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LECTURAS

Pumper Nic y la loca idea de vender hamburguesas en el país del bife de chorizo

Pumper Nic fue inaugurado en 1974. Fue el primer local de comidas rápidas del país.

Solange Levinton

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Alfredo Lowenstein camina por Miami Beach con la mirada perdida en el horizonte. Es 1971 y no es común ver  a un argentino por esas costas de arena blanca y palmeras: viajar al exterior todavía es un privilegio al que solo  acceden las personas de mucho dinero como él, que a los veintisiete años trabaja para los hoteles que compró su  padre en la Florida. El resto del tiempo vive en un barrio residencial de calles arboladas en la zona norte de la provincia de Buenos Aires, donde junto a su hermano gestiona Lamar, el frigorífico de la familia, uno de los grandes exportadores de carne vacuna y equina de Argentina.  

Cualquiera podría suponer que tiene la vida resuelta  mientras pasea bajo el sol del mediodía junto a sus dos  hijos pequeños y Diana, su esposa y gran amor desde la adolescencia. Sin embargo, Alfredo siente que le falta algo crucial: probarse como empresario con un negocio propio.

Su padre montó un imperio económico literalmente de cero. Su hermano mayor creó la primera fábrica de hamburguesas de la Argentina cuando tenía veinte años. Su hermano del medio fundó un moderno frigorífico de pollos en la provincia de Entre Ríos. Él, que es el menor,  todavía está buscando la idea perfecta para convertirse en un portador legítimo del apellido Lowenstein.  De pronto, las voces de sus hijos, Diego y Paula, se cuelan entre sus pensamientos y lo devuelven a la realidad.  Quieren almorzar y piden lo mismo de siempre: hamburguesas con papas fritas. Ni él ni su esposa se resisten,  después de todo esa es una forma práctica de resolver el asunto en Miami, donde siempre hay alguna opción cerca. Minutos después, ya están los cuatro en la fila de un fast food para hacer el pedido. 

A sus hijos les encanta. A menos que se encuentren en el extranjero, para los argentinos no es posible comer en McDonald’s o Burger King. Esa clase de cadenas, que llevan dos décadas multiplicándose por Estados Unidos, hace apenas cuatro años que comenzaron a cruzar la  frontera hacia destinos dispersos como Canadá, Japón, Costa Rica o Alemania. Pero en Argentina todavía no existen. Eso significa que mientras Diego y Paula piden con ilusión el menú de siempre, lo más probable es que en su país, si alguien sabe en qué consiste esta manera  de comer, lo sepa por películas como American Graffi ti o historietas como Archie. Lo más rápido y parecido  a un autoservicio gastronómico que hay en Buenos  Aires es la posibilidad de comer pizza de pie junto al  mostrador.  

Alfredo espera en la fila. Los empleados de esa cocina,  que funciona como una cadena de montaje, ensamblan  el pedido a la vista de todos y, en menos de cinco minu tos, ya está listo. Lleva las bandejas hasta una mesa para  cuatro y Diana reparte los paquetes de hamburguesas  entre sus hijos que, rápidamente, convierten el almuerzo en un despliegue festivo de papeles grasosos, vasos  desechables y papas fritas. 

Es un mediodía como tantos otros. A su alrededor la  gente entra, pide, paga, come y se va. Abstraído, Alfredo observa desde su silla ese circuito predecible y virtuoso  como si recién lo descubriera. Ve a los clientes pidiendo  comida, las máquinas registradoras facturando sin tregua, el mobiliario de colores vivos, las mesas con familias, amigos, parejas y jóvenes que parecieran divertirse y  entonces, finalmente, se da cuenta. El proyecto que estaba buscando había estado siempre ahí, frente a sus ojos,  disponible para cualquiera con el dinero para hacerlo y  la insolencia para replicarlo.  

No es cien por ciento suya, pero ahí está la idea que  por fin lo pone en acción: será él quien lleve el moderno  fast food a la Argentina.

Un lugar donde poder vivir  

Todas las historias familiares tienen su punto de partida:  un contexto histórico, un desarraigo, un acto heroico,  una muerte, una historia de amor. Los grandes negocios también. La escena fundacional de los Lowenstein que  se contará de generación en generación comienza con una huida cinematográfica en un pueblito sin señas particulares cerca de Fráncfort un día cualquiera de 1935. 

Ludwig Lowenstein, de veintitrés años, se había levantado como siempre, antes de que saliera el sol, para abrir  la carnicería que atendía con su padre. Aquel trabajo  artesanal de sacrificar, limpiar y despiezar las vacas con sus manos lo había aprendido de niño: era una herencia que se transmitía desde hacía décadas entre los hombres de su familia.  

Esa noche, mientras cenaba con sus padres después de una jornada extenuante, alguien llamó a la puerta. El  miedo se apoderó de los tres: no eran comunes las visitas inesperadas. Y en un hogar judío, en pleno ascenso del nazismo, no podían traer buenas noticias.  

Ludwig avanzó despacio hasta la puerta. Al abrir, se  encontró con una cara conocida que no le transmitió tranquilidad. Era el comisario del pueblo que, sin más explicaciones, pronunció la frase que cambió para siempre su vida: «Tenés que irte ahora mismo porque recibí  órdenes de venir a buscarte mañana a la mañana».  La urgencia explícita en esa oración resonó en la casa  como un golpe seco. Desde que Adolf Hitler había sido nombrado canciller de Alemania el 30 de enero de 1933,  el clima antisemita no había parado de escalar. Los  judíos ya no podían ser funcionarios públicos, elegir la  escuela para sus hijos, ejercer profesiones como la medicina o el derecho ni actuar en cine o teatro. Dos años después, las leyes raciales de Núremberg habían estable cido que quienes tuvieran al menos tres abuelos judíos  dejaban de ser considerados ciudadanos con derechos  y tenían prohibido casarse o tener relaciones sexuales con personas de sangre alemana para no contaminar la supuesta «pureza racial». 

A pesar del shock, Ludwig no dudó. Según el relato oficial de la familia, atravesado por noventa años de simplificaciones y olvidos, esa misma noche sus padres lo  ayudaron a improvisar un exilio abrupto a Estados Uni dos, donde algunos conocidos se habían instalado antes.  Mientras juntaba unas pocas pertenencias, su madre le entregó el anillo que había sido de su abuela, uno de los  escasos objetos de valor que tenían, para financiar la huida. Sin saber si los volvería a ver, Ludwig se despidió  y se perdió entre las sombras y el silencio de la noche.

Muchos detalles se desvanecieron con el tiempo. Se sabe que logró llegar por tierra hasta Róterdam, en Holanda, donde iba a embarcarse rumbo a Nueva York.  Pero una vez en el puerto descubrió que no iba a ser tan fácil como pensaba: desde la crisis de 1929 había cuotas muy estrictas para los inmigrantes que querían instalarse en ese país. 

Entregado a la suerte, siguió los pasos de otros que  también buscaban destinos lejos de la violencia, el hambre o la segregación. Optó por la segunda y única opción  que encontró: un lugar llamado Argentina, en el sur de América, donde todavía la llegada de judíos alemanes  no solo era bienvenida sino, también, preferida sobre los rusos o polacos, más tradicionalistas y religiosos.  

Ludwig Lowenstein pasó alrededor de un mes en altamar, compartiendo con extraños el hacinamiento y la incertidumbre. Quienes lo conocieron dirán que ese desarraigo moldeó para siempre su carácter frío y  reservado. 

La Argentina lo recibió con una costa de aguas marrones y una multitud de inmigrantes de distintos países  que deambulaban por las dársenas del puerto intentando hacerse entender. Él fue uno de los trece mil judíos alemanes que desembarcaron en Buenos Aires entre el  ascenso de Hitler al poder y el estallido de la segunda guerra mundial. 

Llegó sin conocer el idioma y con poco dinero. Lo único  que tenía para defenderse en ese nuevo país era la palabra  «metzenger» —carnicero— estampada en el pasaporte.  

Al pasar por la Dirección de Migraciones lo rebautizaron Luis, una traducción forzada de su nombre.  La mayoría de los que ingresaban a la Argentina reci bían documentos con sus apellidos modificados, según  la escucha o interpretación de los empleados que no  alcanzaban a comprender bien las fonéticas alejadas del  español. Luis, en cambio, mantuvo su apellido intacto.  Sus primeras noches transcurrieron en el Hotel de Inmigrantes, una mole de hormigón con grandes pabe llones parecida a un hospital, que se levantaba a orillas del Río de la Plata para alojar a los recién llegados. Si  bien se contemplaba una permanencia máxima de cinco  días, la estadía de aquellos que tenían problemas para  manejarse con el idioma podía extenderse hasta que consiguieran trabajo. 

Ludwig, ahora Luis, se propuso buscar alguna ocupa ción temporal en las inmediaciones del puerto. Empezó haciendo tareas de mantenimiento en las chimeneas de la Compañía Argentina de Electricidad y, poco después, recayó en un restaurante como personal de limpieza, también a cargo de pequeños arreglos. Pero trabajar  bajo las órdenes de otros no estaba en su naturaleza.  

Buenos Aires no ofrecía las oportunidades que él esperaba. Impulsado por su espíritu inquieto, empezó a buscar nuevos rumbos hasta que, advertido por otros inmigrantes, se enteró de la existencia de una colonia agrícola judía en una provincia llamada Entre Ríos.  

Tuvo una corazonada y decidió ir a probar suerte.

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