Una hazaña de la ciencia y un héroe poco conocido
Esta semana se publicó en la revista Science el mapa casi completo del genoma humano. Conocemos ya en detalle el conjunto del material genético que constituye nuestra especie, un rompecabezas de más de 3.000 millones de piezas. Estuvo a cargo de la investigación un consorcio de universidades financiado por los Institutos Nacionales de Salud, una repartición pública de los Estados Unidos. Se trata de un logro científico enorme, que habilitará aplicaciones médicas y de otro tipo de una importancia difícil de predecir.
En verdad el anuncio actual significa un ajuste y profundización de lo que fue el verdadero parteaguas: la publicación en 2001 del primer “borrador” del genoma humano completo. Ese logro estuvo en manos de otro consorcio, el Proyecto Genoma Humano, como el actual también compuesto por un grupo de universidades, en este caso aunando esfuerzos de varios países: participaron institutos y centros de estudios sin fines de lucro de EEUU, el Reino Unido, Japón, Francia, Alemania y China. El Proyecto Genoma Humano había sido puesto en marcha por el gobierno estadounidense en 1990. También en este caso la financiación fue básicamente del sector público.
Toda esta historia tiene un capítulo interesante que no suele recordarse. En 1998, poco después de que comenzara el trabajo del Proyecto Genoma Humano, una corporación privada lanzó su propio proyecto de secuenciación, con la esperanza de llegar antes que el consorcio y patentar el descubrimiento. La empresa se llamaba Celera Genomics y había sido fundada ese año por Craig Venter, un científico que hasta entonces trabajaba para los Institutos Nacionales de Salud, donde había aprendido las técnicas de secuenciación que ahora intentaba capitalizar de manera privada.
En los años siguientes hubo una verdadera carrera para ver cuál de los dos proyectos llegaba primero. Llegar primero y patentar el genoma humano significaba, para Venter y su corporación, la promesa de miles de millones de dólares de ganancias. Nada menos. Hubo presiones al gobierno demócrata de Bill Clinton, de hecho, para que dejara de financiar la investigación pública, por suerte sin éxito. Y aquí es donde entra un héroe de la ciencia poco recordado que me interesa rescatar. Se llamaba John Sulston y es el científico que lideraba el capítulo británico del Proyecto Genoma Humano, desde donde aportó alrededor de un tercio de la secuenciación.
Sulston era una rata de laboratorio. Había nacido en 1942, hijo de un sacerdote anglicano y una maestra. Gracias a una beca, consiguió estudiar en la Universidad de Cambridge y graduarse como biólogo. De allí siguió con una típica carrera de investigador universitario. La mayor parte de su trabajo transcurrió en el Laboratorio de Biología Molecular que dependía del Estado británico. Llevaba una vida austera y sus colegas lo recuerdan como una persona modesta: iba a su trabajo en bicicleta, andaba siempre en sandalias y no la faltaba tiempo para charlar con sus estudiantes. Pasaba horas en el microscopio investigando las células de un pequeño gusano, el Caenorhabditis elegans. El tipo de investigación del que hoy alguien podría sospechar que es un gastadero inútil de dineros públicos. Claro que no lo era: su trabajo fue fundamental para descubrir tratamientos contra el cáncer, entre otras cosas, y fue lo que le valió el Premio Nobel en 2002.
Por sus méritos académicos quedó a cargo del equipo británico que se abocó al Proyecto Genoma Humano, desde donde lograron avances rápidos. Consciente de que estaba en una carrera con una corporación privada que buscaba apropiarse del genoma, Sulston tomó una pequeña decisión de consecuencias enormes: en lugar de acumular información hasta llegar al resultado final, decidió ir haciendo público cada avance de su trabajo. Cada gen que descubría, lo ponía en conocimiento del mundo, liberando ese saber para quien quisiera usarlo. Y como no se puede patentar algo ya conocido, eso impedía que Venter pudiese obtener las patentes que ansiaba. Mientras corrían a ver quién llegaba primero a la meta, le arruinó el negocio.
Sulston era socialista y actuó así motivado por sus ideas. Le parecía un espanto que el conocimiento fuese privatizado. Tiempo después de que el Proyecto Genoma Humano completara su trabajo un periodista le preguntó específicamente al respecto. Sulston respondió: “Supongo que soy anticapitalista al punto de que siento que las empresas son totalmente innecesarias. Para ser honesto, creo que estaríamos perfectamente bien haciendo los descubrimientos científicos en las universidades”. Sabía de lo que hablaba: habitualmente no hay fondos privados para una investigación de base larga, costosa y de resultados inciertos, como la que él mismo había llevado a cabo con sus gusanos. Si no hay promesa de ganancia a corto plazo, no hay inversores. Encontrar la cura para las enfermedades del África, decía, no ofrece un mercado lucrativo. El capitalismo para eso no sirve. En rigor, tampoco sirvió para secuenciar el genoma: aunque muchas empresas farmacéuticas ya se están beneficiando de ese saber y muchas más lo harán en el futuro, la tarea la financió y ejecutó el sector público.
Las grandes hazañas de la ciencia suelen ser hoy colectivas. La secuenciación del genoma humano no fue la excepción: la tenemos gracias al trabajo de numerosos investigadores de varias universidades del mundo. Incluso Venter también aportó sus piezas, aunque perdiera la carrera. Pero debemos a Sulston que ese conocimiento no esté patentado. Hoy tenemos el genoma humano como propiedad colectiva de la especie humana gracias al talento de Sulston –talento que se desarrolló gracias a la beca que le permitió estudiar y a los fondos públicos que tuvo en sus años observando gusanos– pero también a sus ideas políticas y a sus decisiones.
Sulston pasó sus últimos años alternando entre su laboratorio y otras actividades, como la de promover el tercer Manifiesto Humanista o apoyar a Julian Assange en su lucha contra la persecución judicial que padece. Falleció en 2018. Craig Venter todavía masculla bronca.
EA
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