Perro Negro
A veces me desespera no recordar cómo eran las voces de mis padres.
La vida es haber sobrevivido al vinilo, al casete y al cd.
Fumaba tres atados de cigarrillos diarios. Uno cada 20 minutos. Jamás pensé que lo iba a dejar. Y lo dejé. Si yo dejé de fumar, todos pueden dejar de fumar.
Mientras escribía la columna dominical del diario me fumaba 12 cigarrillos.
Fumar estaba asociado a todos mis placeres, por lo que los primeros días sin cigarrillos no había placeres, había malestar.
Los que fuman tienen olor a cenicero.
Las perdices en escabeche que hacía mamá eran imbatibles. Las traía mi tío Emilio del club de caza. La carne de las perdices venía con restos de bala de plomo incluida.
Los sábados a la noche, antes del boliche, mientras me bañaba, escuchaba a Led Zeppelin. En la disco nos esperaba la bola espejada y Toto, como mejor opción.
Esa frenada del colectivo anuncia el fin de la madrugada.
Escuchaba los partidos de Ñubel con papá en una radio Noblex que tenía una antena larga que no servía para nada.
Hoy, la tarde es una canción interminable de Neil Young.
Me acuerdo de las bolitas japonesas.
Hubo una noche en que a papá le empezaron a dar morfina.
Una tarde en la cancha de NOB nos refugiamos con papá en la pileta vacía del club. La gente quería colgar a un árbitro y la policía reprimía con balas de goma. Qué lindo abrazo nos dimos, no sé por qué. Fue después de un empate con Ferro o una derrota con Huracán. No me acuerdo.
Los viernes que íbamos con Manteca Ferro y el Gordo Venturi a comer pizza y después al cine, en la Sociedad Española.
Los sachecitos de Mielcita tenían el mismo gusto que hoy tiene la ampolla de vitamina D. Había que romperlos con los dientes que, en esos tiempos, estaban fuertes, libres de batallas.
Uno de esos días de mi viaje de bodas a Mar del Plata se murió Luca Prodan.
Ayer tenía una depresión devastadora.
En aquella casa sólo había silencio.
Tenía 16 años y un programa en la radio de circuito cerrado de mi pueblo. Se llamaba Sábados Dinámicos.
El olor de la farmacia familiar. Papá había inventado una fórmula para las quemaduras o algo así.
La gente no va a los festivales musicales a escuchar música y ver bandas, va a hacer sociales.
Soy fóbico al avión. Me privé de viajar a Turquía, Dubai, el Caribe jamaiquino. Y todo lo demás también. Esas invitaciones, después, las ligaban otros periodistas del diario.
Cuando nos convocaron a la Sociedad Rural de Rosario para destinarnos como conscriptos del Servicio Militar Obligatorio. Nos subieron a un tren que nos llevó a un regimiento de Infantería de marina, en el parque Pereyra Iraola.
Luego del alta en la colimba tuve muchas pesadillas en las que me veía ahí adentro. O que no me devolvían el DNI.
Lloro cada vez que escucho discos de Pat Metheny. O casi. Se me pone la piel de pollo. Algo se esconde en ese sonido, en ese envoltorio de armonías, que logra quebrarme. No sé qué es. Algunos críticos musicales no entienden a Metheny y se mofan.
Un mediodía en un restaurante de Puerto Madero nos encontramos de casualidad con el ex juez Norberto Oyarbide, quien, porque sí, me invitó a compartir su mesa, y a almorzar con champán. Le dije que no tomaba alcohol. Después me sentí un pelotudo y me senté a su mesa. Parecía un señorito de otra época. Me habló dos horas sin parar. Pagó él. Un mediodía raro en Puerto Madero.
Una tarde fría de junio le hice la primera entrevista a Carlos Menem en Olivos. Una tarde fría de junio. Me contó que había cenado con el NOB campeón de Bielsa y que Fullana (un lateral izquierdo) le había pedido la Ferrari para dar unas vueltas por la Quinta. “Anduvimos también con el Chocho Llop”, me dijo Menem.
Siempre quise ser el periodista político mejor informado. Cuando alguien me ganaba alguna primicia estaba todo el día mal. Hasta que me di cuenta de que el periodismo era una mierda. Y yo también.
Una frase de Fabián Casas: “Un periodista solidario en una redacción llama más la atención que un pullover naranja”. Amén.
El momento en que el obstetra me mostró a Maite, apenas salió del vientre de la madre. Nunca más sentí esa sensación.
La felicidad debe ser la adolescencia. Pero mi papá murió cuando yo tenía 15 años. No tuve ningún Dios de adolescencia.
Tenía envidia porque los padres de mis amigos eran menos viejos que los míos.
“El concheto del Malba (Eduardo Costantini) me dijo que no sea candidato a presidente. Que los empresarios se quieren dar una ducha de zurda”, me contó Reutemann un día de septiembre de 2002.
Binner me invitaba a comer asado todos los años a su casa. Me recibía en malla, medias, ojotas y remera. En el quinchito había una luz mortecina y una radio sintonizada en un programa de tango. Le gustaba hablar de mujeres, y cuando se ponía picante yo le preguntaba por la interna con el radicalismo: “Para los radicales tengo este”. Hacía como que le clavaba el cuchillo a alguien.
Respecto de todos los gobernadores que traté, el que tenía una visión global era Miguel Lifschitz. Bien racional, de ingeniero. Entraba a los restaurantes mirando para abajo. Va más de un año del gobierno de Omar Perotti. Le cuesta tenerme confianza. Antonio Bonfatti, a veces, me invitaba a comer a la casa. Jorge Obeid era correcto, pero sabía que yo prefería al Lole. Y ellos eran enemigos íntimos.
“Decile a Reutemann que yo me quedé sordo de un oído por las bombas de las marchas y la militancia”, me dijo Obeid un día. “Dígale a Obeid que yo me quedé sordo de un oído por pegarle a un guardrail, entrando a 253 kilómetros a una curva en Mónaco”, me respondió Lole otro día.
Esta madrugada en que sólo hay humo y sirenas de ambulancia desesperadas. Y suena The Bomb, de Hot Chip, en una serie de LateNightTales.
Un lunes a la noche en un doble recital de Pastoral y Vivencia en el Teatro El Círculo, casi vacío. Un murciélago daba vueltas cerca de los que estábamos en el Paraíso. Creo que fue en 1982. Había perros negros.
Llego a mi pueblo. Miro a mi casa de costado. Ahí no había nadie.
Nadie te espera, nadie desea verte. Vas a otra casa. Pero no es tu casa. Tu casa está vacía. Abrís puertas y no hay más que olor húmedo. Ni olores ni sudores. Hay hormigueros.
Donde había una plaza, hay tristeza. Y perros negros.
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