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Análisis

El megáfono más ruidoso: cómo Trump logró dominar la nueva era de la atención

Trump reclama atención
5 de febrero de 2025 07:26 h

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El primer paso para ganar un debate público, o más bien para lograr una comunicación efectiva, es hacer que tu mensaje llame la atención. Pero eso en sí mismo no es suficiente. La atención es el medio, no el fin, porque el fin es convencer. Una vez captada la atención de la audiencia, entonces se puede intentar persuadirla con evidencias y argumentos.

Así funciona, al menos, el modelo tradicional de la comunicación. El problema es que este modelo básico se ha desmoronado. Se hace polvo ante nuestros ojos, aunque nos cuesta aceptar cuán lejos ha llegado su deterioro. La realidad es que, donde sea que se mire, ya no hay un conjunto formal de instituciones que dirija la atención pública hacia un tema, ni reglas básicas que dicten quién hablará, cuándo lo hará, a quién se dirigirá, ni quién lo escuchará. 

Bajo estas condiciones, la necesidad de atención se vuelve exclusiva: devora el debate, la persuasión y el discurso en su totalidad. La atención pasa de ser un medio a un fin en sí mismo. Si no se te escucha, no importa lo que digas. Y hoy por hoy es más fácil que nunca gritar y más difícil que nunca ser escuchado. Los incentivos en la era de la atención crearon un nuevo modelo de debate público en el que captar esta atención es el objetivo, a cualquier precio.

Esta transformación comenzó hace ya un tiempo. Antes de la era digital existió la era de la televisión. En Divertirse hasta morir: el discurso público en la era del “show business”, publicado en 1985, el escritor Neil Postman planteó que durante los primeros 150 años de su historia, la cultura de Estados Unidos estaba basada en la lectura y la escritura, y que los medios impresos ―panfletos, periódicos, discursos y sermones escritos― estructuraban no solo el discurso público, sino las instituciones democráticas. Postman sostenía que la televisión había destruido todo eso, sustituyendo la cultura escrita por una cultura de imágenes que literalmente carecía de significado. “Los estadounidenses ya no hablan entre sí, se entretienen entre sí”, escribió. “No intercambian ideas, sino imágenes. No discuten con proposiciones; discuten con la belleza, los famosos y los anuncios publicitarios”.

Entre Huxley y Orwell

Postman llegó a esta conclusión mientras trabajaba en un ensayo sobre dos visiones distópicas del futuro surgidas a mediados del siglo XX: Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. La idea de Postman era que estos dos libros, a menudo agrupados en conjunto, presentan, sin embargo, distopías muy diferentes. En la visión de Orwell, toda la información está estrictamente controlada por el Estado, y la gente solo tiene acceso a la propaganda simplona y avasalladora que se le impone. La visión de Huxley era la opuesta. En Un mundo feliz, el problema no es la falta de información, sino el exceso, o al menos el exceso de entretenimiento y distracciones. “Lo que Orwell temía”, escribe Postman, “era que se prohibiesen los libros. Lo que Huxley temía era que no hubiera razón para prohibir un libro porque no hubiera nadie que quisiera leerlo. Orwell temía a nos privasen de información. Huxley temía que nos diesen tanta que quedásemos reducidos a la pasividad y el egoísmo”. La idea clave que impulsa la ya clásica obra de Postman es que Huxley describió el futuro mucho mejor que Orwell.

Si bien Postman no enmarcó su argumento exclusivamente en términos de atención, lo que yo saco de él es que, en los mercados que compiten por nuestra atención, la diversión le ganará a la información y el espectáculo a los argumentos. Cuanto más fácilmente capte algo nuestra atención, cuanto menor sea su carga cognitiva, más fácilmente nos resultará atractivo. En la década de 1980, el modo dominante de comunicación política era el anuncio de un minuto de duración, y el punto central de Postman, que traza un largo recorrido desde los debates Lincoln-Douglas de 1858, donde los dos aspirantes al senado del estado de Illinois se enfrentaron en discursos de 90 minutos, hasta el anuncio “Morning in America” de Reagan, parece irrefutable.

Poco más de dos décadas después de la publicación del libro de Postman, el escritor estadounidense George Saunders desarrolló algunos de estos temas en un ensayo sobre la idiotez quejica de los medios de comunicación estadounidenses en el período posterior al 11-S y el previo al estallido de la guerra de Irak. En su ensayo, Saunders propone un experimento mental.

Imaginemos, dice Saunders, que estamos en un cóctel, con su típica dinámica de conversación entre personas, por lo general, simpáticas e informadas. Y entonces “entra un tipo con un megáfono. No es la persona más inteligente de la fiesta, ni la más experimentada, ni la más elocuente. Pero tiene ese megáfono”. El hombre empieza a ofrecer sus opiniones y pronto crea su propio centro de gravedad conversacional: todos reaccionan a lo que dice. Esto, según Saunders, rápidamente arruina la fiesta. Y si el tipo con el megáfono está particularmente desprovisto de ideas, el discurso no solo es estúpido, sino que también hace que todos los presentes en la fiesta se vuelvan más estúpidos:

“Supongamos que el sujeto no se ha detenido a pensar lo que dice. En el fondo, no hace más que soltar sandeces. E incluso contando con el megáfono, tiene que gritar un poco para que se le oiga, lo que limita la complejidad de lo que puede decir. Como cree que tiene que resultar entretenido, salta de un tema a otro, favoreciendo lo conceptual-general (‘Estamos comiendo más dados de queso, ¡y nos encanta!’), lo que provoca ansiedad o polémica (‘¿Acaso se nos está acabando el vino por culpa de una oscura conspiración?’), lo chismoso (‘¡Rumores de ligue en el baño del fondo!’), y lo trivial (‘¿Qué esquina del salón de fiestas prefieres TÚ?’)”.

Sí, Saunders escribió esto en 2007, y sí, resulta inquietante lo mucho que se parece al discurso de cierto presidente estadounidense, ¿verdad? Pero la crítica de Saunders va más allá de la insidiosa trivialidad y estridencia de los principales canales de noticias. Saunders sostiene que la sofisticación de nuestro pensamiento depende, en gran medida, de la sofisticación del lenguaje con el que se nos describe el mundo.

¿Los medios nos vuelven tontos?

No se trata en absoluto de un planteamiento novedoso: la creencia en que los medios de comunicación son tontos y nos hacen a todos más tontos formaba parte de las más tempranas críticas a los periódicos, los panfletos y la prensa sensacionalista a finales del siglo XVIII, y ha continuado hasta nuestros días. Como mucha otra gente, yo antes creía que Internet traería la solución a este problema. Ya no habría guardianes bloqueando el acceso a la información, ni dependeríamos de las toscas estimaciones lucrativas de las megacorporaciones sobre lo que la audiencia deseaba ver. Nosotros, el público en general, íbamos a recuperar los medios de comunicación. Íbamos a reinventar el mundo a través de conversaciones democráticas globales. Ahora prevalecería la sabiduría de las multitudes.

Pero no fue así. En efecto, Internet aportó voces nuevas a un discurso nacional que durante demasiado tiempo había estado bajo control de un grupo demasiado reducido (demasiado blanco, demasiado masculino, demasiado acomodado). Pero no supuso el regreso de nuestra cultura democrática ni de nuestros modos de pensar a una era más seria y reflexiva. La escritura se hizo más breve y las imágenes y los vídeos más abundantes hasta que Internet dio a luz una nueva forma de discurso que combina palabra e imagen: la cultura de los memes. Un meme puede ser ingenioso, incluso revelador, pero no es el discurso que Postman anhelaba.

¿Y qué hay del tipo del megáfono que parloteaba sobre los dados de queso? Bueno, en lugar de quitarle el megáfono, les dimos a todos los invitados de la fiesta su propio megáfono. Y adivinen qué: ¡eso no mejoró mucho las cosas! Todos tuvieron que gritar para ser escuchados, y la conversación se convirtió en un juego de teléfono descompuesto, en el que todos gritaban variaciones de las mismas frases, eslóganes y fragmentos de lenguaje. El efecto es tan desorientador que, si pasan un buen rato navegando por las redes sociales, es probable que experimenten una profunda sensación de vértigo.

Y no solo eso: las personas que más gritan siguen siendo las que más atención reciben. Y es en este contexto en el que el hombre del megáfono más grande, con la que probablemente sea la necesidad de atención más desesperada en toda la historia de Estados Unidos, ascendió al poder.

En este punto me veo obligado, lamentablemente, a hablar largo y tendido sobre Donald Trump. No se puede escribir sobre cómo ha cambiado la política desde que la atención es el recurso más valioso sin escribir sobre Trump. Es la personalidad política que mejor ha aprovechado las nuevas reglas de la era de la atención. Parece haber intuido ―debido a su experiencia con la prensa sensacionalista de Nueva York y a sus propias necesidades psicológicas― que la atención es lo único que importa.

Esto no es lo habitual entre los políticos. Sí, necesitan llamar la atención para que su nombre se vuelva conocido, pero ese es solo un primer paso. Un político necesita llamar la atención para que la gente le quiera y le vote. Por supuesto, si lo único que le preocupa es maximizar la cantidad de atención que recibe, puede hacer de todo para conseguirlo. El problema es que, en el modelo tradicional, no toda la atención es buena. Hay formas de llamar la atención ―correr desnudo por la calle― que son infalibles para el objetivo de llamar la atención, pero que probablemente le perjudicarían en su intento de convencer a los vecinos de que lo votasen.

La táctica política de Trump desde el verano de 2015, cuando entró en la carrera presidencial, ha sido equivalente a correr desnudo por el vecindario: repulsiva pero fascinante. En esa carrera para convertirse en el candidato del Partido Republicano, sus competidores encontraron exasperante el espectáculo. Hicieran lo que hicieran ―proponer un nuevo plan de política fiscal, pronunciar un discurso sobre el papel de Estados Unidos en el mundo―, las preguntas que se les hacían giraban en torno a Donald Trump. Tim Miller, que trabajó en la campaña de Jeb Bush, cuenta que puso a un miembro del equipo a hacer seguimiento en una hoja de cálculo de todas las menciones de Bush en los medios de comunicación. La categoría más abultada era, de lejos, la de menciones a Bush reaccionando a Trump. Trump era como un sol de la atención alrededor del cual orbitaban todos los demás candidatos, y ellos eran conscientes. Hicieran lo que hicieran, no había cómo escapar a su atracción gravitatoria. Y, por supuesto, cualquier cosa que se dijera sobre Trump ―crítica, sarcasmo, elogio― suponía seguir dirigiendo la atención hacia él.

A diferencia del amor o el reconocimiento, la atención puede ser positiva o negativa. A Trump le importa mucho ser admirado, por supuesto. Sin embargo, aceptará todo tipo de atención. Aceptará la condena, el reproche o el asco con tal de que piensen en él. Estar dispuesto a atraer la atención negativa a costa de la persuasión es el sencillo truco de Donald Trump para ´hackear´ el discurso público de la era de la atención.

Esta táctica tenía detrás una lógica bien arraigada. Trump intuyó que si llamaba la atención sobre ciertos temas, aunque lo hiciera de forma alienante, los beneficios de destacar cuestiones en las que él y el Partido Republicano tenían ventaja en las encuestas compensarían los costes. He aquí un ejemplo concreto: en 2016, las encuestas tendían a mostrar una mayor confianza en los republicanos que en los demócratas respecto a cómo manejar la inmigración. Trump quería aumentar la atención sobre este asunto y, para ello, no paraba de decir cosas descabelladas y llenas de odio. En los primeros minutos de su primer discurso, acusó al Gobierno mexicano de “enviar” violadores y otros criminales a Estados Unidos, una acusación tan ridícula como ofensiva que llevó inmediatamente a varias empresas y organizaciones (incluida la NBC, que emitía su programa The Apprentice) a cortar lazos con él. Pero eso fue apenas el principio. Como parte habitual de su discurso, prometió construir un muro a lo largo de los 3.000 kilómetros de la frontera entre EEUU y México y, lo que es aún más absurdo, afirmó que se lo haría pagar a México. En junio de ese año, una encuesta de Gallup reveló que el 66% de los estadounidenses se oponía a la construcción del muro a lo largo de toda la frontera sur.

Dadas esas cifras en las encuestas, uno pensaría que Trump no volvería a tocar el tema. Pero su insistencia en esta medida logró atraer la atención sobre la problemática de la inmigración, en la que, en general, los republicanos corren con ventaja sobre los demócratas. El ataque de Trump al origen mexicano-estadounidense de un juez federal al que se le había asignado una demanda contra él fue despreciable e intolerante, pero también representó otra oportunidad para llamar la atención sobre la inmigración.

La atención del público, sobre todo en campaña, es un juego en el que unos ganan lo que pierden los otros: los votantes tienen solo unas pocas variables en mente a la hora de evaluar a los candidatos. Una de ellas es ver en qué temas se centra cada uno. Hacia el final de la campaña de 2016, cuando Gallup pidió a los votantes que pensasen palabras que asociaban con cada candidato y posteriormente representó las respuestas como nubes de palabras ―en las que los conceptos aparecían más grande conforme más frecuente fuese la palabra elegida―, la nube de palabras de Hillary Clinton estaba totalmente dominada por “correos electrónicos”, mientras que en la de Trump figuraban “México” e “inmigración”. Así fue cómo, junto a muchos otros factores, Trump logró su ajustada victoria electoral: con el improbable pero exitoso intercambio de persuasión por atención, de simpatía por notoriedad.

La campaña de 2024: otra vuelta de tuerca

En 2024, Trump repitió a grandes rasgos este modelo. Aunque las encuestas mostraban que su popularidad y aprobación habían subido un poco desde su presidencia, sus aspectos “negativos” ―como los llaman los encuestadores― seguían siendo demasiado aparentes para un candidato de éxito. Claramente más que, por ejemplo, los de Mitt Romney en 2012. Pero una vez más, su dominio de la atención pública fue casi absoluto. Elon Musk, el hombre más rico del planeta, se lanzó con entusiasmo a la campaña de Trump, gastándose 250 millones de dólares en la propia campaña y manipulando y acaparando la plataforma de atención que es X. Algunas encuestas recientes muestran que Musk pierde el favor del público de forma drástica a medida que sus excentricidades se vuelven más llamativas. Pero resulta que la atención es el objetivo clave. La táctica funcionó.

A medida que se erosionan las viejas fórmulas para llamar y utilizar la atención, lo que queda es una batalla por la atención en sí misma, una guerra permanente de todos contra todos. Pero aunque estemos atrapados en la era de la atención, a pesar de lamentarnos por sus efectos, de la adicción al móvil y de nuestro estado mental de confusión y distracción, creo que aún interpretamos el discurrir del debate público según el modelo anticuado del “debate”, de la afirmación y la réplica, de la conversación o la discusión.

Pero eso no es para nada lo que está ocurriendo. Trump es un pésimo polemista en el sentido clásico del término. No interpela a su oponente, no construye réplicas ni refutaciones lógicas. De hecho, cuando uno transcribe cualquier cosa que dice, resulta sorprendente lo extraño que es su discurso a nivel sintáctico, lleno de elipsis y autointerrupciones. A menudo, si se analiza frase por frase, lo que dice carece casi por completo de contenido proposicional. Lo que Trump ofrece son payasadas, charlatanería de vendedor, comedia de insultos y eslóganes publicitarios. Lo que Trump desea más que nada es que le prestemos atención.

Los imperativos de la atención parecen haber devorado por completo a los imperativos informativos. Tanto a grande como a pequeña escala, estamos siendo testigos de la erosión de los últimos vestigios de un régimen de atención funcional. Un régimen que, entre otras cosas, guiaba los mecanismos básicos para la selección de la personalidad política elegida por todos los ciudadanos para singularmente representar al país.

He aquí otro ejemplo. Durante los primeros meses de 2024, la política de Joe Biden de pleno apoyo estadounidense a la respuesta militar de Israel tras las atrocidades del 7 de octubre por parte de Hamás comenzó a fracturar la coalición demócrata, a medida que se hizo evidente la monstruosa realidad de sus efectos sobre la población civil en Gaza. Todo esto ocurría en un año de elecciones presidenciales para las que el Partido Republicano ya tenía su candidato de facto, Donald Trump. En esas condiciones, era de esperar que se produjera un intenso debate entre los dos posibles candidatos sobre esta cuestión clave de la política exterior de EEUU. ¿Y cuál fue la postura de Donald Trump sobre el apoyo estadounidense a la ofensiva israelí contra Gaza?

Ofuscar y cambiar de tema

En gran medida, Trump evitó articular una postura clara sobre el tema. A grandes rasgos, cuando se le preguntaba al respecto, decía “Si yo fuera presidente, esto nunca habría ocurrido”, y cambiaba de tema. Y aunque estaba claro que apoyaría los esfuerzos bélicos del Gobierno de Netanyahu (alegando que quería permitirles “terminar el trabajo”), la campaña de Trump nunca presentó ningún tipo de documento sobre su postura o una explicación integral de sus políticas. En su lugar, se limitó a ofecer un montón de gestos retóricos y evasivas, a menudo con contradicciones. En esas condiciones, ¿cómo se supone que los votantes deberían siquiera empezar a decidir su voto?

Trump ha podido salirse con la suya, al menos en parte, debido al fuerte declive de la capacidad de la prensa política para captar eficazmente la atención nacional. Antes, la prensa utilizaba ese poder para fines que me resultaban frustrantes, como centrarse en escándalos triviales o en los efímeros vaivenes de la carrera electoral, pero como institución, lo que solía llamarse “prensa de campaña” o “prensa política nacional” tenía la capacidad de acaparar la atención del público.

Esta capacidad determinaba cómo se conducían las campañas y se comportaban los candidatos. En el verano de 2008, Vladímir Putin invadió Georgia. Tanto John McCain como Barack Obama, los candidatos de sus respectivos partidos, se posicionaron respecto a cómo responder. El republicano McCain adoptó una postura maximalista de confrontación, mientras que el demócrata Obama hizo hincapié en la diplomacia y en trabajar con los aliados para aislar a Rusia. Las campañas lanzaron documentos para fijar posición, y los candidatos pronunciaron discursos y dieron entrevistas telefónicas a los reporteros para aclarar sus puntos de vista.

Ese tipo de dinámica ―aquí el tema urgente del día, aquí mi postura al respecto― ha desaparecido casi por completo. Hoy lo que tenemos es un país lleno de megáfonos, un aplastante muro de sonido, las luces de un casino que nunca cierra parpadeando ante nosotros: y todo ello formando parte de un sistema minuciosamente diseñado para desviar nuestra atención con fines lucrativos. En estas condiciones, aspirar a la deliberación democrática parece no solo imposible, sino cada vez más absurdo, como intentar meditar en un club de striptease. La era de la información prometía un acceso sin precedentes y en todo momento a todo el conocimiento humano, pero su realidad concreta es la zozobra permanente de la vida mental cívica colectiva, que se tambalea al borde de la locura.

Mantener la concentración en la era de la atención es cada vez más difícil, y por eso mismo es cada vez más importante. Las historias y los temas que logren concentrar un caudal desproporcionado de la atención pública tendrán enormes consecuencias en el funcionamiento del Gobierno y en las decisiones que tomen nuestros representantes electos.

Esta simple verdad tiene profundas consecuencias para nuestra salud cívica. Porque, por decirlo simplemente, lo que recibe atención es muy diferente de lo que es importante para sostener la prosperidad de la sociedad. Esta tensión es el reto central para quienes trabajamos en la industria de la atención. En el negocio de las noticias tenemos, tomando prestada la frase utilizada para describir el trabajo de la Reserva Federal, un doble mandato: debemos mantener la atención de la gente y contarles cosas que sean importantes para el autogobierno de una sociedad democrática. Y al igual que la Reserva Federal intenta mantener bajos tanto la inflación como el desempleo debemos intentar hacer ambas cosas incluso cuando hay un desequilibrio directo entre ambas.

Este desafío se ha repetido de una forma u otra casi a diario durante los 13 años que llevo como presentador de un programa de noticias por cable. A continuación, un ejemplo.

El 18 de junio de 2023 se perdió el contacto con un pequeño sumergible de aguas profundas llamado Titan una hora y media después de que la embarcación partiera para visitar los restos del Titanic frente a la costa de Terranova (Canadá), en el Atlántico Norte. Los cinco pasajeros que viajaban en el interior de la cápsula, del tamaño de un monovolumen, disponían de unas 96 horas de oxígeno, y rápidamente se puso en marcha una masiva misión internacional de rescate para encontrarlos antes de que se les acabara el aire.

Enseguida quedó claro que sería una noticia de gran repercusión, sobre todo en los informativos televisivos. Contaba con una serie de características que captarían y mantendrían la atención. En primer lugar, el suspense inherente a la difícil situación de los cinco pasajeros: ¿qué sería de ellos? Las situaciones en las que hay personas vivas atrapadas y los rescatistas acuden a salvarlas siempre atraen grandes audiencias. Además, los desastres de los transportes (naufragios, accidentes aéreos) suelen causar fascinación, por no mencionar el hecho de que el asunto nacía de una visita recreativa a los restos del Titanic, probablemente la catástrofe más emblemática de la historia.

Y, por supuesto, la historia generó una enorme demanda de la audiencia y una cobertura exhaustiva. Pero a medida que la búsqueda se prolongaba, la gente empezó a rebelarse contra lo desproporcionado de la cobertura. Esa misma semana se había producido otra terrible catástrofe marítima: un pesquero lleno de cientos de inmigrantes procedentes de Pakistán, Egipto y Siria naufragó en el Mediterráneo cuando intentaba llegar a Italia. Cientos de hombres, mujeres y niños murieron, todo ello mientras un barco de la guarda costera griega observaba de cerca, sin intervenir. En absoluto fue el primero de los incidentes de este tipo, convertidos en un suceso espantoso habitual en el Mediterráneo.

No obstante, el barco cargado de cientos de inmigrantes había recibido una cobertura ínfima en comparación a la recibida por las cinco personas que iban dentro del Titán y que, según se supo, habían muerto al implosionar el sumergible apenas iniciado el viaje. A medida que la cobertura del Titán acaparaba las noticias, surgía otro subgénero de artículos que señalaban esto mismo: que había algo profundamente deshumanizante y erróneo en que se prestara tanta atención a los avatares de cinco turistas acomodados mientras cientos de migrantes desesperados se ahogaban en silencio.

Visto de manera fría ―y con tantos años en el negocio de la atención, no puedo evitarlo―, los artículos sobre la doble moral de la cobertura eran, en sí mismos, artículos sobre el sumergible, un intento de subirse a la ola de atención sobre la historia y utilizarla para impulsar el interés en otra dirección. Cuando la revista New Republic publicó una de las decenas de estos artículos (“Los medios de comunicación se preocupan más por el submarino del Titanic que por los inmigrantes ahogados”), el público señaló que la propia New Republic no había publicado hasta ese momento ningún artículo sobre el barco de inmigrantes aparte de ese.

Sin esfuerzo concertado, constancia y entrenamiento, lo que nos atrae y lo que creemos que merece la pena seguir no guardan relación entre sí. A veces se solapan por casualidad, pero la mayoría de las veces están tan distanciados como el id y el superego. Disponemos de un amplio vocabulario para describir la categoría de cosas que nos resultan apasionantes, pero moralmente dudosas: “sensacionalista”, “escabroso”, “morboso”, etcétera. Esta categoría acapara una enorme parte de la economía de la atención. Lo escabroso es lo que suele ocupar los noticiarios nocturnos; son las historias que ahora calificamos de “clickbait” y que antes denominábamos “amarillistas”.

Dirigir el flujo de atención del público tiene consecuencias. Volviendo a las dos catástrofes marítimas, una vez que se hizo pública la pérdida de contacto con el Titan, los gobiernos de EEUU, Canadá y Francia emprendieron un enorme esfuerzo de rescate. Es difícil hacer una estimación fiable de cuánto dinero gastaron, pero sin duda fueron millones de dólares. Se trata de compromisos materiales reales que son el resultado directo de los imperativos de la atención. No hubo ningún esfuerzo de rescate de este tipo para la embarcación de inmigrantes naufragada.

Es solo un ejemplo, pero sirve como alegoría. En casi todos los ámbitos de la política, desde el más pequeño municipio local hasta el gobierno federal, el dinero va allá donde se dirige la atención, y el coste real de una vida depende en gran medida de cuán llamativa haya sido la muerte.

El cambio climático como síntoma

No hay área donde la problemática de la atención se vuelva más obvia y urgente que en la del cambio climático. Según nuestras mejores estimaciones, es probable que hoy en día estemos experimentando las temperaturas más altas del planeta de los últimos 150.000 años. Los efectos del cambio climático son visibles, a veces de forma espectacular, pero el cambio climático en sí ―la acumulación lenta, constante e invisible de gases de efecto invernadero en la atmósfera― es imperceptible para las facultades humanas. Es casi lo contrario de una sirena. Rehúye nuestra atención en lugar de atraerla. Ninguno de nuestros cinco sentidos puede detectarlo.

Resulta llamativo que, cuando el cineasta Adam McKay quiso hacer una superproducción de Hollywood sobre el cambio climático, la cual debía mantener la atención de los espectadores durante más de dos horas, optara por una alegoría sobre un cometa que se acerca a toda velocidad a la Tierra para destruir el planeta y extinguir toda vida humana. Uno de los momentos más dramáticos de No mires arriba es la aparición del cometa en el cielo. La gente lo nota, el tráfico se detiene y los conductores y pasajeros salen de los coches para observar con asombro y terror. La película me encanta, pero lo cierto es que el cambio climático nunca nos ofrece un momento tan preciso como ese. Tenemos gráficos, imágenes de sequías, humo de incendios forestales y glaciares que se desprenden. Las olas de calor clausuran aeropuertos y matan a gente en sus casas. Pero no podemos ver ni oír el fenómeno en sí. No hay un momento específico, como aquel en que el cometa aparece en el cielo, o en el que el segundo avión se estrelló contra las Torres Gemelas, que nos vuelva conscientes de la magnitud del desastre.

Los activistas del clima de todo el mundo están tomando medidas cada vez más drásticas para producir espectáculos capaces de llamar la atención pública. Algunos se han colocado en medio de una carretera, atándose entre sí con las manos esposadas dentro de tubos, negándose a moverse. El tráfico se atasca, la gente se enfada y las cámaras de los telediarios no tardan en llegar. También están las protestas en museos, en las que los activistas climáticos entran y arrojan sopa o pintura sobre una célebre obra de arte, en un acto que parece diseñado para despertar un sentimiento de conmoción y repulsión. Otras protestas consistieron en interrumpir conciertos o competiciones deportivas.

La reacción a estos esfuerzos es casi uniformemente negativa: ¡esto no ayuda a la causa! ¡Esto no hace más que alienar a gente que os ve como bichos raros, polarizando precisamente a aquellos a quienes buscan persuadir! Lo cual sí, claro, está bien. Pero la potencia de estas manifestaciones desesperadas que gritan “POR EL AMOR DE DIOS, PRESTEN ATENCIÓN” capta algo objetivamente cierto: nos precipitamos hacia el desastre y nadie está prestándole la atención que deberíamos.

Estas intervenciones están pensadas para lograr el mismo efecto que Trump logró con tanto éxito. ¿De qué sirve la persuasión si nadie presta atención? ¿A quién le importa que la gente tenga una reacción negativa mientras tenga alguna reacción? Se puede ser amable y civilizado e ignorado, o se puede crear un desmadre y que la gente preste atención. Ésas son las opciones en la guerra hobbesiana de todos contra todos en la era de la atención, y me resulta muy difícil culpar a quien opte por la segunda opción.

Adaptado de The Sirens’ Call: How Attention Became the World’s Most Endangered Resource de Chris Hayes, publicado por Scribe.

Traducción de Julián Cnochaert.

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