Una declaración de guerra
Vine a Barcelona a recibir un premio, y como me pasa hace varios años, la gente te pregunta “cómo está la Argentina” con una expresión como si tuvieras un hermano que se escapó de casa y una madre que todos los días le pide llorando que vuelva. Te toca contestar con esa misma sonrisa de las desgracias familiares, que mal pero no tanto como para que no haya esperanza, que somos fuertes y resilientes y que siempre hay comunidades trabajando para que las cosas no terminen de romperse, para que eso que les encanta de la Argentina cuando vienen de visita siga existiendo a pesar de todo. Es igual, y perdón por reiterar tantas veces la metáfora, que cuando te preguntan por una persona, sea pariente o no, que querés mucho y está en una muy rara: una no quiere aceptar la condescendencia ajena, lástima a nadie y mucho menos a nosotros, pero tampoco dar la sensación de que la cosa no es grave, porque sí, sí es grave, y afirmar otra cosa no sería solo mentir. Se sentiría cruel, como si “la Argentina” fueran solo los de tu clase, los que contestan preguntas de extranjeros con una copa en la mano, los que pueden jugar al mundo desarrollado al menos hasta volver a una casa que huele a heladera podrida por el corte de luz.
No soy de engancharme en todas las declaraciones, ante todo porque creo que las batallas culturales no se ganan desde la defensiva, y que la actitud policíaca de reclamar repudios y posicionamientos puede ser muy reconfortante para los fieles pero a la gente “de afuera”, esa que no tiene una opinión firme sobre los asuntos en cuestión, esos discursos exigentes y vigilantes les resultan expulsivos. Por supuesto la mía es una opinión, también, y escucho contraargumentos, pero se apoya fundamentalmente en mi experiencia con estudiantes. Hace años doy un seminario de filosofía feminista en la Facultad de Derecho de la UBA, que vale un punto y medio de Filosofía del Derecho; no es obligatorio cursarlo, entonces, pero sí es obligatorio para las y los estudiantes juntar esos puntos y mi seminario les sirve para hacerlo. La mayoría de las personas que vienen a cursar, entonces, son feministas (también suelen ser mujeres), pero hay un detalle: hace como una década que, con mi colega Romina Faerman, damos este curso los miércoles de 17 a 19. Es un horario excelente, en especial para estos chicos y chicas cuyos trabajos, asociados al horario del Poder Judicial, suelen arrancar a la mañana muy temprano. Es una situación bastante excepcional, entonces; un curso sobre feminismo que siempre tiene un diez o un veinte por ciento de estudiantes que cayeron por el horario. Explico todo esto largamente para que quede claro que he visto de todo: en una cursada, un muchacho (que supongo que no vino por el horario sino directamente a trollear) empujó su banco y se paró para mostrarme lo alto que era y decirme que lo había ofendido como varón; la situación fue tan rara que el único otro varón que había en el curso de hecho se paró también, mirándome con cara de si él salta yo salto, profe. La situación no pasó a mayores: le dije al primer muchacho que se sentara, que no hacía falta que se parara para mostrarme que me saca dos cabezas y que si me quiere hacer daño puede hacerme mucho, porque yo ya lo sé aunque esté sentado; le pedí perdón, le dije que ofenderlo no había sido mi intención, que en la universidad estamos para probar ideas incómodas y encontrar una manera de conversarlas entre todos a ver qué salía. Se calmó y nunca volvió, pero he tenido versiones mucho mejores de esta escena. He visto a gente (mujeres y varones) aceptar posiciones que cuando la clase había empezado les parecían repugnantes. No digo que las hayan adoptado, sino que las aceptaron, en un sentido literal: aceptaron que eran posibles, que no eran ni asquerosas ni inmorales incluso si a ellos les costaba compartirlas. Las veces que esto pasó, lo tengo claro, fue porque tanto yo como los y las demás estudiantes que defendían estas posiciones resistieron la tentación de proponerlas como la única alternativa moral. Por eso cuando digo que no suelo engancharme en contestar a todas las declaraciones no pienso que sea ni de tibia, ni de copada, ni de voluntad de quedar bien con nadie; trato de no hacerlo porque he visto que mostrarse tan reactivo constantemente no sirve para nada, o al menos no sirve para lo que a mí me importa, que es acercar gente nueva a las posiciones que por razones de derechos humanos yo creo que son importantes. Acusar a la gente de estar del lado de la inmoralidad rara vez hace que esa gente te escuche; de hecho, una puede ver la sorpresa del otro cuando quería provocarte una reacción de ese tipo y vos en cambio le contestás con un “te escucho”. Es ese tipo de desestabilización la que me interesa producir y multiplicar.
No suelo entrar, entonces, en el detalle de lo que dijo el último derechista de turno, pero esto que pasó esta semana, esto que no me dejó minimizar el problema en el que se encuentra la Argentina como trato de hacerlo otras veces por orgullo, no es una afirmación cualquiera para el bait: esto que hizo el Presidente mismo en uno de los foros internacionales más importantes del mundo es una declaración de guerra. Me angustia, pero sobre todo me preocupa mucho, porque no sé qué deberíamos hacer ni cómo lo vamos a parar. Podemos coleccionar repudios, afirmar que tenemos razón (porque la tenemos), pero mi impresión es que nada de eso funciona para detener el odio. Ni siquiera tiene solo que ver con la economía: la batalla cultural que está librando la derecha global contra todo lo que consideran woke (las feministas, los gays, los migrantes, lo que fuera) está operando en países pobres y en países ricos, desiguales y más igualitarios. Conecta con una fibra que evidentemente va más allá de la vulnerabilidad que producen la pobreza y la precariedad. Hace años, cuando discutíamos si el matrimonio igualitario podía perderse en algún momento, pensé que eso era muy difícil: las sociedades no retroceden con tanta facilidad una vez que han aceptado algo, aunque sea a regañadientes. La gente se acostumbra y la realidad se impone. Hoy lo que veo es otro mecanismo. Estos tipos se te acercan como esa gente que quiere que sientas miedo, te preguntan tantas veces si de verdad estás cómodo con todo eso que te quisieron imponer que a la quinta vez lo pensás y ya contestás que no, porque quizás efectivamente una incomodidad te producía, y con ese resquemor que puede tener mucha gente que sería incapaz de ir en los actos a la violencia o al odio esta derecha entusiasta puede hacer incendios. No me sirve la imagen para pensar la solución, porque no tenemos que apagarlo, nada más; hay que estar pensando, no sé ni cómo, en cómo encender nuestro propio fuego.
TT/DTC
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