Enrique Symns: Maldición, extremo y rebeldía
Leyenda de la cultura under, Enrique Symns es un personaje tan atractivo como desbordante, alguien para quien el oficio de escribir debe vivirse en el borde. Su máxima creación, la revista Cerdos&Peces, es un hito en la historia del periodismo gráfico y reflejó como pocos el bajofondo de la cultura de la ciudad de fines de los años 80 y comienzos de los 90. Cuando lo entrevisté, en 2006, lo antecedían una rocambolesca relación con los Redonditos de Ricota, cierta fama en Chile -donde ayudó a fundar una revisa legendaria, The Clinic- y su oscura prosapia de excesos y traiciones. Su extrema locuacidad ya estaba condicionada por los consumos. Nos vimos varias veces más luego de aquel reportaje e incluso fuimos compañeros en el diario Crítica antes de que sus achaques de salud comenzaran a dañarlo.
El señor de los venenos
Enrique Symns —argentino, periodista, escritor, performer— es un fantasma que deambula por el fondo de la noche en busca de alguna razón para vivir, sea una navaja afilada o la húmeda boca de una mujer. Ha tomado, ya, todas las drogas del mundo. Se ha apareado como un mono inquieto con las damas más lindas en las horas más negras. Ha actuado, como monologuista, en escenarios repletos junto a algunas de las bandas más populares de la intensa escena rockera argentina. Ha fundado y fundido una revista mítica —Cerdos & Peces— y ha agitado las conciencias de al menos dos generaciones de argentinos. Se ha hecho amigo, y luego distanciado, de algunas de las máximas figuras de la cultura rock de Buenos Aires y ha caminado por la cornisa de su existencia sin temor a caerse.
Todo eso sucedió en los últimos 15 años, pero ahora estamos en 1998, en una madrugada caótica y Enrique Symns está desquiciado. No es la primera, y tampoco será la última, pero esta vez ha cenado dos pastillas de éxtasis y no ha tomado agua. Para peor fumó opio colombiano: está más loco que nunca. Está en Ave Porco, legendario reducto de la fatalidad nocturna, donde en los años noventa se cocinó el más famoso caldo del exceso. Allí, entre fiestas pantagruélicas y noches diabólicas, congenian artistas, cantantes de rock, enanos, travestis, las primeras drag queens de Buenos Aires. Y allí Symns, ya de día y delante de todos se ha puesto a coger con la dealer colombiana que le proveyó el opio.
Una vez terminada su faena, Symns se desembaraza de su presa como quien se arranca una cáscara. Pero algo sucede, porque a la agitación y el delirio del momento se suma, de inmediato, un ardor que parece surgir del mismo lugar de donde nace la especie. Symns se da cuenta de que algo anda mal. Estaba lleno de sangre: se le había roto la pija.
Lo que sigue es un derrotero angustiante. Symns que se asusta, que se agobia, que se encierra en el baño. Symns que se pega la piel dañada con poxipol, que le implora a un amigo chileno: “Sacame de acá, salvame”. Fue la enésima —y penúltima— salvación de Enrique Symns. Otra pirueta en su biografía, apenas uno más de tantos saltos al vacío. Después de esa noche, Symns se fue a Chile, donde se reinventó, renació, padeció la gloria y saboreó, otra vez, el fracaso.
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Enrique Symns nació en Lanús, un barrio del sur del gran Buenos Aires, el 2 de enero de 1946. No conoció a su padre sino hasta los 8 años y su madre, sin recursos, decidió que viviera con una tía en Monte Grande, otro suburbio de la provincia. Su infancia y su niñez transcurrieron con normalidad, salvo por un detalle: nunca fue al colegio. Ni un solo día. Su tía no lo consideraba necesario y no lo mandó. Marcado por ese despojo, Enrique se volvió un muchacho taciturno, algo retraído, sin demasiada capacidad para la relación. A leer y escribir le enseñó su hermana, lo que fue su perdición, porque a partir de entonces no dejó los libros. “Recuerdo cuando a los diez años leí 120 días de Sodoma y Gomorra —dice—. El barrio entero se hizo la paja un mes y medio”.
En esa época creía que era feliz. Conoció el mundo y comenzó a escaparse para tener aventuras extrañas. Se hizo delincuente. La adolescencia y la juventud lo encontraron entre los libros y la mala vida, los desbordes lisérgicos, las visitas a la comisaría y los escarceos con la literatura. Aunque él prefiere no hablar de aquellos tiempos, algo de eso puede espiarse en el primer capítulo de El señor de los venenos (El Cuenco de Plata, 2005), donde Symns relata, a través de un álter ego, que pese a no haber ido al colegio consiguió meterse en la universidad.
En ese capítulo se reconocía como perteneciente a una etnia secreta: la de los depredadores, seres que atraviesan historias disfrazados de alguien desconocido, seres que no saben trabajar, ni estudiar, ni ser amigos de nadie y hasta les resulta difícil existir. “Reconozco la casta de los desalmados porque uno de ellos me hizo bajar la cabeza cuando intenté dar un examen en la universidad”, escribió allí. Symns consiguió un título falso del colegio secundario y se inscribió en la Facultad de Psicología de la Universidad de El Salvador. Durante casi un año fue alumno regular de la facultad y hasta provocó la admiración de algunos profesores por la habilidad para armar su discurso: “Leía tres páginas de El ser y la nada de Sartre y de inmediato me convertía en un experto en existencialismo. Leía poemas de Maiakovski, los distorsionaba un poco, y luego recitaba de memoria escupiendo saliva sobre la oreja de una pecosa tetona”. El chiste duró un año, hasta que un profesor se dio cuenta del embuste y le cerró la puerta en la cara. Veinte años después, cuando aquella experiencia había quedado enterrada en el olvido, Symns y cuatro especialistas participaron de un debate sobre la locura organizado por el Ministerio de Salud Pública en el Teatro San Martín. La charla era tremendamente aburrida y Symns, para mitigar el tedio, decidió esnifarse una línea de coca de manera subrepticia. El efecto fue revelador: entre la gente Symns divisó un fantasma. “En ese momento vi los ojos de rata del hijo de puta que me expulsó de la universidad, y como si se me hubieran aflojado los esfínteres del alma me largué a llorar”.
Después pasó un tiempo en Brasil, donde experimentó viajes tóxicos y lecturas alucinantes. Terminaban los años sesenta, tiempos más que interesantes para un joven de 23 años que reptaba por las estribaciones de la vida en busca de experiencias conmovedoras. De regreso, trabajó dirigiendo teatro en Buenos Aires, pero el aire comenzaba a enrarecerse en Argentina, sobre la que pronto, en 1976, se abatiría una dictadura militar. Symns se exilió en España. Sus métodos de supervivencia fueron los habituales: la experimentación, la marginalidad burguesa, la actuación callejera, la delincuencia superficial, algunos escritos. En 1983 la democracia regresó a las calles porteñas. Fue el amanecer de una década agitada: la música, el teatro, la literatura y el cine le daban a la capital del tango un hálito de magia y glamour. La lujuria anidaba en cada pliegue, una fiesta blanca, una noche eterna que prometía estrellas y estrellados. A esa Buenos Aires agitada y prometedora llegó Enrique Symns. Había escrito en España un libro anónimo llamado La represión sexual en el franquismo. En esa obra Symns volcó todo aquello que había visto y experimentado en la calle, el destape español. Aquel libro fue la semilla de su nueva profesión: el periodismo. Symns fue el primer sorprendido en poder hacer un libro así. “No sabía que era periodista”, recuerda. De regreso a Buenos Aires, Jorge Pistochi, editor de la revista Pan Caliente, se contactó con él. Pistochi estaba convencido de que Symns podía reemplazar al jefe de redacción que se había ido. Symns estuvo unos meses en Pan Caliente, hasta que lo llamaron del diario Clarín para trabajar en proyectos especiales. Por esa época, el diario Clarín empezaba a convertirse en una de las corporaciones económicas más poderosas del país, y Symns duró poco tiempo: lo echaron por negarse a marcar su tarjeta de horario. Después, trabajó en una revista llamada El Porteño. Y más tarde fundó Cerdos & Peces.
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Como sucede con los hitos legendarios, con Cerdos & Peces ocurre algo curioso: es recordada con más aprecio y adeptos de los que contó en vida. La revista hablaba con un lenguaje rabioso, directo, brutal, entrevistaba a putas, violadores y pederastas, buceaba en las cañerías de la gran ciudad para rescatar y darles voz a los personajes más ominosos y deformes. “Por mi experiencia en Madrid, durante el posfranquismo, sabía que después de una dictadura había que destapar los temas de la marginalidad —dice—. Se me ocurrió hacer primero un suplemento en El Porteño, que se llamó Cerdos & Peces, y después se hizo revista”.
El 20 de agosto de 1983, y como apéndice de El Porteño, el primer número de Cerdos & Peces inquiría desde su tapa: “¿Legalizar la marihuana?”, en años en los que mencionar a las drogas con nombre y apellido era todavía un escándalo. Con la colaboración de algunos periodistas que más tarde harían carrera como Claudio Kleiman —hoy redactor de Rolling Stone— y la dibujante Maitena, entre muchos otros, Cerdos... retrató con crudeza una época turbulenta. Hasta el escritor argentino ahora fallecido Juan José Saer publicaba en ella desde Francia. Uno podía hallar textos de Symns que graficaban el cinismo y la voracidad de esa época: “Mágicamente, cada tipo que se toma una raya se transforma en el más sabio, en el más cogedor, en el que tiene más derecho a hablar —escribió—. Pero, por sobre todo, cada tipo, hasta el más idiota, intenta convertirse en un feroz manipulador. Bajo el poncho de todas sus conversas, cada uno lleva el facón de su interés” (Cerdos & Peces, agosto de 1991).
O encontrarse con portadas que sacudían. Dos de ellas fueron legendarias, y una provocó el cierre temporal de la revista. La tapa de la primera, de julio de 1984, decía: “Hombres que desean a niños que desean a hombres” y relataba, sin eufemismos, una espeluznante historia de pedofilia entre un hombre grande y una menor de 7 años. La justicia clausuró la publicación y el caso llegó hasta la Corte Suprema, que dictaminó, un año más tarde, que la revista no había cometido ningún delito y solo había mostrado una realidad oculta. La otra portada inolvidable fue la del regreso tras la clausura: en la portada de la revista de octubre de 1985, Symns redobló la apuesta y colocó una foto de la menor desnuda que, con su relato, había provocado el cierre. A partir de ese número Cerdos & Peces agregó, debajo de su nombre, la frase: “La revista de este sitio inmundo”.
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Por esos años, Symns entró en contacto con una banda de rock que también formó parte de la iconografía básica de los años ochenta: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, por entonces el secreto mejor guardado de la escena musical nativa, que 10 años después se convertiría en el grupo más convocante del país, por encima, incluso, de otros músicos que conquistaron Latinoamérica, como Soda Stereo o Charly García. Los Redonditos de Ricota eran una pléyade de lúcidos artistas liderados por Carlos Indio Solari, cantante, letrista y sumo sacerdote de la banda. Los sitios en los que tocaban comenzaron a atiborrarse de fans que les profesaban una incondicionalidad inédita. Eran una religión y Symns, como un oscuro predicador del desasosiego, aparecía en el escenario antes de los shows para recitar sus monólogos: “Es más cómodo viajar en silla de ruedas sobre la autopista de las emociones controladas. Es más cómodo que andar rengueando por caminos desconocidos. Es más cómodo internarse en el asilo de las costumbres que seguir recorriendo nuestro miedo a la oscuridad”. Claro que también aprovechaba los recitales para llevar a cabo otro menester algo más mundano: vender cocaína. Lo cuenta el mismo Symns en su libro Big Bad City (El Cuenco de Plata, 2006), donde relata peripecias colosales durante los shows, aventuras en las que escapa de la policía por centímetros, escenas de sexo escatológicas con niñas que podrían ser sus hijas y pactos de lealtad con sujetos sin compasión, tipos a los que ninguno de nosotros confiaría un secreto pero en los que Symns depositaba sus esperanzas.
Hacia mediados y finales de esa década, Cerdos & Peces era una publicación de culto, que imprimía 15 mil ejemplares y, además, el sueño de Symns convertido en realidad: “Hacer Cerdos & Peces fue una forma de vida sorprendente y perfecta —dice—. La redacción era mi trabajo, mi hotel alojamiento, mi cogedero”.
Para entonces, la cabeza de Symns era una biblioteca abigarrada de cuyos estantes colgaban algunos de los grandes genios del pensamiento moderno. Artaud, Nietzsche, Freud, Rimbaud y otros poetas malditos convivían en esa mente trepidante que generaba algunos de los textos más brillantes del periodismo vernáculo, alguien capaz de escribir: “El placer es una adaptación del dolor, y la vida es fracaso”.
Su prosa y su estampa, su égida y su furia, lo convirtieron en un personaje ineludible del underground porteño, un sabio enojado y prematuramente envejecido, el nombre y el apellido del exceso y la cultura más sórdida. Por esos años, ya era un espantapájaros con las sienes de un erudito intranquilo.
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El primer encuentro con Symns para esta nota tuvo lugar en un bar de Once, un barrio popular de Buenos Aires. Charlamos con una cerveza de por medio, varios cigarrillos y un sándwich que Symns no mordía: casi no tiene dientes y debía trozar el pan con los dedos para luego llevárselo a la boca. Lucía apagado e incómodo, como si estuviera habitado por un sordo malestar. Después de un rato pidió continuar la nota otro día. No estaba bien de salud. Hacía 20 años que no iba al médico, hasta que hace poco se hizo revisar y descubrió que era diabético.
Symns no solo estaba agotado por hablar: estaba desanimado por el rumbo de la charla. No parecía motivarlo repasar viejas postales. Se me ocurrió indagar en sus gustos de hoy y el ánimo cambió inmediatamente: se entusiasmó conversando sobre literatura inglesa moderna, pop británico y algunos raros sonidos nuevos. Lo más sorprendente fue saber que escuchaba con fanatismo a Radiohead y que consideraba a Pulp la mejor banda de los últimos 15 años. “Hay que escuchar lo nuevo... la música es el sonido que viene del futuro”.
Dos días después le envié un mail a Andrés Calamaro. Quería contarle de mi encuentro con Symns por varias razones. La primera era corroborar cuánta veracidad había en El señor de los venenos, en el que Symns relata buena parte de sus experiencias en la movida musical de los ochenta y noventa, y en el que describe con lujo de detalles algunas de las escenas de los protagonistas que marcaron a fuego esos años. El Indio Solari, Fito Páez y Calamaro aparecen y desaparecen de las páginas en diversas situaciones, como cuando cuenta que a una productora televisiva se le ocurrió que Symns podía entrevistar a Andrés Calamaro. La noche de la entrevista, el estudio de televisión tenía el clima de una noche peligrosa. “Se aspiraba cocaína por todos los rincones. Yo llegué completamente loco... Ni Calamaro me escuchaba a mí ni yo a él”. En su cariñosa respuesta Calamaro lo reconoció como el Hunter Thompson criollo y aceptó como ciertas, y fidedignamente relatadas, sus apariciones en el libro. “No siempre se juntó con gente a su misma altura. Tengo un lindo recuerdo de un tipo interesante que me cae bien”, dijo. El detalle de Radiohead —le conté a Calamaro que Symns escuchaba la banda de Thom Yorke— lo descolocó: “Es imperdonable —dijo Calamaro—, lo mío es imperdonable. En toda mi vida escuché un solo tema de Radiohead. Qué bárbaro Enrique...”.
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A finales de los ochenta, el de Symns ya era un nombre de referencia. En 1989. en una encuesta anual que convocaba Si, el suplemento joven del diario Clarín, Symns votó como mejor disco del año el trabajo de un músico rosarino al que nadie conocía y que comenzaba a brillar: Fito Páez. Encantado con el voto, maravillado porque Symns, el prócer Symns, había elegido su disco, Páez quiso conocerlo. Lo llamó, se juntaron en un bar, se emborracharon, rieron, discutieron, casi se agarran a golpes y sellaron una amistad.
La amistad se derrumbó años más tarde, cuando Symns escribió la biografía del tecladista (Páez, Espasa-Calpe, 1996), en la que contó, por ejemplo, cómo se masturbaba Fito. Años después, Páez rescató a Symns de un aljibe de depresión: le mandó un cheque de cinco mil dólares que Symns gastó en el hipódromo. “Fito es un conde, pero un conde que viene de la calle —dice Symns—. Me acuerdo que cuando compuso ‘Tumbas de la gloria’ tenía piojos y ladillas. ¡Piojos y ladillas! No tenía dientes: a mí me gustaba ese ser, el gitano, el tipo de la calle”. Hoy, Fito Páez lo evoca con cariño: “El libro que escribió de mí no me enojó. Lo quiero mucho, es un viejo lobo de mar como los que ya no hay. El viejo es bravo. Y la verdad, tuvimos charlas muy hermosas. Es uno de esos hombres bravos, esos que están en vías de extinción”.
El 19 de abril de 1991, durante un recital de Los Redonditos de Ricota, la policía atacó ferozmente a un grupo de chicos que pugnaba por entrar. El resultado fue la muerte de un fan del grupo, Walter Bulacio. En una actitud que generó decenas de críticas, ninguno de los integrantes del grupo salió a condenar el hecho o solidarizarse públicamente con la familia de la víctima. Una de las críticas más encendidas salió de la pluma de Symns, que escupió su bronca en Cerdos: “Le escribí esa carta al Indio Solari y lo acusé de complicidad en el crimen: era policía contratada por ellos la que había matado al muchacho —dice—. Sin embargo, ni el Indio ni Skay, miembros de la banda, reconocieron la muerte como asesinato”.
Solari,el líder del grupo, no le perdonó el ataque. En la ilustración del siguiente álbum de la banda, un hombre aparecía cortando un ejemplar de Cerdos & Peces con una tijera.
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Aunque el rock se estaba transformando en un engranaje más de la industria del entretenimiento y sus músicos ahora viajaban en aviones y se hospedaban en hoteles de cinco estrellas, Symns siguió buceando en los bajos fondos del underground, donde encontró otros rivales para su esgrima verbal, otros compañeros para sus excesos. Se hizo amigo de Gustavo Cordera, un exvendedor de autos que lideraba Bersuit Vergarabat, una banda que ahora tiene ventas masivas de discos. Cordera se distinguió porque subía a tocar al escenario en pijama. En sus comienzos, Symns realizaba el mismo acto que hacía con Los Redonditos: recitar monólogos como prolegómeno a la aparición de la banda. Pero ahora, hace mucho que no habla con Cordera.
“Ni el Indio ni Cordera tienen más interés en mí —dice—. Cordera es un traidor, peor que Solari, con quien quiero disculparme. El pelado Cordera no me llamó nunca más cuando le llegó el éxito. Ahora lo produce Gustavo Santaolalla. El éxito es el envase de Santaolalla, la mediocrización absoluta de la creatividad. No hay nada que toque Santaolalla que tenga la menor posibilidad de ser bueno. Todo lo que hace lo convierte en hamburguesa. Tengo ganas de verlos, pero no me dan bola. Soy un interdicto, porque nadie quiere estar conmigo, como si fuera una desgracia ambulante”.
Escribía dossiers en una publicación que meses más tarde sería The Clinic, semanario iconoclasta y de ironía exquisita que lograría un éxito sin precedentes en la anquilosada prensa chilena. The Clinic convirtió a Symns en un hombre peligroso: una luminaria que comía con las luminarias pero que denostaba el estilo de vida de las luminarias.
Acorralada por la crisis, Cerdos & Peces había cerrado en 1997 y sobrevivir se volvió un trabajo arduo para Symns, no tanto por las necesidades de manutención —en Buenos Aires siempre había un bar dispuesto a fiarle— sino por el escalofriante ritmo de vida, que no solo no se detenía, sino que aumentaba en dosis cada semana.
Y es así como llegamos a aquella madrugada de 1998 en Ave Porco, cuando Symns rogó a su amigo: “Sacame de acá, salvame”.
Symns se había hecho amigo de Marcelo Rioseco, un poeta de Concepción, Chile, que una vez lo había entrevistado. A él fue a quien le pidió ayuda. “Yo estaba en una época muy suicida, llevaba navaja, quería matar a alguien”. Rioseco se lo llevó a su ciudad, Concepción, como profesor de la universidad del Bío-Bío, donde dio un taller que se llamaba ‘El origen mágico de la palabra’. Entonces, comenzó otra etapa. Se plantó la semilla de otra traición.
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Los ojos de Symns brillaban durante nuestro segundo encuentro. Eran ojos de fuego, los ojos de un zorro que quiere seguir conquistando al mundo con sus dientes. Estaba tomando whisky y se había cortado las uñas. Empezó a hablar de inmediato, fascinado con el encuentro, encantado con festejar la celebración de la palabra. Había tomado cocaína. Ya en nuestra primera despedida me lo había anticipado: “Me aburro mucho. Si no consumo cocaína me aburro mucho”. Y ahora era de nuevo el cronista, el conversador salvaje.
“Lo que comprendí tardíamente es que la pareja como forma de establecimiento es detestable, es el origen de la economía más mísera que existe —dice Symns—. La experiencia sexual se degrada rápidamente. Pero no encontré otra forma. Lo ideal es vivir con amigos o amigas, pero también genera problemas. Viví con Vera Land mucho tiempo. Era una forma de vida ideal: un hombre y una mujer que no tienen relaciones sexuales, maravilloso. Pero ella quedó embarazada y se mudó, se fue a vivir con su novio. Fue mi gran amor, un ser alucinante. Recuerdo la frase de Freud: ‘El encuentro entre el hombre y la mujer es imposible, porque un hombre busca a su madre y la mujer busca en el hombre a Dios’. Peor es la frase de Lacan: ‘Desde que terminó la esclavitud de la mujer comenzaron los problemas para el amor’. El amor es, como también lo dice Freud, una psicosis socialmente aceptada. Vos proyectás sobre otro una idea idealizada, pero el otro no es eso, vos se lo adjudicás. La pareja es un contrato mutilatorio de los deseos”.
¿Por qué te drogaste hoy?
Para venir a charlar más apasionadamente. Si no, me desapego de una manera tan inexplicable... Parezco un fantasma, no estoy en la vida, que se convierte en algo espantoso. La campera me molesta, el cigarrillo, todo. ¿Por qué sigo tomando? Una amiga me dice que me va a destruir, en el sentido más abismal de la palabra.
¿Que cuál es?
Lo que Freud llama el inconsciente, antes era llamado el abismo, una palabra mucho más interesante. Nietzsche decía que cuando vos mirás, el abismo, es el abismo el que te mira y te agarra. Y esto, la vida, se convierte en un pozo de ciegos. Como ocurre con la película The Enigma of Kaspar Hauser, de Herzog, un ciego conduciendo un auto en el desierto. Bueno, eso es este mundo.
Ese día lo vi irse orgulloso y decidido, como quien va en busca de nuevas aventuras. Lo seguí. Se metió en un mercado, compró agua, galletitas: la cena de esa noche. Sujetaba, abierto, La hermandad de la uva, el libro de John Fante que yo le había regalado.
***
En noviembre de 1998 Enrique Symns llegó a Concepción, en el sur de Chile, donde comenzó a dictar clases en la Facultad Bío-Bío sobre epistemología del lenguaje. Fue un periodo medieval no solo porque su herramienta de trabajo era el origen de la palabra, sino porque adoptó un estilo de vida aldeano brutalmente distinto al huracán autodestructivo que lo arrastraba por las solapas en Buenos Aires. Se instaló en una casa gigantesca a vivir con estudiantes y se relacionó de manera fraternal con los vecinos del lugar, que vieron en él a un visitante con quien compartir cenas y charlas hasta el agotamiento.
Pero el entusiasmo, claro, duró muy poco: apenas un año. Lo que en un comienzo se planteó como una experiencia vital y purificadora se transformó en una rutina desabrida y sin matices. Las hormigas comenzaron a dar vueltas en el cerebro de Symns. El hastío gritaba en su cabeza y se fue a Santiago, la capital. En Chile, la revista Cerdos & Peces era conocida. Como había ocurrido en otros países latinoamericanos, allí también habían ganado prestigio algunas manifestaciones culturales argentinas, en especial el rock, cierta literatura y el periodismo. A finales de los noventa, cuando Symns se mudó a Santiago, se respiraba el eco de su mito.
“Ahí se cagó todo —dice— porque Cerdos... era una revista legendaria. Rápidamente me introduje, otra vez, en la etiqueta de Enrique Symns. Fue el último intento de escaparme de mi identidad, mi destino”.
Pero a diferencia de lo que había ocurrido en Argentina, donde Symns era un fundamentalista del underground cultural y un alquimista de los márgenes, en Santiago se convirtió en una celebridad del establishment, el hombre que había que conocer. Entró en el jet set, y a ese avión se subió todo aquello que lo había desterrado de Buenos Aires: la droga, el desquicio, la vida disipada, la literatura, la angustia en el lenguaje. Con un aditamento: la fama, la adulación al personaje. Comenzó a escribir en el diario Las Últimas Noticias y en el suplemento cultural de El Metropolitano. Su prosa volcánica, su estilo sangrante y su vehemencia lo llevaron a un lugar de exposición —y celebración— que no había tenido en Argentina. De pronto todos querían sentarse a su mesa. Todos: desde el capitán de la selección de fútbol hasta las actrices. Desde los políticos hasta las estrellas de rock. Fue invitado al casamiento de Mauricio Gallardo, subdirector de Las Últimas Noticias. Se hizo amigo de Roberto Brodsky, uno de los mejores escritores chilenos —“el mejor”, según el fallecido Roberto Bolaño—, y de Álvaro Henríquez, cantante del grupo de rock Los Tres. Los bares se peleaban por tenerlo en sus barras, pese a que la noche podía terminar con los vidrios hechos pedazos, las sillas volando y Symns jugando a estirar los límites de la existencia como si todo fuera a terminar mañana.
Hasta la televisión le abrió sus puertas. En el programa Plaza Italia, que se emitía por el extinto Canal 2 de la televisión abierta, Symns era crítico literario. En Rock del fin del mundo, que se emitía por la señal de cable Vía X, era entrevistador. Sus reportajes, con personajes del ambiente artístico, siempre se desarrollaban en un bar. Symns comenzó a escribir dossiers en una publicación, germen de lo que meses más tarde sería la revista The Clinic, un semanario iconoclasta y de ironía exquisita que lograría un éxito casi sin precedentes en la anquilosada prensa chilena. Pero pese al boom editorial, The Clinic convirtió a Symns en un hombre peligroso: era una luminaria que comía con las luminarias pero que denostaba el estilo de vida de las luminarias.
La cocaína, además, hacía estragos: desataba el demonio interno de Symns, que no medía ni el tenor ni el lugar donde soltaba sus palabras. La gente empezó a temerle por miedo a ser el blanco de su inquina. Symns hablaba con la impunidad de los locos o de los que no tienen nada. Symns tenía mucho, pero sabía que aquello no era suyo. O no le interesaba conservarlo.
Le encargaron realizar un libro sobre Los Tres, famoso grupo de rock chileno, y en lugar de hacer una biografía bufonesca y funcional —como suelen ser las biografías de los ídolos populares— reveló en La última canción (Aguilar, 2003, escrito a dúo con Vera Land) que Javiera Parra, novia de Álvaro Henríquez y hermana de Ángel, ambos integrantes de la banda, también tenía una vinculación sentimental con los otros miembros del grupo. Fue un escándalo, y el grupo, que ya tenía planes de separación, estalló como un big bang y se disolvió (aunque ahora vuelven a estar juntos). Después Henríquez le dedicó un tema a Symns, llamado ‘No hables tanto’. Javiera Parra, en cambio, no eligió la poesía para atacar a Symns. Fue más dura: “El libro fue escrito por un cocainómano decadente”, le dijo a la revista Surcos.
Una noche, en un bar de Santiago, Symns invitó a pelear al ministro de Trabajo de entonces, Ricardo Solari. Y, como ya había comenzado a quejarse porque creía que ganaba poco en The Clinic, exacerbó sus quejas y terminó de enemistarse del todo con el Pato Fernández, el director. Y se fue. “Yo había participado de la fundación de la revista y cobraba un cuarto de lo que ganaban otros. Pedí aumento. No me lo dieron y me fui. El Pato Fernández me defraudó”.
En Santiago, en cambio, dicen otra cosa. Porque Symns podía ser audaz, erudito, pintoresco, anárquicamente verborrágico, pero también era argentino, drogadicto, impiadoso y oscuramente desesperado. Había sido un agitador cultural revulsivo y tal vez necesario, pero ahora era la bestia negra. La gente no quería a un suicida social. El escritor chileno Rafael Gumucio, su compañero de aventuras en The Clinic y uno de los fundadores de la revista, lo recuerda así: “Symns es uno de los tipos más perversos y malvados que he conocido. Quizá no sea él el malvado y el perverso, sino la cocaína, de la que se ha convertido en el títere inarticulado”.
Del aura mitológica que lo precedía por haber fundado Cerdos & Peces, Gumucio guarda una reflexión metafórica: “No sé quién era el pez, pero el cerdo era visiblemente Symns”. Cautivado al principio por la explosión de intensidad que significaba estar a su lado, Gumucio se acercó a Symns infantilmente. Allí el escritor chileno comprobó su infinita capacidad de desdoblarse: “Pasaba de ser un viejito simpático e inteligente a un demonio rabioso y resentido, incapaz de la menor coherencia”. Según Gumucio, Symns en The Clinic se dedicaba a parodiar sus reportajes de Cerdos & Peces y a inventar entrevistas. “Se rodeaba de grupos de rock que le repartían un poco de cocaína a cambio de su triste espectáculo de adolescente revenido”. Asegura que Symns se robó la caja chica de The Clinic, pidió que le pagaran millones por no hacer nada y “hasta acosó periodistas”. “Luego supimos que otra periodista —muy talentosa— llevaba meses escribiendo las crónicas que cobraba él sin darle ni un peso”. Incluso las críticas de filmes porno, que también firmaba, las escribía su proveedor de películas.
Fiel a su ADN autodestructivo, en poco tiempo Symns prendió fuego a todo lo que había edificado en Santiago: “Del Liguria, bar en que lo trataban como a un dios pagano, fue expulsado al gritar a voz en cuello que el dueño era tan cocainómano como él” agrega Gumucio. Su recuerdo final llega con una imagen tan poderosa como lapidaria: “Siempre me pareció que su falta de dientes revelaba —en una persona que vivía obsesionada por ganar plata a cualquier costa— una falta total de escrúpulos”. Tras salir de The Clinic, Symns se instaló en la playa, en Viña del Mar, pero gastó sus ahorros en cocaína. Le cortaron el gas, la luz, el agua. Dejó de comer y hasta de masturbarse. Pasó, sin escalas, de ser un conde a vivir como un mendigo. Lo rescató, una vez más, un amigo que le pagó el pasaje de regreso a Buenos Aires. Fue la última salvación, el último descenso a los infiernos.
* * *
Symns estaba molesto la tercera y última vez que nos encontramos en el mismo bar del barrio de Once, en Buenos Aires. Se movía inquieto en su silla, sin encontrar una posición cómoda. Comenzó a hablar del barrio en el que vive ahora, de los chicos que abren las puertas de los taxis y fuman paco (pasta base de cocaína), la nueva droga de la marginalidad bonaerense, tan atroz que en cuestión de meses destruye con la efectividad de una bala el cerebro de los que la consumen, y dijo que el paisaje de Buenos Aires lo había sorprendido al regresar de la pesadilla chilena. “Cuando volví a Buenos Aires en el 2002 me encontré con una ciudad desconsiderada, habitada por gente desalmada”.
Un amigo lo rescató y se lo llevó a El Bolsón, a la Patagonia, a escribir. Allí escribió Big Bad City. Ahora vive de algunos derechos de autor, de la participación en un programa de radio y de algunas colaboraciones. En total, gana cerca de mil pesos por mes (trescientos dólares). “Por suerte las colaboraciones las voy cobrando de a poco, porque si no me las gastaría en ya sabés qué. Vivo acá a dos cuadras, en un departamento con tres tipos más”.
El departamento donde vive Symns con otros tres está frente a los restos de Cromagnon, un local bailable de Buenos Aires que protagonizó una de las tragedias más terribles de los últimos años cuando, el 30 de diciembre de 2004, murieron como insectos ciento noventa y cuatro personas mientras escapaban del fuego desatado allí durante un concierto de rock. El gerente del lugar era Omar Chabán, un empresario del underground argentino, que hoy está preso. Como apoyo a ese hombre cada tanto Symns porta un sombrero que le perteneció. Lo lleva con cierta arrogancia, cierta altivez, cierto aire de patriarca.
“La vida baja cobardemente por la ladera, y es una mierda. Cuando era joven era un aventurero. Pero uno se acojona, y la vida odia el miedo. En la vida no basta con comer y dormir, falta sentir éxtasis. Y ésa es la peor derrota. Hace falta la intensidad de vivir. Bueno, yo creo que por eso mis amigos me evitan”, confiesa finalmente. Symns se revuelve. Está incómodo. Hoy es un ser molesto y contrariado, un sujeto interrumpido y taciturno, con los ojos muertos.
—¿Por qué estás tan incómodo?
—Me pasé de tuerca. Me di con todo.
—¿Pero por qué te movés tanto?
—Es que... es que me duele el culo. Tengo hemorroides y no me aguanto más. ¿Podemos terminar acá? ¿No te molesta?
Me gustaría seguir hablando, preguntarle por qué no puede parar. O por qué parece destruir todo lo que construye: amistades, pactos, trabajos. Pero es una pregunta idiota: hace tiempo que lo viene respondiendo. Cada encuentro con él se parece a un largo y afiebrado monólogo, escrito como el epitafio de una tumba imprecisa. Symns se va. Y antes de irse me pregunta: “Vos... ¿Tomaste cocaína alguna vez?”
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