Fe, esperanza y carnicería: todo lo que Nick Cave no quiso contar a los periodistas
Hace ya bastantes años, Nick Cave dejó de conceder entrevistas porque, según sus propias palabras, estas lo consumían. Sin embargo, las que Sean O’Hagan mantuvo con él antes de que tomara esa decisión derivaron en una buena amistad entre ambos. Durante la pandemia, mantuvieron largas conversaciones telefónicas y ahí fue cuando el periodista recordó cómo The Paris Review de George Plimpton extrajo literatura a través de prolongadas y cuidadas conversaciones con novelistas y poetas.
O’Hagan le propuso a Cave convertir sus charlas en ese tipo de material. Este aceptó, poniendo como condición que se centraran en sus preocupaciones actuales. Durante un año estuvieron conversando sobre temas como la evolución musical, el duelo, Dios, la empatía, el amor o las mujeres que fueron y son fundamentales en la vida de Cave. Fe, esperanza y carnicería es el libro que reúne el resumen ordenado de todas esas horas de charlas y ahora se publica en castellano.
Una de las virtudes de este libro es que nos ayuda a comprender los motivos por los cuales, y sobre todo en los últimos años, Nick Cave se convirtió en una figura que trasciende lo meramente musical. En 2015, él y su esposa, la diseñadora Susie Cave, perdieron de manera terrible a su hijo Arthur. Esa tragedia marcó no solamente su evolución artística. También transformó su manera de relacionarse con el mundo.
Durante una de sus charlas con O’Hagan, Cave se refiere a ese proceso como una búsqueda de absolución. La persigue practicando la empatía –algo que ejerce a través de The Red Hand Files, el blog con el que interactúa con sus seguidores, a veces compartiendo su duelo– y desarrollando una espiritualidad que se manifiesta a través de sus últimos discos, hechos de composiciones más abstractas y, por lo tanto, muy distintos al repertorio habitual de Nick Cave & The Bad Seeds.
A estas alturas, y sobre todo después de este libro, podemos contemplar a Cave casi como un personaje bíblico, alguien que solamente tras haber experimentado un dolor inconmensurable logró comprender el sentido de la existencia. “Estamos todos y cada uno en peligro en tanto que cualquier cosa puede ser catastrófica a cada instante –le dice a O’Hagan–. Cada vida es precaria, y algunos lo entendemos y otros no. Pero con el tiempo todo el mundo terminará por hacerlo”.
Así es que Fe, esperanza y carnicería está guiado por una lucidez que deslumbra cuando nos muestra la transformación de la persona que a su vez sostiene al artista. La pandemia de Covid es el trasfondo –también de dimensiones bíblicas– de este libro, ese periodo que fue “como si una mano terrible hubiese descendido para abrir un gran agujero en aquello que asumíamos como la historia de nuestras vidas”.
En uno de los capítulos se habla del cambio inevitable que fue sufriendo su música, una evolución que molesta a los seguidores más antiguos e intransigentes de su grupo (“No podemos permitir que los impulsos nostálgicos o sentimentales de ciertos fans de toda la vida detengan el proceso natural del grupo”), y en otro se reflexiona acerca de cómo su trabajo –especialmente los álbumes Ghosteen y Carnage– es una manera de seguir en contacto con su hijo fallecido. A veces esa condición de hombre que persigue su propia salvación abruma debido al protagonismo que se le concede al proceso creativo, al significado final de sus últimas obras y a sus disquisiciones sobre la espiritualidad. Pero a cambio, este intercambio de ideas ofrece momentos sensacionales marcados por el sello de su autor (“Twitter es en realidad una fábrica de producir idiotas”).
Warren Ellis, su mano derecha en lo musical desde hace años, es otra presencia constante en esta sesión de terapia transcrita que arroja brillantes definiciones sobre temas como el acto creativo (“Es el acto de volver a contar la historia de nuestras vidas de manera que tenga un sentido”) o la función del arte (“Pienso que el arte debe confrontarse e incomodar, no solo confirmar un punto de vista [...] como músico joven me parecía que ofender era sagrado”).
Ya en el documental 20.000 días en la tierra, Cave expresaba una atracción por las mujeres que a su vez partía de la admiración. Algunos de los momentos cumbre de Fe, esperanza y carnicería tienen nombres femeninos como el de Dawn Cave, su madre, que falleció durante la pandemia y a cuyo funeral no pudo asistir por las restricciones impuestas en aquel momento. “Por su amor no me hundí del todo –dice al recordar su adicción a la heroína–. Mi madre siempre estuvo ahí, como una red de seguridad”. También habla de la importancia de Anita Lane, la mujer que fue su pareja sentimental y artística cuando daba sus primeros pasos en la música y a la que siempre se mantuvo unido hasta su muerte en 2021.
De su esposa dice que es su mayor influencia, pero se niega a que se la considere una musa: “Hay algo que me hace sentir un tanto incómodo: considerar que la musa no tiene nada mejor que hacer que andar por ahí siendo fuente de inspiración para el artista”. La tragedia y el duelo vividos reforzó la unión de la pareja. También les hizo recorrer sus propios caminos siguiendo una misma dirección. De ese trayecto conjunto surge una de las declaraciones más importantes de este libro, que a veces es iluminador y a veces extenuante, pero necesario para cualquiera que sepa ver en un artista de estas dimensiones a algo más que una estrella de la música. Es la definición de Nick Cave sobre la felicidad: “Nadie puede controlar lo que le sucede, pero sí podemos elegir cómo reaccionar. Hay en ello cierto desafío de cara a la indiferencia del mundo y a su aparente crueldad casual”. Amén.
RC
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