Cien años no es nada
Hace justo un siglo llegaba a Lhasa, capital del Tibet y ciudad prohibida para extranjeros, la primera mujer occidental que logró residir en esa población construida a 3.650 metros de altura en la región de los Himalayas: Alexandra David-Neel. Nacida el 24 de octubre de 1868 en Saint-Mandé, Francia, tuvo vocación de exploradora desde los quince años, cuando intentó embarcarse sin permiso hacia Gran Bretaña para escándalo de su familia. Logró viajar a solas a la India y a Túnez antes de cumplir los veinticinco. Amiga del geógrafo anarquista Elisée Reclus, consiguió que este le publicara y prologara su primer libro cuando apenas tenía veinte años, en 1898: Pour la vie, conocido en español como Elogio a la vida. Leo en ese libro: “La obediencia es la muerte. Cada instante en que uno se somete a una voluntad extraña es un instante arrancado a su propia vida”. Feminista pero también anarca, la autora discutía con las sufragistas que luchaban por el derecho al voto de la mujer porque este le parecía -como todo voto- una renuncia a ser dueña de sí misma para someterse a la voluntad de los individuos elegidos.
Se casó una sola vez, con un ingeniero jefe de los ferrocarriles tunecinos y con él se fue a vivir a Túnez, pero terminó separándose siete años más tarde, en 1911, cuando emprendió su definitivo periplo a Oriente: le dijo a su marido que estaría ausente unos dieciocho meses y tardó catorce años en volver. Viajó sola por Egipto, Ceilán, India, Nepal y Tíbet, a través de regiones habitadas por bandidos, tigres, lobos, leopardos y refugiados del hambre y de la peste. Era pacifista pero siempre llevaba un revolver escondido entre sus ropas, por las dudas. No quiso tener hijos. Adoptó legalmente como hijo a su asistente, un lama tibetano de dieciséis años con quien viajó durante tres años hasta llegar a Lhasa montada a caballo. Descubierta como extranjera, fue expulsada en menos de dos semanas. Luego se instaló en Corea, Japón y también en el monasterio de Kumbum, hoy dentro de China, donde vivió más de dos años levantándose a las tres de la madrugada para meditar, estudiar y traducir al francés clásicos tibetanos y sánscritos.
Su segundo intento de llegar a Lhasa fue a pie. Vestida como oriental, el pelo teñido de negro y en compañía de su lama adoptivo, durante cuatro meses cruzó ríos y montañas, sufrió nevadas, pasó semanas casi sin comer, durmió en cuevas congeladas y llegó a tener las suelas de los mocasines destrozados por las rocas después de caminar cuarenta y cuatro días seguidos. Se hospedó entre bandoleros y cazadores que la creían una chamana o médium capaz de hacer curaciones y milagros. Aprendió a dormir sobre pisos de tierra, a comer carne con gusanos, a sonarse la nariz con los dedos y a actuar por completo como un tibetano. Ingresó a Lhasa oculta entre miles de aldeanos que acudían a las fiestas de año nuevo.
En esa cumbre del mundo se quedó en 1924 casi siempre de incógnito, con su condición de mujer europea disimulada bajo los atuendos del peregrino, en las calles, en tiendas de campaña, en hogares donde pudo refugiarse. Cuando fue descubierta, su conocimiento del idioma y las creencias locales le permitieron ser tolerada por un tiempo. Pero enferma de artritis, gripe, tosiendo sangre y con miedo a tener tuberculosis, hubo de retirarse al sur, refugiándose en la casa de David McDonald, agente de Comercio británico en la India que fue el primer occidental en escuchar la historia de ese viaje extraordinario.
Tras una década y media de ausencia volvió a Francia y se instaló en París. Allí comenzó a escribir los libros que la hicieron célebre, entre ellos Magos y místicos del Tíbet, La India en que viví, Las enseñanzas secretas de los budistas tibetanos y sobre todo Viaje a Lhasa, su crónica de exploración y autobiografía espiritual que tuvo nueve ediciones francesas en un par de años. Fue autora de unos treinta libros sobre budismo y muchos artículos sobre cultura india y tibetana, pocos de ellos traducidos al español. En uno de sus mejores escritos, El budismo de Buda, se lee entre líneas esa singular confluencia de ideas anarquistas y budistas que le permitió traducir de este modo las palabras de Buda: “No crean en base a la fe de los sabios de tiempos pasados. No crean una cosa porque muchos hablen de ella. No crean en lo que se han imaginado pensando que un dios los ha inspirado. No crean nada basado sólo en la autoridad de maestros o sacerdotes. Crean en lo que han experimentado por ustedes mismos y reconocido como razonable”.
Alexandra volvió a sentir de nuevo el llamado del camino a mediados de la década del 30. Intentó regresar a Lhasa justo cuando estaba comenzando la guerra sino-japonesa y terminó varada en el pueblo tibetano de Tachienlu, ocupado por China, durante toda la Segunda Guerra Mundial. Al final, con la herencia recibida por la muerte de su marido y la de su propia familia, compró una propiedad en Francia al pie de los Alpes, en 1946. Su asistente e hijo adoptivo moriría en el 55; ella vivió catorce años más. Siguió estudiando y traduciendo incluso cuando sus piernas ya no la sostenían ni tampoco sus ojos, que debían ser ayudados por una lupa. Según sus biógrafos Barbara y Michael Foster, a un médico que le aconsejó usar lentes cuando tenía noventa y siete años le dijo: “Doctor, ¿a usted le parece que a esta edad necesito ponerme anteojos?”.
A fines de la década del 60, Alexandra David-Neel era una leyenda viviente consultada por estudiosos del budismo e hippies en viaje a Oriente, a quienes advertía: “Ir con poco dinero a esos países es una falta de respeto para los mendigos nativos”. Después de cumplir cien años continuó escribiendo y practicando yoga, incluso postrada en un sofá, atendida por su secretaria y casi enfermera Marie-Madeleine Peyronett. Largó su último aliento el 8 de septiembre de 1969, poco antes de cumplir ciento uno. Se le escuchó susurrar, como si su mente estuviera cambiando de itinerario en sueños: “Estoy en Marsella y quisiera ir a Pekín”.
OB/DTC
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