Ensayo General
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Opinión
Cristina Fernández y Hannah Arendt: la política y la violencia
Empecé a escribir esta columna antes que otras, con más anticipación, quiero decir. No quiero ponerme en el centro de nada ni derramar lágrimas de ensayista blanca. En general creo que es político escribir una columna semanal que no habla sobre la coyuntura; no lo pienso como una fuga de la política, para nada. Seré solemne, como una traición a mi generación y a internet; lo pienso, de verdad, como un intento de traer al presente continuo de la conversación lenguajes que estén menos manoseados, imágenes o autores o momentos que sirvan para salir de la trampa del ciclo de noticias, de los vocabularios conceptuales a los que deberíamos estar enchufados todo el tiempo y de los que se supone que no debemos salir. Y así y todo hay días en que se hace imposible escribir una columna así en Argentina; en algunas ocasiones hay que resistir e insistir con la agenda propia, con esa forma de militancia que consiste, estoicamente, en hablar de otra cosa. En otras, como en estos días, se sentiría casi psicótico. Tampoco quiero repetir todo lo que leímos en estos días. Sobre lo que pasó hay poco que decir y ya se dijo todo; se escribió, también, mucho sobre cómo llegamos hasta acá. Yo me pregunto, más que nada, por lo que viene.
Sobre lo que pasó hay poco que decir y ya se dijo todo; se escribió, también, mucho sobre cómo llegamos hasta acá. Yo me pregunto, más que nada, por lo que viene
Mi ensayo favorito sobre la relación entre violencia y política es Sobre la violencia, de Hannah Arendt. No estoy segura de por qué; es un texto algo fechado, muy anclado en la reflexión sobre los movimientos estudiantiles de fines de los 70 y, ante todo, la amenaza nuclear. Me gustan los textos fechados: el coraje de animarse a pensar el presente es necesariamente el coraje de animarse a envejecer, y a envejecer mal, como lo hacen varios pasajes del texto. Y así todo, lo quiero por eso, y también porque tiene algunas ideas incisivas que siguen sintiéndose útiles cada vez que vuelvo a él.
Arendt, como otros autores que intentaron pensar la realidad política que inauguraban las armas de destrucción masiva, le da varias vueltas al concepto de la carrera trabada, el hecho de que llegamos a un punto en el que la posibilidad de la destrucción del adversario es tan efectiva y total que el hecho de que cualquiera gane significa la pérdida de todos. No es difícil trasladar algo de esa dialéctica a la lógica de la democracia: aunque no estemos hablando de armas químicas, la sensación de que para la convivencia democrática necesitamos que nuestras principales fuerzas políticas deseen la derrota del adversario y no su desaparición (sea por medios violentos, legales, económicos, judiciales o los que fuera) está bastante presente en las discusiones que hoy se dan en nuestro país y en otros lugares del mundo sobre eso que llaman polarización. Estamos más o menos todos de acuerdo en eso, al menos de palabra y quizás sólo de palabra, pero es algo; con la notable excepción de Patricia Bullrich, cuya negativa a condenar los hechos en el lenguaje que proponían las otras figuras de su partido impidió un comunicado conjunto, los referentes políticos y periodísticos de la oposición hicieron público su enérgico rechazo de los hechos; Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta, incluso Baby Etchecopar y Eduardo Feinmann se expresaron en esa línea. Vi pasar un repudio tras otro, y la sensación que tuve fue de vacío: que no significaba nada, no por una cuestión de insinceridad que me parecería francamente irrelevante —lo importante de la democracia es cumplir con las reglas; si se hace por convicción o por conveniencia es más o menos igual— sino porque esos repudios, desde mi punto de vista, no hablaban de la solidez de ningún compromiso democrático, de ningún futuro en el cual siga siendo seguro hacer política en la calle, de ningún consenso contra la irrupción de la violencia en nuestra práctica democrática. En el diario no hablaban de ti, ni de mí, porque esos referentes no son los referentes de nadie, o tal vez sí lo son en algún sentido, pero han perdido completamente el control de su tropa.
En las redes sociales sus seguidores le reclamaban a Rodríguez Larreta por su tibieza. El amigo del atacante que salió en todos los medios lamentando que Sabag Montiel no le hubiera dado al blanco dijo que era una lástima porque “quizás habría significado menos impuestos”; esa derecha que hace diez columnas de opinión era la vieja derecha fascista contra la nueva derecha democrática y luego fue la nueva derecha juvenil contra la vieja derecha democrática y hoy sencillamente son los mismos neonazis de siempre vuelve a la primera plana. Una no quiere ser tan literal, pero en el discurso que mezcla insólitamente al asesinato de una líder política con una cuestión fiscal aparece demasiado claro el hecho de que la retórica contra el Estado se ha cansado de los buenos modales, esos que nos mantenían dentro del teatro de la democracia, que otra vez, no importa si es un teatro si lo actuamos bien, pero esta gente ha decidido que ya no quiere actuar más.
Se habla a veces de que estamos saturados de política; Arendt analiza, en la parte más lúcida de Sobre la violencia, la cuestión de si la política es —como sostenían muchos teóricos con los que ella conversaba— idéntica a la violencia. Es lógico que piense esto, dice Arendt, quien cree que el Estado no es más que un instrumento de la clase dominante. Pero para una tradición igualmente importante, los que pensamos que el Estado es algo más (algo mejor) que eso, la política no es sólo algo distinto de la violencia: es su contrario. En la frase más hermosa del texto, Arendt afirma que la violencia puede destruir al poder; es incapaz de crearlo. La subrayo todos los años, como un acto de psicomagia, esperando que siga teniendo razón.
TT
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