Horacio Convertini: “Los años ‘90 en Argentina fueron un derrumbe silencioso”
Un hombre agoniza ensangrentado al comienzo de La exactitud del dolor (Letras de Plata/Urano, 2024), del escritor argentino Horacio Convertini. Se llama Juan Rayo, está en cuero y con shorts de boxeo en un paraje desolado. Esa misma noche, otro hombre que también vive su propio ocaso tiene una pesadilla y se desvela. Se llama Amílcar Zafe y fue entrenador de Rayo cuando el boxeador era una promesa y después una estrella que brilló en varios rings. A partir de entonces, el autor desenrolla una historia atrapante llena de cruces pasados, de traiciones y sobre todo de golpes.
Una de las voces más interesantes de la llamada nueva novela negra argentina, Convertini aprovecha el universo de sueños y desengaños del boxeo para desplegar un relato potente que se cifra en ese mundo, también de glorias y desencantos, que fueron los años ‘90 en la Argentina.
“El boxeo, como el fútbol, fue uno de los deportes que me interesaron de chico. Porque eran los deportes que se veían en televisión o se comentaban entre los varones de mi casa. Recuerdo claramente estar muy temprano a la mañana por la diferencia horaria reunidos todos frente al televisor cuando algún boxeador argentino peleaba por el título del mundo en Japón o en Filipinas. Y también nos recuerdo esperando esa especie de alegría nacional que era que un boxeador argentino se consagrara campeón del mundo o ganara. Me acuerdo también de tristezas personales cuando uno de esos boxeadores perdía”, recuerda ante elDiarioAR.
–¿Conociste de cerca a algún boxeador?
–Mi barrio, Nueva Pompeya, era un barrio muy atravesado por el boxeo en esa época. A cuatro cuadras de mi casa vivía Alfredo Prada que había sido el gran rival de (José María) Gatica. A la vuelta de mi casa la panadera estaba casada con un boxeador que había sido campeón argentino, Jorge Fernández. Horacio Accavallo, que había sido campeón del mundo, tenía en el barrio una cadena de negocios de artículos deportivos. Y era frecuente que uno lo viera pasar por ahí. En un inquilinato a 20 metros de mi casa había un boxeador joven que todos imaginábamos que iba a ser campeón y que era un chico, el Cordobés le decían, era un chico muy amable, muy buen mozo. Yo, que tenía 10 años, lo veía como una especie de superhéroe porque había clasificado para los Juegos Panamericanos de México y tenía una campera Adidas oficial, algo que casi nadie tenía en ese momento. Después de adolescente empecé a parar en un club del barrio que tenía un gimnasio de boxeo y organizaba veladas de boxeo aficionado los viernes. Entonces era muy común ver a los entrenadores y a los chicos que venían a probar suerte, como en la novela. También era común jugar en el ring cuando no había nadie o pegarle a la bolsa cuando no había nadie. Había ahí una cosa que caló muy hondo en mí. Fui durante muchos, muchos, muchos años alguien de seguir las grandes veladas de boxeo por televisión. Ahora menos porque perdí un poco el eje de por dónde va el boxeo hoy. Hay un montón de asociaciones, de campeones interinos, de campeonatos de distintos niveles. Así que ya no estoy tan atento a lo que pasa.
–El boxeo aparecía lateralmente en relatos o en otras historias tuyas, pero en esta novela ocupa un lugar central. ¿Por dónde empezaste? ¿Fue un personaje, fue una escena particular, fue un diálogo?
–La novela la arranco increíblemente desde otro género. En el año 2002, yo me reencuentro en un ámbito laboral con un amigo con el cual habíamos trabajado juntos cuando recién empezábamos en periodismo. Después de casi 10 años sin vernos, me cuenta que él en todo ese tiempo había estudiado dirección de cine en la escuela de (Eliseo) Subiela. También que había ganado varios premios a nivel nacional y a nivel internacional con un cortometraje. Y para mi cumpleaños me regala un libro que se llamaba Cómo escribir un guion, que había escrito un profesor de él, un guionista argentino que se llamaba Lito Espinosa. Apenas terminé de leer el libro lo primero que hice fue escribir un guion como alumno educado que soy (risas). Se llamaba Diez rounds y contaba más o menos la historia que cuenta esta novela. Intentamos mover la historia con mi amigo, ver si podía ser filmada y dirigida por él. La verdad es que todo quedó en la nada y yo después medio que lo olvidé. Tiempo después, cuando empiezo a concentrarme más en la literatura, entre 2004 y 2005, dije “bueno, si este texto, esta idea, está condenada a quedarse en papel bueno, que sea papel”. Y empecé a trabajarla como novela. Pero siempre quedaba en un segundo plano, mientras me dedicaba a otros proyectos. Yo hacía taller con Pablo Ramos, de hecho empecé en literatura haciendo taller con él. Por eso la novela está dedicada a él. Y tuvo tres momentos la novela, un momento que un manuscrito que al llegar a la página 80 me doy cuenta que no iba para ningún lado, que no era eso lo que yo quería. Empecé de nuevo. Escribí otras 80 páginas. Llegué al mismo punto de la historia pero seguía sin gustarme formalmente. Hasta que empecé un tercer manuscrito y ese sí avanzó. En esa tercera instancia ya creía haberme despegado totalmente del guion. Aparece ahí El Rengo Zafe, que es el otro personaje protagónico que alterna con el de Juan Rayo.
–Ya desde el título La exactitud del dolor el relato nos pone en una zona de cierta dificultad. A medida que avanzaba la novela pensaba en el tango Cuesta abajo, en eso de “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”, con personajes que conocieron la gloria y que, con el tiempo, fueron perdiendo brillo y cargando con esa pena. Al mismo tiempo, todo esto se ve en un deporte en el que se inflige dolor al otro y a la vez se reciben golpes. ¿En qué términos pensabas vos el dolor cuando escribías?
–El título original, con el cual trabajé al menos los dos primeros manuscritos, era Diez rounds, el mismo del guion cinematográfico. Después lo cambié por La exactitud del dolor porque me gustó. Fue releyendo una reflexión del Rengo Zafe, en un momento de la novela, en el que se pregunta cuál es el mejor dolor que puede tolerar, a partir de la traición que ha sufrido por parte de su pupilo Rayo. Y me gustó esta idea. Sí, es cierto, el boxeo es la administración calculada y científica del dolor. A los norteamericanos les gusta hablar de que el boxeo es como un deporte científico en tanto y en cuanto está vinculado a la repetición de movimientos específicos. Pero en el fondo no deja de ser una actividad, un deporte, cuyo objetivo es infligirle dolor al otro. En el ring la eficacia del dolor, la máxima eficacia del dolor, está definida por una circunstancia de la pelea que es el knock out. Cuando vos noqueaste a un tipo llegaste a la exactitud del dolor del otro. Al punto exacto del dolor del otro. En el caso de la novela, los dolores que se procesan y que se quieren infligir uno a otro son de otro tipo. Porque tienen que ver con lealtades, con amores perdidos, con traiciones, con cuentas pendientes que se vienen arrastrando de muchos años. Y además con deseos absurdos de redención, ¿no? Absurdos para quien los ve de afuera. Para el que lo ve desde adentro no. Eso es lo terrible de los sueños: el sueño visto por uno tiene una característica y una valoración, pero visto por alguien de afuera, objetivamente, puede parecer un absurdo. Por todo esto me gustó la idea de trabajar alrededor de cuál es el dolor exacto que yo puedo soportar y cuál es el dolor exacto que yo le puedo desear al otro. Algo que pueda además compensar mi propio dolor. Por ahí va la cosa. Un toma y daca.
–En este sentido, y aunque el relato recuerda el pasado glorioso de Juan Rayo, vemos muy claramente su desgaste físico y también el mundo de contrastes, de los grandes lujos en Las Vegas a vivir en una pensión. ¿Fue inevitable pensar en un relato de ocaso, teniendo en cuenta que los boxeadores muchas veces terminan sus carreras jóvenes, a veces empobrecidos, muy complicados física o emocionalmente?
–Cuesta encontrar un boxeador que haya terminado bien. Los hay seguramente, pero son una minoría. La parábola más frecuente en el mundo del boxeo es la de la persona que asciende vertiginosamente, tiene un momento de gloria y después cae de manera brutal. En Argentina tenemos desde Gatica, a quien Leonardo Favio retrató de manera maravillosa en su película, hasta Carlos Monzón. El otro día hablando con Ernesto Cherquis Bialo, él contaba que Monzón había pasado toda su infancia golpeado por la policía o escapando de la policía. Era un chico morocho pobre de los arrabales de Santa Fe. Y, por las vueltas de la vida, termina sus días preso y muriendo en una salida transitoria de la cárcel. Sí, claramente esta es una historia de perdedores. Es una historia de ascenso y ocaso. Pero me interesa mucho esta idea del tipo que está en su ocaso, pero que todavía cree que tiene una bala en el cargador. Que todavía tiene una chance de salir de ahí. Hay algo del orgullo en todo eso que me impacta. En el boxeo a veces se puede ver a estos tipos que vuelven a pelear a los 40 años y es un poco triste porque les arman alguna exhibición, después una peleita, aunque ves que no están bien. Ahora estoy más preocupado por (Myke) Tyson. Un gran infringidor de dolor en los demás, que a los 57 o 58 años, se va a subir al ring con un pibe de 25 que es un youtuber sin formación pugilística. Y vos decís “No Tyson, no, ¿quién te aconseja, boludo?” (risas). Trabajá en otra cosa, buscá que hagan una cuarta película de Qué pasó ayer y que te inviten de nuevo como artista invitado. ¡Pero no te subas al ring!
El boxeo es la administración calculada y científica del dolor. A los norteamericanos les gusta hablar de que el boxeo es como un deporte científico en tanto y en cuanto está vinculado a la repetición de movimientos específicos. Pero en el fondo no deja de ser una actividad, un deporte, cuyo objetivo es infligirle dolor al otro. En el ring la máxima eficacia del dolor está definida por una circunstancia de la pelea que es el knock out. Cuando vos noqueaste a un tipo llegaste a la exactitud del dolor del otro.
–Nunca faltan las insistencias de este tipo de personajes.
–Sí, sí. Hay algo del tipo que ha conocido la gloria y ya no la tiene más que no resiste la idea. Y eso se da más en el boxeo que en otros deportes. Porque el jugador de fútbol termina dejando o se da cuenta que la pelota lo abandona. Y por ahí fue campeón en Primera División, y después va a la Primera B, después a la Primera C, y después termina jugando casi vocacionalmente en un equipo del interior hasta que finalmente cuelga los botines. En el boxeo esa decisión debe ser muy costosa, porque me parece que compromete algo que tiene que ver con el orgullo masculino. Decir “yo ya no puedo subirme a un ring”. Decir “yo ya no puedo ganar una pelea”. O “no puedo recibir un golpe y asimilarlo”. Tener que asumir eso implica desvalorizar tu rol como macho. Todo esto enmarcado en un estereotipo varonil en el que seguramente esos muchachos, y muchos varones hemos sido criados. Ese estereotipo de la dureza. De no tener miedo. De resistir cualquier cosa y de pegar también, de ejercer violencia sobre otros.
–Ubicaste la historia en los años ‘90. ¿Por qué elegiste ese tiempo?
–A mí los 90 me parecen muy útiles para contar una novela negra hoy. Básicamente porque al ser la última década analógica donde no existe Google Maps, casi nadie tiene celular ni hay smartphones, ni existen las cámaras en las calles, es la última década en donde uno puede perderse, desaparecer, inventarse una identidad. Pero además, los años ‘90 en Argentina fueron un derrumbe silencioso. Estaba ocurriendo algo que el argentino medio no terminó de darse cuenta hasta mucho después. Lo que se estaba cayendo era un país, el país del Estado de bienestar, el Estado de bienestar, si querés, peronista por decirlo de alguna manera, y no nos dábamos cuenta. Todo esto pasa en la era de las 4x4, de los trajes satinados con hombreras, de la pizza con champán, del show off permanente. Tenías a los famosos mostrando sus casas maravillosas o los viajes a Miami. Y eso me interesaba mucho. No como centro de la historia pero sí como una especie de decorado.
–Algo de la forma de hacer política de ese momento se mete en el relato también.
–Sí, con Vicente, el amigo de Rayo. Vicente lo que representa es eso, es la política al servicio personal y esa cosa marketinera. El pueblo que gobiernan está inundado hasta el cogote pero él dice “hagamos una fiesta” porque es preferible mostrar que hay alegría pese a todo. Me parece que esa década te da un territorio perfecto para escribir las historias que a mí me gusta escribir. Lo oscuro que hay en mí también la situé en los 90. New Pompey la sitúo en el 2001. Ahí le robo el concepto al historiador británico Eric Hobsbawm. Hobsbawm decía que el siglo XX había sido un siglo corto, que había empezado con la Primera Guerra Mundial y que había finalizado con la caída del Muro de Berlín. El siglo XX era corto, mientras que el XIX había sido largo. Yo creo que la década del 90 en Argentina duró toda la convertibilidad y se extiende hasta el 2001, fue nuestra década larga. Ahí se terminan los ‘90, le decimos adiós a la pizza con champán, a los sueños de irnos a Miami. Es una brutal caída a la realidad.
–Un tendal de caídos, como en La exactitud del dolor.
–Claro. Por eso me gusta trabajar esa década. Además porque la viví con 30 años y recuerdo todo. Un periodista como yo ganaba US$5.000 en esa época. ¿Sabés lo que era? ¡Gardel, Le Pera y los guitarristas! (risas).
Cuesta encontrar un boxeador que haya terminado bien. Los hay seguramente, pero son una minoría. La parábola más frecuente en el mundo del boxeo es la de la persona que asciende vertiginosamente, tiene un momento de gloria y después cae de manera brutal. En Argentina tenemos desde Gatica, a quien Leonardo Favio retrató de manera maravillosa en su película, hasta Carlos Monzón
–En la novela Juan Rayo debe volver a su pueblo, a su lugar de origen. ¿Cómo te llevás con los regresos? ¿Siempre estás volviendo a Pompeya en tus relatos?
–Yo en Pompeya nací, me crié y me fui cuando me casé. Hoy sigo volviendo porque tengo muchos amigos allá y porque voy seguido a la cancha de San Lorenzo que está a 12 cuadras de la casa donde nací. Es un barrio muy literario. Yo compadezco a los nacidos en Belgrano o en, qué sé yo, Villa Urquiza (risas), que son barrios imposibles de trabajar literariamente. Pompeya es extraordinario en ese sentido. Así es que aparece en Los que duermen en el polvo, en New Pompey y en esta novela. Y creo que es porque es un lugar que tiene los restos fósiles de un país, un país que fue y que desapareció. No puedo dejar de mirar cuando cruzo la avenida Cruz por Centenera hacia lo que fue mi casa y a la izquierda aparecen los restos de dos mega fábricas de Bunge & Born, Envase Centenera y Alba. Eran fábricas que trabajaban las 24 horas abiertas con tres turnos de obreros. Ahí trabajó mi primo, trabajó el padre de uno de mis mejores amigos, y yo mismo iba en el año 80 u 81, a las cinco de la mañana a afiliar a los obreros que salían del turno noche en la parada de 44 o la del 135. Y hoy son restos fósiles. Están cerradas. Caídas. Ahí debe haber zombis. Así que siempre me pareció un lindo espacio para ver la transformación de la sociedad de la Argentina. Pasar por ahí todavía me fascina de alguna manera. Es como pasar por el Coliseo para mí. Decir “acá hubo un esplendor, una vida, un país, que ya no existe más”.
–Te dedicás también a escribir guiones o a adaptar textos que terminan en series de televisión. ¿Es distinto el proceso a la hora de pensar esos materiales? ¿O es parecido a lo que hacés con las novelas?
–Son deportes parecidos con reglas diferentes. En los guiones vos contás una historia. Entonces determinados recursos que te da la literatura, como describir el mundo interior de un personaje, sus reflexiones, los tenés que repensar. En un libro vos podés detenerte mucho tiempo en una escena en donde no pasa nada porque vos le estás agregando sentido a eso a través de otras cosas. Todo eso en el guion no ocurre. Vos tenés que contar acciones todo el tiempo. Y esas acciones que contás tienen que ser acciones que se puedan filmar. Entonces el guion no deja de ser una especie de manual de instrucciones que el productor va a trabajar a partir de cuestiones presupuestarias y el director a partir de cuestiones estéticas. Así que por ahí un productor va a decir que para tal rol lo mejor va a elegir a tal personaje y vos tenés el pensamiento exactamente opuesto. Y el director va a tener una decisión estética que por ahí vos imaginaste de una manera diferente en tu guion. Aun con esos peros es una escritura apasionante también. Pero es una escritura que exige, insisto, otro tipo de herramientas narrativas.
–Presentaste hace poquito la novela en la Feria del Libro de Buenos Aires, un lugar en el que este año se dieron distintos debates y quedaron expuestas las posiciones alrededor de la cultura, de su financiamiento, de la crisis en general y de las políticas culturales o de su falta en el gobierno de Javier Milei. ¿Cómo viviste todo esto? ¿Preferís tomar distancia, manifestarte?
–Separarse de lo que atraviesa hoy el sector cultural no es posible porque vos estás en el marco de un ámbito que está viviendo la crisis general que vive el país. Ahora se suma que el sector cultural es bombardeado desde distintos lugares, algunos de esos lugares son del propio Estado, como si fuera un territorio enemigo. De golpe la Feria del Libro se transformó, según he escuchado a alguna legisladora o a algún funcionario, en una cueva de marxistas irredentos. Una especie de Sierra Maestra ocupada por escritores que armados con sus libros y sus notebooks van a bajar y a transformar el país en Cuba (risas). Irónicamente todo esto tiene lugar en la Rural. Y es todo ridículo, sobreactuado. Hay una exageración en los términos, ahora todos son “comunistas”. Vuelven a aparecer ecos, acusaciones entre comillas, calificaciones de hace 40 años. Lo único que falta es que ahora todos nos manden a cortar el pelo. A mí no me podrían mandar a cortar nada (risas). Sobre la Feria del Libro en sí misma, es duro ver esos pasillos exageradamente anchos. ¿Por qué anchos? Porque no han logrado vender la cantidad de stands que se planeaba. Porque todas las industrias culturales están sufriendo esta doble crisis, la del país en sí y la del Estado que se retira en su función de estimulador de esa industria. Y que no solo se retira sino que la ataca. Un Estado que de aliado pasa a enemigo. Después ves los precios de los libros y te asustan. Libros que salen 35 lucas y vos decís “¿quién carajo lo va a comprar?”. Para peor están tus libros ahí y todo lo que se venda tuyo te lo van a liquidar dentro de seis meses o más. Lo cual termina refrendando la idea de que la literatura se vuelve un oficio casi vocacional. No hay más motivación para escribir que el hecho de decir “bueno, quiero contar una historia y que otro la lea”. Porque plata, amigo, no vas a hacer.
Ahora se suma que el sector cultural es bombardeado desde distintos lugares, algunos de esos lugares son del propio Estado, como si fuera un territorio enemigo. De golpe la Feria del Libro se transformó, según he escuchado a alguna legisladora o a algún funcionario, en una cueva de marxistas irredentos. Una especie de Sierra Maestra ocupada por escritores que armados con sus libros y sus notebooks van a bajar y a transformar el país en Cuba.
–¿Y eso no te resulta de algún modo frustrante?
—No, no, de ninguna manera. Porque para mí la literatura es un espacio de absoluta libertad y de disfrute. Es un espacio donde no tengo ningún jefe que me diga por dónde tengo que ir. En el punto donde se junten mi deseo y mi capacidad, ahí va a estar mi novela. Escribo lo que puedo y lo que quiero. Y eso me da una seguridad, una tranquilidad, una certeza, que por ahí en otros ámbitos no puedo llegar a tener. En el periodismo vos estás dentro de un producto que te supera en general, con decisiones que no pasan por vos muchas veces. En la literatura no, es tu creación. Incluso en la creación que puede ir en contra del tiempo en el que vos estás viviendo. El otro día en un lugar no sé qué me preguntaron y yo dije “bueno, mis novelas no son ni necesarias ni urgentes”. Me causa gracia el típico elogio que a veces se puede ver entre personas que dicen que tal texto es “urgente y necesario”. Para mí es un elogio absolutamente envenenado.
–¿Por qué?
—Porque algo que es urgente y necesario tiene una fecha de caducidad. O sea, funciona en este momento y frente a esta necesidad, pero dentro de cinco años no funciona más. Con lo urgente y necesario aparece también la idea de que tenés que hablar de lo que está pasando, es decir, tenés que asimilar tu agenda literaria, por decirlo de alguna manera, a la agenda periodística. ¿Por qué? Una cosa absolutamente pesada, decimonónica, clerical, inquisidora. Una forma de pensar que termina haciendo del trabajo intelectual, cultural, literario, o como le quieras llamarlo, un minué que debe ser bailado de determinada manera. Pero, viejo, yo bailo y escribo como se me canta el culo, ¡para eso escribo en mi casa! Y en mi casa la música la pongo yo.
AL/DTC
0