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ENTREVISTA

Santiago Garaño, investigador: “Para el caso Viola hubo justicia, memoria y reparación”

Garaño, autor del libro "Deseo de combate y muerte. El terrorismo de Estado como cosa de hombres".

Noel Álvarez

24 de marzo de 2025 00:01 h

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En 1975, el gobierno de Isabel Perón ordenó a través de una serie de decretos el aniquilamiento de la “subversión” en el sur de Tucumán, donde un año antes se había instalado la compañía armada Ramón Rosa Jiménez del PRT-ERP. A 50 años del inicio del Operativo Independencia, la campaña militar considerada un ensayo del terrorismo de Estado, Santiago Garaño, antropólogo especialista en la represión ilegal y autor del libro ‘Deseo de combate y muerte. El terrorismo de Estado como cosa de hombres’ (2025, Fondo de Cultura Económica), logró identificar una serie de marcas de género vinculadas al ejercicio de la violencia represiva y cómo el deseo de venganza, junto con otras emociones como la bronca, el odio y el goce, explican las condiciones de posibilidad de esos actos aberrantes por parte de los militares. 

—¿Por qué es relevante comprender qué pasó en Tucumán hace 50 años?

—El Operativo Independencia significó el inicio de la desaparición forzada aplicada de modo masivo y la inauguración de los primeros centros clandestinos, entre ellos la emblemática Escuelita de Famaillá, donde eran llevadas las personas secuestradas de modo ilegal y torturadas para obtener más información. El objetivo explícito fue destruir un frente de guerrilla rural que había creado el PRT-ERP en el año 1974, pero en realidad funcionó como un vasto operativo de disciplinamiento y control territorial, que buscó ordenar a la sociedad tucumana que, al menos desde el cierre de los ingenios azucareros en la dictadura de Onganía, era altamente conflictiva. Además, Tucumán tuvo una gran potencia simbólica. El Ejército difundió el lema: “Tucumán, cuna de la independencia, sepulcro de la subversión”. Así se trazaba en el imaginario bélico nacionalista una continuidad entre las dos luchas. 

—En su época, el Operativo Independencia tuvo una amplia cobertura y algunos medios lo presentaban como el “Vietnam argentino”. Sin embargo, su presencia en la memoria social sobre los setenta no es tan fuerte. ¿Qué implicó este despliegue militar en el sur de Tucumán en el contexto del gobierno –aún democrático– de Isabel Perón?

Es rara la memoria. Es incómodo pensar que el terrorismo de Estado nació de un gobierno democrático, saber que hubo ciertas responsabilidades y que contó con amplios consensos sociales. Dentro de las campañas de propaganda realizadas, periodistas, diputados, senadores, personajes como Carlos Monzón o Palito Ortega, visitaron Tucumán. El objetivo era consustanciar a toda la sociedad en esa represión y obtener su aval. Todo lo que sucedió después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 no se puede entender si uno no comprende la experiencia previa adquirida en el monte tucumano. 

—En octubre del año pasado, se conoció el encuentro entre Isabel Perón y la actual vicepresidenta, Victoria Villarruel. Además, hace unas semanas, en la zona del Congreso de la ciudad de Buenos Aires aparecieron afiches que reivindican el Operativo Independencia y a la ex presidenta. ¿Cómo podemos explicar estas confluencias?

—Se observa un juego raro: cuando los militares fueron juzgados en el Juicio de las Juntas en 1985, ellos mismos llevaron como prueba los decretos de aniquilamiento y las órdenes secretas del Operativo Independencia, como diciendo “nosotros cumplimos una orden dictada por un gobierno democrático”. Hoy volvemos a escuchar todos estos discursos que reivindican que hubo una guerra y que el Ejército libró una batalla decisiva para evitar que nuestro país cayese en manos de “la subversión apátrida”. Cuando en 2005, la Corte Suprema anuló las leyes del perdón y se reactivaron los juicios por violaciones a los derechos humanos, aparecieron algunos grupos de exconscriptos que pedían una pensión de guerra por haber combatido en Tucumán, motorizados por una serie de abogados y grupos de ultraderecha. 

—¿Qué pasó con ese reclamo de los exconscriptos movilizados por el Operativo Independencia?

Ahí sucedió algo muy interesante: otro grupo de soldados empezó a decir: “No, nosotros no combatimos ninguna guerra. Nosotros también fuimos víctimas del terrorismo del Estado”. Se empezó a construir un puente entre el mundo de quienes hicieron la colimba en los setenta y el de los Derechos Humanos. En esa década, cerca de 100 mil jóvenes varones entre 18 y 20 años hicieron la conscripción, y muchos fueron testigos del terrorismo de Estado. Entre los conscriptos, hubo 100 desaparecidos, 15 en Tucumán. Como parte de mi trabajo de campo, entrevisté a colimbas que fueron enviados al sur tucumano, sus testimonios son desgarradores. Muchos contaban que no se sentían preparados para una experiencia que implicara la posibilidad de morir y de matar, que los combates eran un desastre y que había mucha inoperancia y falta de formación. Se supo a través de estos testimonios que muchos de estos supuestos enfrentamientos, donde morían los famosos “caídos en manos de la guerrilla”, en realidad, eran episodios confusos donde se terminaban matando entre ellos. 

—En tu trabajo introducis un abordaje novedoso al pensar las masculinidades en relación al terrorismo de Estado y la represión, ¿a qué conclusiones llegaste?

—Pude identificar cómo el terrorismo de Estado fue una cosa de hombres, en la cual aparecían mandatos de género muy fuertes. Un soldado conscripto que declaró en un juicio contó que le dieron la tarea de recoger cuerpos de desaparecidos. Al empezar a conmocionarse mucho, le dijeron: “Pero vos no sos macho”. En los testimonios, aparece recurrentemente esa noción de “Acá hay que bancársela”. Ser un buen soldado era ser macho, tener coraje… tener “huevos”. El que no estaba dispuesto a comprometerse con la represión era un “cagón” y se ponía en cuestión su masculinidad.

—De forma complementaria, tu investigación introduce las condiciones afectivas y emocionales para que los perpetradores pudieran comprometerse en la represión ilegal.

Me di cuenta que entre los miembros de las Fuerzas Armadas, había un valor moral, que era el sacrificio: estar dispuesto a dar su vida en la llamada lucha contra la subversión. Ese valor moral se unía con otra idea muy potente, la de una deuda con los compañeros caídos. Además de formación ideológica en la doctrina de seguridad nacional norteamericana y en la francesa, además de las explicaciones que enfatizaban cómo el ejército se convirtió en una especie de maquinaria burocrática de la muerte, siguiendo los estudios sobre el Holocausto (como explican en sus trabajos de Daniel Feierstein o Pilar Calveiro), yo planteo que hubo algo más. Entonces reconstruí cómo se fue creando ese clima de compromiso. En 1975, las Fuerzas Armadas crearon un sistema de rotación por el cual la mayoría del personal militar en actividad pasó por Tucumán, se buscó que la mayor cantidad de efectivos pusiera el cuerpo. Todos participaron del Operativo Independencia, incluso la Marina y la Fuerza Aérea. En los testimonios aparece esta idea de que todos se mancharon las manos con sangre, perpetraron crímenes de lesa humanidad, fueron testigos y eso operó en dos sentidos. Por un lado, como un rito de paso en el cual se incorporaron, a través de poner el cuerpo en la represión ilegal. Por otro lado también hubo una dimensión emocional y afectiva: pasaban 45 días en una zona muy adversa, en condiciones donde la posibilidad de matar y morir era muy concreta, donde fueron viviendo una experiencia muy fuerte. Así se selló un pacto de sangre y de silencio. 

—Tu libro abre con el caso Viola, el capitán del Ejército asesinado por el PRT-ERP junto a su hija de tres años en diciembre de 1974, caso retomado por el gobierno de Milei el año pasado para conmemorar el 24 de marzo y alimentar la idea de una memoria incompleta, de una historia no contada sobre los setenta. ¿Cuál fue el impacto de ese caso en el pasado y por qué sigue resonando en el presente?

—Este caso operó como bisagra para que el personal militar se comprometiera personal y grupalmente con la represión. Fue muy hábilmente tomado por la acción psicológica de las Fuerzas Armadas para enfatizar que no solo se estaba atacando a los compañeros de armas, cosas que ya venían sucediendo en los años anteriores, sino se estaba atacando a la amplia familia militar; y que frente a este enemigo, tenía que haber una respuesta contundente. A ese clima de miedo y de peligro de muerte que empiezan a sentir los propios militares, se le suma un fuerte deseo de venganza. 

—El mensaje de quienes justifican el accionar represivo sostiene que no hubo justicia ni memoria para las víctimas de la violencia de la guerrilla, ¿qué pasó con este caso? 

Los acusados fueron detenidos en 1975, torturados en la escuelita de Famaillá y condenados por el juez Mario Martínez. Hubo condena, hubo cumplimiento de las condenas, hubo memoria porque fue un caso que fue permanentemente narrado en distintos libros, en documentales, en distintos productos culturales de la propia dictadura. También hubo reparación: Viola fue ascendido post mortem, al destacamento de inteligencia 142 se le puso su nombre y su familia recibió una reparación económica. A pesar de que fue una justicia injusta, porque las personas condenadas fueron forzadas a declarar en su contra bajo tortura, la condena fue refrendada por la Corte Suprema y fue cumplida en plena democracia.  

—A su vez, el caso Viola presenta esa potencia del horror del asesinato de una niña, de la hermana que queda gravemente herida, de la viuda que estaba embarazada en el momento del atentado. Pensando en la dimensión afectiva, ¿cómo podemos comprender las condiciones de posibilidad de este tipo de acciones por parte del PRT-ERP?

—Yo lo que quiero poner el foco es en esto: está clarísimo que hubo lucha armada. Pero por otro lado, lo que hicieron las Fuerzas Armadas fue una utilización estratégica de este caso para incentivar, para comprometer en la represión ilegal. El Ejército no quería justicia, quería venganza. No quería que se encontraran los culpables de una acción guerrillera, se los encarcelara y estuviesen 20 años presos. Lo que querían era vengarse con sus propias manos.

—Si bien estos temas han sido muy trabajados desde la historia y desde relatos memoriales, en 2023 apareció con fuerza en la escena pública Victoria Villarruel recuperando la idea de que las víctimas de la acciones armadas de la guerrilla no recibieron suficiente memoria en estos 40 años de democracia. ¿Por qué volvieron a circular estos mensajes? 

—La clave es volver a las fuentes, a la historiografía. Durante la implementación del estado de sitio y con la ley de Seguridad Nacional de octubre de 1974 (Ley 20840) miles y miles de personas fueron encarceladas, acusadas de delitos subversivos y terrorismo. En dictadura hubo 12000 presos y presas políticas, muchos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y otros con causas judiciales. Cuando asumió, Alfonsín no los liberó. Por el contrario, quienes tenían condena de la justicia federal, la cumplieron, y hubo presos políticos hasta el año 1989. Por otro lado, es importante recordar que Alfonsín dictó dos decretos: el primero, para que se investigaran los crímenes de los grupos armados, el segundo, para que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas investigara los crímenes cometidos por las Juntas Militares. No es verdad que solo se juzgó a un bando: eso es mentira. En los ochenta, en democracia, había muchos militantes que no podían volver al país porque hubo juicios activos contra miembros de organizaciones armadas, que tampoco se conocen. 

—La hija de Viola, María Fernanda, herida gravemente en el atentado cuando tenía cinco años, plantea que los responsables fueron indultados y hasta recibieron una indemnización del Estado, ¿cómo fue ese proceso?

—Los condenados cumplieron la condena, Fermín Nuñez fue el último en salir en libertad condicional el 13 de junio de 1989, por buena conducta. Además, obtuvieron una reducción de pena por haber estado presos durante la dictadura. Después de cumplir muchos años en prisión, los condenados fueron indultados por el presidente Carlos Saúl Menem. Ese indulto fue muy debatido por los juristas porque incluyó a personas condenadas, personas procesadas y personas que estaban ya en libertad. Por otro lado, no conozco específicamente si los condenados del caso Viola recibieron indemnización del Estado, no tengo ese dato, pero si lo hicieron, debe haber sido por haber estado detenidos a disposición del Poder Ejecutivo durante el estado de sitio, porque se considera que los derechos constitucionales no estaban vigentes y sus derechos humanos fueron vulnerados. Recordemos que, además de los detenidos-desaparecidos, hubo 12.000 presos políticos durante la última dictadura. Pero es importante subrayar dos cosas: por un lado, ningún civil condenado por la justicia federal obtuvo reparación económica; por el otro, al volver la democracia, Alfonsín no liberó a los presos políticos en 1983, como había hecho Cámpora en el 73. 

—¿Qué implicancias tiene este comunicado oficial que busca reconocer el atentado a la familia Viola como delito de lesa humanidad? ¿Puede haber una reapertura judicial? 

—Entiendo que el crimen de Viola y su hija es cosa juzgada, hubo una condena efectiva a los responsables, que cumplieron en cárcel común. ¿Qué más se espera más allá del hecho simbólico de retomar un caso emblemático para el Ejército argentino? Fueron delitos cometidos por un grupo civil, el PRT-ERP, no hubo participación de agentes estatales ni aquiescencia estatal, que serían los requisitos para que algo sea considerado de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptible. Además, para este caso hubo una justicia que actuó en el mismo momento de los hechos, no hubo que esperar. Ahora habrá que ver si el Sistema Interamericano de Derechos Humanos admite o no esta presentación y si puede llegar eventualmente a la Corte Interamericana. 

Aclaración: a raíz de la comunicación del 24/3/25 por parte del gobierno de que reconocerá el caso Viola como un delito de lesa humanidad, esta entrevista fue actualizada con dos nuevas preguntas preguntas.

MNA/NS

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