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Escala humana

¿CABA, Capital o Buenos Aires? El poder simbólico de los nombres, a 30 años de la autonomía

Vista aérea del centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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El lenguaje no es inocente, y mucho menos si se trata de nombrar una ciudad. ¿Es Buenos Aires, Capital, Ciudad de Buenos Aires, CABA, BA, Baires? A 30 años de la autonomía, cada quien le dice de una manera distinta. Cada denominación es un modo propio de vivir la metrópolis y proyectarla hacia adentro y afuera. Es una muestra de en qué lado se hace foco. Es cómo se ve y cómo buscan que sea vista.

Me cuento entre la gente que rechaza CABA desde la primera vez que escuchó la sigla: la pronunciación rioplatense apenas la distingue de “cava” y pensé que se referían a la de San Isidro. Pero mi oposición no viene de ese error de despistada recién llegada de Olavarría. 

Si quisiera sumarme intelectualidad, diría que no me gusta porque confunde realidad urbana con forma administrativa. Pero no: el principal motivo de mi resistencia a decirle CABA es el horror de llamar a una ciudad con una abreviatura. Es omitir su historia y esconder la poesía que el nombre “Buenos Aires” implica. ¿Quién de afuera conoce a esta capital con un acrónimo? Alguien me dijo que CABA suena a mutual y qué razón tenía.

Como periodista, yo misma terminé rindiéndome al pragmatismo cuando tengo que escribir. En títulos o textos breves, es más fácil referirse a esta metrópolis como CABA, o incluso como “la Ciudad”, con esa mayúscula centralista, como si el resto de las ciudades argentinas fueran una nota al pie. Aun así, CABA me sigue sonando prosaica, distante y rígida. 

Apenas me referiré aquí a Baires o, aún peor, a BA, un invento publicitario que pagamos todos para posicionar a Buenos Aires como una ciudad global copiando la estética de NYC o LA, como si haber dividido Palermo en Soho, Queens o Hollywood no hubiera sido suficiente.

A 30 años de la autonomía

El jueves pasado se celebró un nuevo Día de la Autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, porque fue un 10 de octubre de 1996 el día en que se juró la Constitución porteña. Si de efemérides se trata, este año se cumplen además tres décadas de la reforma constitucional nacional, que estableció un gobierno autónomo en la capital argentina. 

Pese al cambio de estatus político, la Constitución Nacional no dice “Ciudad Autónoma de Buenos Aires” sino “Ciudad de Buenos Aires”. No importa cuánta insistencia ponga el Gobierno porteño en encabezar sus documentos con la leyenda “2024- Año del 30° Aniversario de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”. Aunque parezca un mero ejercicio etimológico, de lo que se cumplen 30 años es de la autonomía de la ciudad, no de ese nombre autoimpuesto. No es lo mismo.

Porque no fue sino hasta 1996 que se introdujo ese nombre, que dio origen a la paulatina adopción de la sigla CABA. Fue con los legisladores que redactaron la Constitución porteña, cuyo artículo 2° reza: “La Ciudad de Buenos Aires se denomina de este modo o como ‘Ciudad Autónoma de Buenos Aires”. Como se ve, es una autodenominación.

El término “Autónoma” enfatiza, al menos como operación de sentido, que la ciudad ya no estaba supeditada a las decisiones del Gobierno federal y que ahora tenía más capacidad de autogestión, aunque sin por eso convertirse formalmente en una provincia. En el camino, alimenta la narrativa de baluarte bajo asedio, de fortaleza sitiada ante el resto del Área Metropolitana. El cambio de nombre no fue magia: respondió a una decisión meramente política.

Sin profundizar en las implicancias jurídicas —tema que merecería otra columna, preferiblemente escrita por un jurista—, quiero destacar que quien nombra las cosas también les asigna una forma. O, como decía Bourdieu en palabras más lindas: “El acto de nombrar ayuda a establecer la estructura de este mundo”. Vaya si nuestro actual presidente no se está encargando de recordárnoslo cada día.  

La resistencia de la Capital Federal

Es curioso cómo, a pesar de la autonomía conquistada, esta ciudad nunca dejó formalmente de ser Capital Federal. De hecho, en los padrones electorales sigue figurando como tal, aunque el agregado “Autónoma” se haya colado en las boletas. Los juzgados aún llevan el rótulo de “Capital Federal” y no de “Ciudad Autónoma”. 

Sin embargo, en el discurso cotidiano y en la narrativa política terminó imponiéndose la idea de CABA, como si Capital Federal no existiera. En realidad, el territorio de Buenos Aires tiene un gobierno propio —el de la Ciudad de Buenos Aires— y una Constitución local, pero sigue cumpliendo formalmente su rol como capital argentina.

Me fascina observar cómo la resistencia política a esta autonomía dejó huellas materiales. Se cuenta que, cuando con la ley “Cafiero” (Nº 24.588) se buscó limitar el traspaso de funciones del Estado nacional al Gobierno porteño, el entonces gobernador Duhalde ordenó repintar los carteles de las autopistas para mantener la referencia a “Capital Federal”. Todavía pueden verse en algunas autopistas.

Este juego de identidades revela las tensiones no resueltas entre el papel histórico como capital de la nación y un gobierno local con pretensiones de autonomía. Décadas después, la falta de consenso sobre los nombres sigue viva, mientras el Gobierno nacional impone más rebautismos, como el del CCK por Palacio Libertad, o el del Salón de las Mujeres por el de los Próceres Argentinos. 

En el fondo, lo que está en disputa no es una palabra, sino una narrativa. Me inclino por quedarme con “Buenos Aires”, una elección algo ambigua, que se resuelve fácil si se le suma contexto. Un nombre criollo que sintetiza pasado y presente. Un puente entre la identidad que queremos conservar y los cambios a los que estamos dispuestos.

KN/DTC

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