El huevo de la serpiente

Ingmar Bergman utilizó la metáfora en la recordada película que lleva el nombre de esta columna: el nazismo se había gestado a la vista de todos, como esos huevos de serpiente translúcidos que permiten ver cómo se va formando la criatura antes de que nazca. Ojalá nada parecido suceda, pero tanto a nivel internacional como local se van apilando signos ominosos que, hasta ahora, la mayoría decide ignorar. Quema de libros. Asaltos sobre el Capitolio. Intentos de golpe de Estado en Brasilia. Magnates que apoyan partidos neonazis y hacen saludos nazis. Razzias para deportar inmigrantes. Un genocidio en Gaza a la vista de todos. La multiplicación de discursos misóginos y homofóbicos. Cuando un historiador escriba la historia de este tiempo aciago, se sorprenderá de las múltiples alarmas que hubo de camino hasta aquí y que parte de la sociedad decidió activamente ignorar.
“Zurdos hijos de puta, tiemblen, los vamos a ir a buscar”. Envalentonado por la victoria de Trump, Milei se anima cada vez un poco más. Sube la apuesta. Ya se lanzó a la homofobia abierta, algo que anteriormente venía evitando. ¿Gays? Son todos pedófilos y tienen que volver al clóset. El feminismo sigue en la lista. Que nadie tenga dudas de que, si le dan los números, además de eliminar la figura del femicidio van a quitar el derecho al aborto.
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Nada de lo que diga, sin embargo, parece suficiente para que la prensa argentina lo llame no digamos “fascista”, sino al menos “de extrema derecha”, que es el rótulo que desde el comienzo utiliza la prensa internacional para referir a Milei. Está claro para todos, menos para los periodistas argentinos. Con una parsimonia exasperante, personas que hasta ahora lo defendían comienzan a preguntarse si no será, después de todo, un poquitín fascista.
Esto no surgió de la nada. No me lo digan, ya lo sé: los problemas y limitaciones del gobierno de Cristina Kirchner y el desastre inapelable del de Alberto Fernández facilitaron el ascenso de la extrema derecha. Sí. Pero hubo también todo un ejercicio de preparación del terreno, deliberado, activo, en manos de varios actores. Este huevo lo puso el PRO y sus aliados, a sabiendas o no, lo empollaron con esmero. La guerra cultural que hoy se enarbola como imperativo comenzó en 2015. La de hoy profundiza en esa huella. Recordemos sus hitos.
El ataque a los científicos y al CONICET, el señalamiento de algunos con nombre y apellido, el descrédito de las universidades, comenzó en 2016. Ya por entonces se advirtió que había granjas de trolls –los dominios de Marcos Peña– que estaban detrás del asunto instigando el odio en redes sociales. Ese mismo año comenzó la campaña sistemática de descrédito al movimiento de derechos humanos que Macri había inaugurado más tímidamente en 2014. Pronto llegarían las reformulaciones de la teoría de los dos demonios y el pedido de “memoria completa”, antes consigna de grupúsculos ultra, y ahora enarbolado por intelectuales del “Club Político” y periodistas “respetables”. ¿Comprenderán hoy quienes entonces firmaron esas demandas que abrieron la puerta a Victoria Villarruel? ¿Se harán cargo? Más odio se liberó en redes sociales y en la prensa. Una repartición de trolls pagos por el Estado inoculando odio desde la mismísima Casa Rosada. Como si nada.
El clima de guerra cultural irrumpió más claramente al año siguiente, en 2017, cuando sucedió la desaparición de Santiago Maldonado. Los llamados a la “guerra” contra el enemigo político de periodistas como Alfredo Leuco, alentados por el Gobierno, se manifestaron entonces con toda claridad. En ese momento comenzaron a registrarse el tipo de agresiones “microfascistas” entre los seguidores de Macri que hoy son moneda corriente. Y también entonces comenzó Patricia Bullrich a inventar amenazas “terroristas” cada vez con mayor frecuencia, una costumbre que mantiene hasta hoy, desde el mismo cargo que ocupaba entonces. Por abajo y por arriba, discursos de odio.
Durante el último año de su mandato Macri ya estaba abiertamente a los abrazos con Bolsonaro y hablando de la sintonía política de ambos. Los coqueteos con las iglesias evangélicas más conservadoras ya estaban sobre el tablero. En 2019 el gobierno respaldó el golpe de Estado en Bolivia y la prensa argentina hizo malabares para evitar presentarlo como tal.
En la campaña electoral que Macri perdió y en los cuatro años fuera del poder el PRO se bolsonarizó ya de manera mucho más abierta. Pichetto, Ritondo, de la Torre hicieron campaña por Bolsonaro cuando Lula, recién salido de la prisión política a la que se lo sometió, compitió para volver a la presidencia. Otros hicieron un silencio estruendoso. De nuevo, políticos y prensa hicieron fila para justificar o minimizar el intento de golpe de Estado de los seguidores de Bolsonaro. En 2021, además, en las marchas contra el derecho al aborto y otras contra el gobierno de Alberto Fernández, y a medida que se profundizaba la crítica a los derechos humanos, reaparecieron los Falcon verdes como provocación callejera. Desde entonces los vemos periódicamente: en las elecciones que dieron la victoria a Milei también estuvieron. Junto con ellos abundaron las intimidaciones a figuras que no son de derecha.
Lo que siguió es apenas más recordado: el atentado contra la vida de Cristina Kirchner, seguido por una campaña en la prensa y en las redes sociales para instalar la idea de que fue un autoatentado o que el hecho no había existido. La aparición de las inéditas marchas “contra el comunismo” en un mundo sin comunismo. Todo, normalizado en los medios de comunicación. Que también normalizaron un Milei que, en pleno debate presidencial, justificó la última dictadura usando exactamente las mismas palabras que usaron los propios militares.
Desde el comienzo, el gobierno de Milei viene en un incremento cotidiano de la dosis de fascismo, todas y cada una normalizadas por sus supuestos opositores y por la prensa. En los primeros días aparecieron esas amenazas por altoparlante en las estaciones de tren, dignas de una novela distópica. Nada. Macri llamó a los jóvenes de derecha a atacar a los “orcos” que vieran en las calles. Todo siguió como si nada. Visitas a Astiz en la cárcel. Nada. Los hechos de violencia política se registran con mayor frecuencia. La represión estatal está cada vez más desquiciada y ya se cobró una cantidad de víctimas inédita. Amnistía internacional advierte. Nada. Los discursos de odio, el señalamiento de enemigos con nombre y apellido (Lali, Julia Mengolini, Cecilia Roth, María Becerra, casi siembre mujeres), se multiplicaron por todas partes y hoy son imparables. Nada. Prohibieron un recital de Milo J porque es “político”. Nada.
Todo, además, en el marco de un recrudecimiento del racismo argentino, que obviamente no es nuevo, pero que hoy circula como si nada. Se puede insultar a “negros” y “marrones” sin que nadie diga nada. Insultos que, recordemos, apuntan además implícitamente al conjunto de nuestras clases populares, a los sindicatos y movimientos sociales y al peronismo. Clasismo, racismo y odio político todo en uno. Nada. Vía libre.
“Hijos de puta, tiemblen, los vamos a ir a buscar”. “Son todos pedófilos”. “Hay que meter bala a los marrones incivilizados”. ¿Cuánto más hay que dejar pasar? Se lo pregunto especialmente a quienes conducen programas de radio, streaming y televisión, a los editores de diarios, a los formadores de opinión, a los empresarios que aplauden como focas. También a los que votaron esto por comprensible hartazgo o porque creen que es fundamental reducir el déficit, pero no se consideran fascistas. ¿Cuánto más odio van a dejar correr? ¿Cuánto tiempo más van a creerse esa fantasía que se inventaron para justificarse, “bueno, es medio loquito, pero quizás necesitamos un loco”?
Ya sé que no se consideran fachos. Pero sepan que tampoco se autopercibían fachos muchos de los pavos que en 1922 en Italia o en 1933 en Alemania decían “al menos es algo nuevo” o “hay que darle tiempo”.
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