Prohibido pisar el palito
El debate político es un subgénero del melodrama. Los discursos acartonados definidos por los coaches de la mente pueden ir y venir por los atriles, pero la supervivencia depende de lo que no se diga, o de lo que se diga con mímica. El lenguaje, como se sabe, es un arma de cuatro filos y basta que alguien nos haga pisar el palito para que se desate la catástrofe de la verdad.
En el ya clásico Best of enemies (2015), de Rober Gordon y Morgan Neville, se montan con un gran sentido del suspenso los careos televisados por la cadena ABC entre Gore Vidal y William Buckley Jr. Estamos en vísperas de las convenciones del Partido Republicano y del Partido Demócrata de 1968, y a las gerencias del entretenimiento político les pareció un buen número de circo enfrentar estos egos formidables.
Vidal era una celebridad pública que venía bajando a los empujones (los empujones a cuatro manos de Truman Capote y Norman Mailer) de un entrepiso de la literatura sin conexión con la cima. Buckley, para decirlo en argentino, era una especie de Bernardo Neustadt de origen aristocrático, pedante como él solo, a cuya sagacidad para el empleo del cliché le agregaba un buen índice de ilustración, de la cual puede verse una prueba en la entrevista que le hizo a Borges en 1977, al mando de su programa Firing line.
Todo iba bien en los debates. Digamos que ambos entendían el código del entretenimiento que reinaba en las pantallas norteamericanas antes de la aparición rutilante del verbo “picantear”. La dinámica era la de un respetuoso peloteo de fondo, hasta que Vidal decide ir a la red para decirle a Buckley “criptonazi”, cosa que no sabemos si era (probablemente, no).
Los engranajes de la ira comienzan a montarse en el interior de Buckley, que contesta con estas palabras, traducidas para este artículo del inglés americano televisivo de 1968 a las calles rioplatenses de 2023: “Pedazo de puto, te rompo la cabeza”, mientras alzaba uno de los puños con los que habitualmente conducía su moto italiana por la Quinta Avenida.
Una palabra, una sola, desestabilizó y derrumbó la catedral de tolerancia fingida con que Buckley se había puesto a salvo de las profundidades de sí mismo. Criptonazi o no, saltó como un criptonazi; o, mejor dicho, como un nazi salido de la cripta. Reaccionó. Fue una prueba de vida que aún hoy, con Buckley muerto, sigue pagando su memoria.
Ese es el karma de la reacción. Lo bueno, es el estado de revelación que se presenta en esos incidentes, y que tienen menos que ver con la defensa de una idea que con el carácter inocultable de quien la profesa. Porque a Buckley tanto pudo haberlo ofendido que Gore Vidal lo descubra como que estuviera cometiendo una injusticia con él. ¿Quién puede saberlo?
Con el recuerdo de este antecedente memorable en la historia de pisar palitos, impresiona la performance de hielo en las venas con la que Victoria Villarruel enfrentó en el debate de candidatos a vicepresidentes los cuestionamientos a su amor por Jorge Rafael Videla y su funcionariado de torturadores.
Imperturbable, evitó varias veces morder ese anzuelo, y lo habría seguido haciendo hasta la muerte si no fuese porque Agustín Rossi se lo preguntó cara a cara para que ella recorriera con un autocontrol espeluznante los sórdidos túneles de su cabeza y, al cabo, dijera que sus contactos con el inframundo habían tenido un objetivo “blanco”: hacer un libro.
Villarruel no reaccionó, no reacciona nunca, o reacciona bajo un manto de control cuya eficacia despierta la inquietud de los espectáculos sobrenaturales. Su facón bajo el poncho es instalar una política de Estado genocidófila, para lo cual debe mostrar sólo el poncho, no el facón. Esa es la misión que desea cumplir, tal vez la única, de la que las alucinaciones de dolarización y la fumigación del CONICET son actividades secundarias.
Encontrar en semejante pedazo de soslayadora un “sí, tenés razón” aunque más no fuese testimonial es más difícil que encontrarle una cana a Carlos Melconian. Villarruel, el ángel siniestro que conoce muy bien que lo que es y lo que no es obedecen al mismo régimen verbal y que, por lo tanto, asumir un hecho o negarlo da exactamente lo mismo, es capaz de llevar a los confines el engaño, la inversión de pruebas y los actos conscientes de omisión y mentira con los que viene regando los escenarios de la discusión pública.
Luis Petri la sufrió en carne propia. Venía bien, como sedado; con algún ripio en la dicción, pero bien, cumpliendo al pie de la letra con la imitación por adoración de su novia, la periodista meliflua Cristina Pérez. Atento al empleo indiscriminado de pausas, o sea a los silencios perecísticos acompañados de rictus perecístico, y auxiliado con una cartelería por la que la dupla Bonelli-Alfano le saltaron a la yugular con sus complejos lenguajes, Petri nadaba medio estilo perro por los ríos del debate, pero sin hundirse.
Hasta que escuchó que la Reina del Soslayo lo vacilaba, diciéndole que ella sí había presentado al Congreso proyectos sobre políticas de seguridad. ¡Para qué! La dureza corporal de leyenda de Petri, su seriedad de gimnasio y su corrección endiablada se quedaron sin la chaveta de la contención. Giró el cuello hipertenso en dirección a Villarruel y le dijo: “¡Ñoqui!”, mientras ella negaba con la frescura de una debutante de la mentira.
Fue el mejor momento de Petri en el debate, lo que pone en duda que el que se calienta en esas discusiones como de patíbulo es el que pierde. Un poco hay que calentarse, algo de verdad biológica, de animalidad tiene que haber en las manifestaciones de cualquier cuerpo humano, ¿no?, incluso cuando el cuerpo sea el de Petri, el político petrificado. Excepto que uno se llame Victoria Villarruel y sea capaz de llevar la frialdad dramática a los niveles más altos de inverosimilitud.
En la página de la Cámara de Diputados de la Nación no figura ningún proyecto de Villarruel vinculado a políticas de seguridad. El número ya lo había dado Petri: “¡Cero!”. Tenía razón en un 100%, pero al negarlo una y otra vez, acusando a Petri de decir “gansadas”, la Reina del Soslayo se quedó con el 50% de esa discusión. El perfil de la agresión de Villarruel, expresada contra Petri en términos de falsa ofensa, es una herramienta característica de las mosquitas muertas, cuyo don no es ser sino hacerse.
Ya en el siglo XVII (quizás no fue el primero), Francisco de Quevedo llevo a la poesía el concepto de “mosca muerta”: “Andaba la mosca muerta,/ aturdido de facciones,/ con sotanillo y manteo/el carduzador Onofre”. Por si no bastara con lo que de muerta tiene la mosca viva, el carduzador es el que se ocupa de desfigurar la ropa robada para que su dueño no la reconozca.
JJB
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