santander y el vecino del barrio Walter Escobar. La propuesta, relatan algunos testigos, era discutir temas de urbanización, como la creación de una plaza y los avances de otras obras. Es ahí donde comienzan los tiroteos y las corridas. Los peritos determinaron que las armas utilizadas fueron 9 milímetros, calibre 40 y FAL (Fusil Automático Liviano). La razón por la que un grupo de sicarios atacó a los vecinos aún no fue confirmada por la justicia.
La hipótesis de una “emboscada” es la que más sostienen los vecinos que estuvieron aquel domingo. “Hubo una masacre preparada”, señala Eduardo Belliboni, referente del Partido Obrero. Junto al dirigente Juan Grabois, el PO tomará la representación legal de tres de las familias de las cinco víctimas fatales.
Este domingo, durante un acto en el barrio, se propondrá un nombre para refundarlo. Algunos vecinos dicen que el cambio de fecha del “8 de diciembre” al día de la masacre “14 de enero” es lo más apropiado. Sin embargo, una fuente que prefiere no revelar su identidad, quiere que se llame “Sin fronteras”, ante las múltiples nacionalidades que lo habitan. “Y para que podamos vivir, por fin, en paz”.
FLD/DTC
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