Una o dos veces por generación los estadounidenses redescubren los Apalaches. A veces llegan a través de las caricaturas –la tira cómica Li'l Abner o la estrella de los concursos de belleza infantiles Honey Boo Boo– o, en el pasado reciente, Buckwild, un reality show sobre adolescentes de Virginia Occidental que la MTV tuvo que transmitir con subtítulos. Otras veces el encuentro ha sido bastante menos divertido. En 1962, el crítico social Michael Harrington publicó La Otra América, que llamó la atención sobre lo que describió como un “círculo vicioso de pobreza” que “retuerce y deforma el espíritu”.
Durante el último cambio de siglo, en los fondos de inversión de Nueva York crecía el interés por las minas de carbón. El carbón nunca había tenido un gran atractivo para los inversores de Wall Street –las minas eran sucias, anticuadas y estaban atadas a contratos sindicales que las hacían difíciles de comprar y vender–, pero hacia fines de la década de 1990, las economías en crecimiento de Asia comenzaron a consumir cada vez más energía, y los inversores predijeron que su demanda crecería al otro lado del mundo, en los Apalaches. En 1997, la mina Hobet, con 25 años en funcionamiento en la zona rural de Virginia Occidental, fue comprada por primera vez por una compañía cotizada, Arch Coal. Emprendió una gran expansión, dinamitando las cumbres y vertiendo los escombros en ríos y arroyos. El crecimiento de la mina Hobet consumió las montañas y comunidades a su alrededor. Vista desde el aire, la mina llegó a parecerse a una gran ameba gris –con 35 kilómetros de punta a punta– que se abre espacio entre la serranía.
De cerca, los efectos son mucho más profundos. Cuando Wall Street llegó a la tierra del carbón, provocó una serie de repercusiones que resultaron casi invisibles para el mundo exterior, pero tuvieron una relevancia en la vida de la gente de la zona.
En la ladera de la mina Hobet, la familia Caudill había vivido de la caza y los cultivos durante un siglo. Su hogar tenía 30 hectáreas de bosque regados por pequeños riachuelos. Los Caudill no fueron demasiado críticos con la minería; muchos de ellos también fueron mineros. John Caudill fue un experto en explosivos hasta que un día, en la década de 1930, una carga explotó demasiado pronto y lo dejó ciego. Sus días de minero se terminaron, pero tenía suficiente tierra, y John y su mujer criaron 10 hijos. Cultivaron papas, maíz, lechugas, tomates, remolachas y frijoles; cazaron en los bosques y recolectaron bayas y ginseng. Detrás de la casa, la colina estaba repleta de cicuta, helechos y melocotones.
Uno a uno, los niños de los Caudill crecieron y dejaron la casa familiar para estudiar y trabajar. Se asentaron en los pueblos cercanos, pero se quedaron cerca como para volver a su hogar los fines de semana. El nieto de John, Jerry Thompson, creció a media hora de allí por un camino de tierra. “Podría contar con una mano los domingos que no pasé aquí”, dijo. El menú de su abuela nunca cambiaba: pollo frito, puré de papas, frijoles verdes, maíz y pastel. “Podías caminar durante horas por la propiedad. Tenía muchos primos aquí, y paseábamos por los graneros y trepábamos por las montañas y nos metíamos en el arroyo y cazábamos cangrejos”.
Pronto, la mina Hobet rodeó la tierra de los Caudill por tres bandas, y Arch Coal quiso comprarla. Algunos de los miembros de querían venderla. “No somos ricos, y a algunos nos va mejor que a otros”, dijo Thompson. Un primo le dijo: “Tengo dos hijos que deben ir a la universidad. No puedo dejar pasar esta oportunidad porque nunca volveré a ver 50.000 dólares”. Pensó: “Tiene razón; para él era una buena decisión”.
Al final, nueve parientes decidieron vender, pero seis se negaron. Jerry fue uno de ellos. Arch los demandó, sosteniendo que convertir el terreno en un depósito de desechos era, en términos legales, “el uso más adecuado para la propiedad”. El caso llegó a la corte suprema de Virginia Occidental, donde la justicia preguntó, escépticamente, “¿El uso más adecuado de la tierra es ser un basurero?”.
Phil Melick, el abogado de la empresa, contestó: “Se ha convertido en eso”. Agregó: “El uso de la tierra cambia con el tiempo. El valor de la tierra cambia con el tiempo”.
La justicia dijo, convencida, que el valor de la propiedad para la familia no podía ser solamente económico. Melick sostuvo que lo era. “Debe ser medido económicamente”, dijo, “o no puede ser medido en absoluto”.
Sorprendidos, los Caudill ganaron el caso. Pudieron conservar 10 hectáreas, aunque la victoria fue pasajera. Bajo sus pies, la tierra se volvía irreconocible. Los químicos producidos por la mina en la cima de la montaña redibujaban el paisaje como en un extraño cuadro. En los arroyos, las hojas y las ramas se cubrieron de cobre por la acumulación de carbonato, las piedras se volvieron negras como la tinta por los depósitos de manganeso. En el río Mud, que corría junto a la propiedad de los Caudill, un biólogo del Servicio Forestal Estadounidense recolectó larvas de pescado con dos ojos a un lado de la cabeza. Atribuyó las deformaciones al selenio, un subproducto de la minería, y advirtió en un informe que el ecosistema estaba “al borde de un acontecimiento tóxico grave”. De hecho, en 2010, la revista Science publicó un estudio sobre 78 arroyos próximos a minas a cielo abierto en Virginia Occidental donde casi todos contenían altos niveles de selenio.
Esto iba más allá del normal equilibrio entre beneficios y contaminación, otra vuelta en el ciclo de desarrollo industrial y limpieza. La minería a cielo abierto es básicamente un campo tecnológico muy destructivo. Hasta la década de 1990 casi no existía, y los científicos tardaron un tiempo en medir sus efectos en la tierra y en las personas. Para los ecologistas, los Apalaches del sur eran un campo particular, uno de los bosques templados de maderas duras más productivos y diversos del planeta. Durante años, las colinas albergaron más especies de salamandras que cualquier otro sitio, y un follaje exhuberante que atrae a las aves migratorias neotropicales de miles de kilómetros a la redonda para empollar a sus próximas generaciones.
La mina cambió la tierra de arriba a abajo: después de dinamitar las cimas –lo que los mineros llaman “sobrecarga”– las excavadoras empujaron los restos por las laderas, cubriendo los arroyos y los ríos. El agua de las lluvias se filtró a través de este extraño guiso artificial de metal, pirita, sulfuro, sílice, sales y carbón, que por primera vez se hallaban expuestos en la superficie. La lluvia se mezcló con los químicos y descendió por las colinas, fluyó hacia los arroyos y riachuelos y, finalmente, hacia los ríos del valle, de donde se servían los habitantes del sur de Virginia Occidental.
Emily Bernhardt, una bióloga de la Universidad Duke, que pasó años rastreando los efectos de la mina Hobet, explica: “Los insectos acuáticos que salen de estos arroyos están cargados de selenio. Las arañas que los comen se cargan de selenio y eso produce deformidades en los peces y en las aves”. Los efectos distorsionaron la cadena alimentaria. Normalmente, los pequeños insectos criados en el agua volaban hacia el bosque, y alimentaban a los sapos, tortugas y aves. Pero, corriente abajo, los científicos descubrieron que algunas especies habían sido remplazadas por moscas que suelen encontrarse en plantas de tratamiento de aguas residuales. Ya en 2009 era imposible ignorar el daño. En un estudio, los biólogos que rastrean a un ave migratoria llamada reinita cerúlea revelaron que su población había caído un 82% en 40 años. El informe de 2010 de la revista Science llegaba a la conclusión de que los efectos de la minería a cielo abierto en el agua, la biodiversidad y la productividad forestal eran “continuos e irreversibles”. Las minas a cielo abierto han enterrado más de 1.600 kilómetros de cursos de agua a lo largo de los Apalaches y, según la Agencia de Protección Ambiental Estadounidense, han alterado 5.600 kilómetros cuadrados de tierras, una superficie mayor a la del estado de Delaware.
Poco tiempo después, los científicos también descubrieron sus efectos en las personas. Cada explosión en la cima de las montañas liberaba elementos que solían estar bajo tierra: plomo, arsénico, selenio, manganeso. El polvo caía sobre el agua potable, los muebles de jardín o entraba por las ventanas abiertas. La investigación dirigida por Michael Hendryx, profesor de salud pública en la Universidad de Virginia Occidental, publicó hallazgos sobre los vínculos alarmantes entre las minas a cielo abierto y los problemas de salud entre quienes vivían cerca de ellas, incluyendo el cáncer, enfermedades cardiovasculares y defectos de nacimiento. Entre 1979 y 2005, los 70 condados de los Apalaches que más dependían de la minería registraron, en promedio, más de 2.000 muertes adicionales cada año. Desde cierta perspectiva, esas muertes podrían considerarse como el coste del progreso, el precio de la prosperidad que traería el carbón. Pero Hendryx también derribó ese argumento: las muertes costaron 41.000 millones de dólares anuales en gastos e ingresos perdidos, 18.000 millones más de lo que los condados habían ganado en salarios, ingresos fiscales y otros beneficios económicos. Aun en los términos puramente económicos que usaban las empresas, señaló Hendryx, la minería a cielo abierto había tenido resultados terribles para las personas que vivían allí.
Una tarde me fui de excursión por los bosques detrás de la casa de los Caudill para ver los cambios en el terreno. Por ley, las minas deben “reparar” el terreno, devolverlo todo lo posible en su estado original. Pero, lejos del ojo público, los estándares pueden ser algo laxos. Después de trepar entre los árboles por un rato, salí a una pequeña cavidad de piedra y tierra, bañada por el sol, del tamaño de un pequeño estadio. En el centro había una alberca, rodeada por una tubería de goma, llena de agua sucia y estancada. Hacia arriba, un camino de gravilla llevaba a la meseta que quedó después de que dinamitaran la cima de la montaña. Ese camino de gravilla era técnicamente un “arroyo”. Durante la mayor parte de la historia humana, el área había sido un bosque denso. Ahora recordaba extrañamente a la superficie lunar.
Volví abajo, me detuve en otra meseta que había sido una cima. Por ley, las compañías mineras deben esparcir fertilizante y plantas de crecimiento rápido, pero solo había pastos que agitaba el viento. Se parecía menos a una montaña de los Apalaches que a un pastizal de Mongolia. Le mencioné esa comparación a Bernhardt, y ella dijo que la similitud iba más allá de la estética. “Ahora tenemos estas nuevas 'llanuras' en los Apalaches que están cubiertas de pastos asiáticos y olivos rusos. La roca es tan alcalina que no hay muchas especies nativas que puedan crecer en ellas”. Y así comenzaron a poblarse de especies foráneas, como las aves de las Grandes Llanuras que se mudaron a las ruinas de las antiguas minas de carbón. “Se crearon hábitats únicos”, dijo ella.
Las consecuencias de las intervenciones de las grandes empresas mineras se filtraban a las familias y también a la cultura general. Jerry Thompson se convirtió en el vicepresidente de una empresa productora de materiales de construcción para viviendas. “Soy un hombre de negocios. Comprendo las ganancias y comprendo los márgenes”, me dijo. “Pero la destrucción ha sido sorprendente para mí. Ha perjudicado a tantas personas. No solo a nuestra familia. Aquí hubo familias y hogares y niños y vidas. Y ahora ya no están”. Thompson conocía bien los argumentos del libre mercado a favor de la expansión de la minería; después de todo, nadie había obligado a su familia a vender. Pero, en la práctica, se preguntaba si realmente habían sido libres de tomar sus propias decisiones financieras. “¿Quieres tener una familia en medio de un sitio de desperdicios mineros? Probablemente no,” dijo Thompson. “Crees que puedes haber tenido opciones. ¿Pero realmente las has tenido?”.
Una generación después de que la mina a cielo abierto comenzara a devorar el hogar de la familia Caudill, el efecto a largo plazo resultó en el abandono y el corte completo de los lazos que los habían unido con ese territorio. El caso judicial había dividido a la familia y ya no tenían dónde regresar los domingos. La prima de Thompson, Ronda Harper, me dijo sin rodeos: “Después de eso, la familia se desmoronó”. Se reunían una vez cada verano, pero la familia no volvió a ser la misma.
Se puede visitar el campo, dijo Harper, pero “te sientes perdido cuando lo ves. La vida silvestre ha sido enterrada, los arroyos y los animales, las flores, los lirios, y todas las variedades que se veían cuando caminabas por detrás de la casa”. Su modo de hablar recordaba de una frase de Emerson: “Vemos el mundo pieza por pieza, como el sol, la luna, el animal, el árbol; pero el todo, del cual estas son partes brillantes, es el alma”.
A lo largo de los años, Vivian Stockman, una ambientalista local, ha trabajado en decenas de casos como el de los Caudill, donde las personas han perdido sus tierras por las minas y la contaminación. “Lo escuchas todo el tiempo, 'Crecimos en la pobreza, pero no lo sabíamos,” me dijo. La pobreza puede ser un problema de poder tanto como de posesiones; no se sintieron pobres hasta que llegó alguien y les mostró el poco poder que realmente tenían.
Todo el crecimiento de la minería a cielo abierto no pudo esconder el hecho de que la industria del carbón estaba en decadencia. Las minas antiguas se agotaban y el gas natural y otras fuentes de energía se presentaban como nuevos competidores. Los puestos de trabajo comenzaron a disminuir porque la industria usaba cada vez más máquinas. Pero, en la década de 2010, los inversores de Wall Street vislumbraron otra oportunidad para apuntar a la industria del carbón en una nueva apuesta.
Los especuladores financieros creían que el apetito de China por el carbón metalúrgico, que se usa para producir acero, seguiría creciendo, y pensaron que las empresas estadounidenses podrían crecer y afrontar esa demanda. Los banqueros ayudaron a las empresas productoras de carbón a tomar préstamos de miles de millones de dólares para expandirse y a deshacerse de las minas poco rentables.
En una maniobra para recortar gastos, en 2007, Peabody Energy, la mayor productora de carbón del mundo, se deshizo de sus componentes menos productivos, incluyendo 10 minas sindicalizadas en Virginia Occidental y Kentucky, y 557 millones de dólares en compromisos de atención médica con sus trabajadores pensionados. La nueva empresa, Patriot Coal, nació en desventaja: asumió un 40% de las responsabilidades de atención médica de Peabody, pero solamente 13% de sus reservas productivas de carbón. El director financiero de Peabody, Rick Navarre, dijo: “Nuestras responsabilidades, gastos y flujos monetarios heredados se reducirán a casi la mitad”.
Patriot Coal, la empresa derivada, adquirió algunas operaciones nuevas –la mina Hobet, junto al hogar de los Caudill, fue una de ellas– pero a los pocos años Patriot estuvo en problemas. La apuesta de Wall Street por Asia había fallado. El crecimiento económico de China se desaceleraba; las empresas estadounidenses se enfrentaban a una competencia inesperada de Australia y, en cinco años, el excedente de carbón metalúrgico había reducido su valor a la mitad. Las empresas del carbón en los Apalaches, con deudas de miles de millones, comenzaron a colapsar. En el caso de Patriot Coal, tenía casi tres veces más pensionados que empleados activos, y en la primera mitad de 2012 acumulaba pérdidas por 430 millones de dólares.
Para 2016, seis de las mayores empresas carboníferas se habían declarado en bancarrota, eliminando no solamente 33.500 puestos de trabajo en los Apalaches, sino también miles de millones en ingresos fiscales que habrían sido destinados a escuelas, hospitales, caminos y otras obras de infraestructura.
Patriot Coal presentó la quiebra. En respuesta, el sindicato de mineros demandó a Peabody Energy, acusándola de haber creado a Patriot como una estratagema financiera para liberarse de sus compromisos de pensiones y asistencia sanitaria – lo que los mineros llaman un “vertedero de responsabilidades”. (Peabody lo ha negado).
El sindicato instó a los mineros y a sus familias a mandar cartas a la justicia, para fortalecer el caso para sostener sus beneficios. Mandaron más de 1.000 cartas. La mayoría había sido escrita a mano; algunas incluían fotos familiares y listas de afecciones y medicamentos. Al leerlas hoy, las cartas parecen una premonición del malestar creciente en los EEUU por los testimonios de la humillación y la injusticia y la desesperación. Dona J. Becchelli, la esposa de un minero pensionado de Patriot en Kincaid, Illinois, escribió: “Por favor, por favor, no dejen que otra gran empresa vuelva el tiempo atrás. Nuestro gran país no puede seguir permitiendo que el mundo corporativo vea solamente el dinero. Nosotros estamos aquí; somos quienes hemos construido este país sobre nuestras espaldas quebradas y nuestras muertes. Solo pedimos aquello por lo cual siempre hemos trabajado y que hemos conseguido legalmente”.
Con la acumulación de las quiebras, algunos inversores de Wall Street vislumbraron una oportunidad nueva: con suficiente dinero y las maniobras adecuadas en los tribunales comerciales, podrían tomar bocados de las empresas moribundas, descartar los gastos de cobertura y quedarse con las ganancias. En Wall Street, algunos de los especialistas en inversiones “de emergencia” son conocidos como “buitres”. En un perfil publicado por Bloomberg de Mark Brodsky, un inversor buitre apodado “El Exterminador”, informó que sus críticos le decían “matón”, “extorsionador” y “supositorio”. Brodsky se defendió asegurando que empresas como la suya “hacen muchas cosas constructivas”.
La empresa de Brodsky, Aurelius Capital Management, invirtió en Patriot Coal, tal como lo hizo otra empresa buitre: Knighthead Capital Management, que fue cofundada por otro inversor veterano llamado Ara D. Cohen. Como muchos de sus pares, Cohen vivía muy lejos de los Apalaches, en el Golden Triangle, la zona más próspera de Greenwich, en Connecticut. Era el dueño de una mansión de estilo georgiano de 15.000 metros cuadrados y 27 habitaciones, con dos piscinas (interior y exterior), un cine, un salón de billar, un ascensor y un ajedrez gigante.
Knighthead metió una inyección de dinero en la compañía, que supuestamente era para mantener a Patriot a flote, pero, en efecto, fue para tomar más control de la empresa. Kevin Barrett, un abogado que representó a Virginia Occidental en las negociaciones sobre el coste de la reparación medioambiental, apuntó: “Hicieron exactamente lo que hacen los fondos de inversión de riesgo: entraron y asistieron a las reuniones del consejo directivo y adquirieron el control administrativo”.
En febrero de 2013, Patriot pidió permiso al tribunal de quiebras para pagar más de 7 millones de dólares en bonos de retención a los gerentes, para que no huyeran durante el proceso de bancarrota. El tribunal accedió. Fue un movimiento extraño; menos de un mes después, la empresa anunció un esfuerzo inusualmente alto para recortar gastos: pidió permiso al tribunal de quiebras para abandonar los contratos sindicales que brindaban asistencia médica a 23.000 mineros pensionados y a quienes dependían de ellos, lo que le ahorraría a la empresa al menos 1.300 millones de dólares.
El tribunal accedió una vez más. Para los mineros y pensionados, sentó un antecedente inquietante; en el pasado, las empresas habían cancelado los beneficios de las pensiones y asistencia de salud cuando quebraban, pero Patriot buscaba ahora escapar de esas obligaciones y seguir con la actividad.
Cecil Roberts, que fue presidente de United Mine Workers of America, lo explica así: “El juez de quiebras simplemente golpea su martillo y dice: 'Ya no tenéis atención de salud'. Estoy seguro de que muchos en Wall Street y a lo ancho del país dicen: 'Eso seguramente es bueno. Así se arregla el balance de cuentas. Es más atractivo para los inversores”. Pero esos 1.300 millones de dólares deberían haber sido destinados a personas con quienes crecí y con quienes compartí toda mi vida, habitantes de Cabin Creek, y Paint Creek, y en los condados de Boone, Allegheny, Mingo, por toda Indiana e Illinois. Y ahora deben afrontar enormes facturas médicas“.
Roberts es unluchador del movimiento laborista, con tres décadas de experiencia en huelgas y conflictos laborales. Pero nada de esto lo preparó para el lenguaje y las estrategias de Wall Street. “Yo pienso: '¿Qué diablos es un préstamo a un deudor en posesión? ¿Y qué son los primeros embargos?' Y todas esas cosas”, se quejaba. “Tipos como los de Knighthead llegan aquí, dan órdenes y dicen: '¡Desháganse de la empresa! Vendan todo, o véndanla por partes, así recuperaremos nuestro dinero”. Y siguió: “La gente común no puede hacer esas cosas, pero cuando se trata de una corporación enorme, pueden. Eso no está bien. ¿Mientras más grande eres, más derechos tienes? Algunas de estas entidades no podrían ubicar al condado de Boone en el mapa, pero están ganando dinero con la gente que vive aquí. La pregunta es esta: ¿En qué tipo de país vivimos donde esto puede suceder?”.
Roberts estuvo a cargo de transmitir lo que sucedía en el tribunal a los mineros que se verían afectados. “Estamos hablando de personas de carne y hueso que se ganaron estos beneficios tras 30 o 40 años de trabajo”, dijo. “Han perdido su asistencia médica porque una empresa para la que nunca trabajaron en sus vidas ha entrado en bancarrota”.
Patriot Coal logró recuperarse de la bancarrota y siguió cojeando. Pero en 2015 se fue a pique una vez más, y esta vez los ejecutivos e inversores como Knighthead ya no buscaron una fórmula para revivirla. Planeaban recuperar todo el dinero que pudieran subastando las minas y el equipamiento. Nadie, parecía, pagaría jamás por “reparar” lo que sucedió en Hobet y decenas de otros sitios arruinados por la minería.
En el otoño de 2015, Barrett, un abogado que representaba al estado, presentó una crítica feroz contra Knighthead y otros inversores por cómo, en sus palabras, “dejaban a los ciudadanos del estado de Virginia Occidental expuestos a riesgos de seguridad y salud pública asociados a la tierra no recuperada y al agua sin tratamiento”. Vender los activos más valiosos por “cientos de millones de dólares” no dejaría “ni un centavo” para “el desastre que dejaron”, escribió. “En cambio, los bancos y los fondos de inversión que apoyaron el plan de Patriot se marcharán con todo ese dinero, dejando atrás un cadáver”.
Semanas más tarde, el caso generó una oleada final de indignación. Los documentos judiciales revelaron que los ejecutivos buscaron redirigir 18 millones de dólares de los fondos de asistencia de salud para pagar los abogados de quiebras, a los acreedores, a los gestores y otros gastos. Según una investigación de ProPublica, los fondos estaban destinados a 208 pensionados, sus esposas y viudas en Indiana, hasta que los ejecutivos actuaron para pagar al bufete de abogados Kirkland & Ellis y a la consultora Alvarez & Marsal. Para entonces, la campaña presidencial iba a todo vapor y Hillary Clinton avisó de que la situación era “escandalosa y debía ser frenada”.
Patriot abandonó la aventura, pero fue solamente un breve respiro. El 28 de octubre de 2015, Patriot Coal cerró por última vez. Las minas habían sido vendidas a una serie de compradores de los Apalaches. Por un tiempo, los fondos de asistencia médica siguieron funcionando, pero eventualmente se agotaron. En octubre de 2016, el sindicato envió una carta a 12.500 pensionados, informándoles que su cobertura de salud se terminaría en 90 días. La causa: un “crítico déficit financiero”.
En los años siguientes, el desmantelamiento de Patriot Coal sentó un antecedente. “Fue un caso de prueba”, apuntó Phil Smith, un portavoz sindical. Los fondos de inversión pasaron a ocupar papeles importantes en las quiebras de otras grandes empresas productoras de carbón, incluyendo a Alpha Natural Resources, Walter Energy y Westmoreland Coal. En todos los casos, dijo Smith, los fondos solicitaron a los tribunales de quiebra abandonar las aportaciones a pensiones y asistencia médica. “Compraban propiedades que nadie quería por centavos o por solo asumir sus deudas”.
El caso de Patriot “creó una hoja de ruta” para extraer valor de las quiebras en los Apalaches. En 2017, el Congreso, presionado por los mineros y los sindicatos, creó un fondo para proteger la asistencia médica de 22.000 mineros y sus dependientes.
Como dice un viejo refrán de la industria carbonífera: “La empresa reciben las ganancias, los mineros reciben los golpes”. Pero, para los hombres y mujeres afectados, Patriot y los casos que siguieron el mismo camino fueron una ejemplo perfecto de la crisis creciente: las leyes y los valores del capitalismo moderno habían sido perfeccionados por los lobbistas y los financiadores de las campañas políticas para darle ventaja a los más poderosos. El saqueo de Patriot Coal no fue ilegal; el escándalo, como se dijo, es que fuera legal.
En un sentido amplio, Wall Street y Washington han llegado a compartir su estrategia para con los estadounidenses. Un miembro de una empresa buitre señaló que la decisión de abordar la industria carbonífera no había sido una estrategia para encontrar ganancias en una época difícil; casi ni siquiera hubo tal decisión. Fueron algunos números en una página. “Les interesó el carbón porque era lo que estaba en crisis en ese momento”, dijo.
Barrett, el abogado que representó a Virginia Occidental, pudo ver a ambos lados de este negocio: creció cerca de Huntington, nieto de un minero, y se fue a Nueva York, donde se convirtió en un abogado corporativo de alto rango. Eventualmente, comenzó a aceptar casos en su estado de origen y dividió su tiempo entre la capital estatal, Charleston, y un cómodo hogar en el condado de Westchster, Nueva York, no muy lejos de Greenwich y el Golden Triangle.
A veces le impactaba lo poco que sus mundos comprendían las experiencias y motivaciones del otro. “No van más allá de las colinas por aquí, y no van más allá de Greenwich y Manhattan allí”, dijo. “No sé cuánto le importa a los fondos de inversión lo que realmente suceda en Virginia Occidental, no es mala intención, sino porque ven el mundo desde su propio punto de vista, que es la del movimiento del dinero. El efecto en las personas no entra en sus cálculos”.
Como tantas otras agonías estadounidenses de estos años, el testimonio más claro de la historia se escribió en la misma tierra. En Greenwich, Ara Cohen, el cofundador de Knighthead Capital Management, terminó vendiendo su mansión georgiana en el Golden Triangle para mudarse a la Florida. Por la casa le dieron 17,5 millones de dólares, menos de lo que esperaba, pero suficiente como para convertirla en la venta más cara del pueblo en ese año.
A 900 kilómetros, la mina Hobet fue finalmente abandonada. Nadie pagaría los millones necesarios para reparar los destrozos en el medioambiente. Se habló de construir un Walmart en esa meseta extraña, con sus pastizales asiáticos y árboles rusos. Pero para entonces la mayoría de los posibles clientes, como los Caudill, se habían ido. El plan del Walmart nunca sucedió.
Finalmente, el estado decidió un uso muy distinto. En 2017, Virginia Occidental anunció que la mina sería utilizada como campo de entrenamiento para la Guardia Nacional del ejército. El paisaje inhóspito sería el lugar donde los soldados aprenderían cómo lanzarse en paracaídas en tierras extranjeras y a sobrevivir en ambientes hostiles.
Este es un fragmento editado de 'Wildland', de Evan Osnos, publicado por Bloomsbury y disponible en guardianbookshop.com
Traducción de Ignacio Rial-Schies
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