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ENSAYO GENERAL

Contener multitudes

Escena de "Titane", película de la directora francesa Julia Ducournau.
29 de diciembre de 2024 00:00 h

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Desde que terminé el colegio pienso que un poco el pasaje de un año a otro es un asunto arbitrario al que no habría que darle mayor importancia. Nunca lo sentí más patente que cuando trabajé en oficinas; te vas el 31 al mediodía o a la media tarde y volvés el 2 a la mañana con la sensación de que te avisaron que terminaba el mundo pero quienes estaban a cargo del apocalipsis se olvidaron y todo sigue igual, como pasó en el 2000 con la catástrofe frustrada del Y2K. Ahora que soy un poco más grande pienso que el final del año tiene más la estructura de una metáfora: no siempre es el momento en que más presente tengo el paso del tiempo (me lo recuerda más la jubilación de mi mamá, el cierre de algún boliche o colegio que pensé que siempre sería parte del mundo, cruzarme por la calle a un profesor de la universidad y verlo por primera vez con bastón), pero es un momento en que todos podemos pensar en eso a la misma vez.

Hace unos días vi Titane, la película de la francesa Julia Ducournau que todo el mundo me recomendó en la pandemia y que por alguna razón me había olvidado de ver. Los amigos me la habían comentado como “la de la mina que coge con un auto”, y es verdad que eso pasa, y la escena es bárbara, pero me interesó más lo que sucede después: la protagonista, que tiene que escapar de un par de malas decisiones, se corta el pelo, se ata los pechos y se lesiona la nariz para pasar por un jovencito desaparecido hace años, al que su padre busca desesperadamente. El padre reconoce a “su hijo”, impide que lo sometan a un test de ADN y la chica se sumerge en un mutismo con excusa postraumática, probablemente para evitar meter la pata, y seguramente también para no mostrar su voz femenina.

En estas últimas semanas, también, había estado releyendo Orlando de Virginia Woolf: digo releyendo porque fácticamente es cierto, leí este libro por primera vez a los 17 o 18 años, pero no tengo idea de qué puedo haber entendido. Lo mejor de la novela es el humor, definitivamente, y no se me ocurre que yo pueda haber pescado en esas épocas los chistes sobre escritores resentidos y aristócratas avergonzados que hoy me hacen reírme sola en voz alta; pero lo segundo mejor, tal vez, es el tratamiento del tiempo. Y de hecho, lo más famoso del libro, la transición de Orlando de hombre a mujer, es tanto un comentario queer como un comentario sobre el paso del tiempo. Si quisiéramos hablar como filósofos posmodernos diríamos que ese cambio de género es un comentario sobre lo queer (usando su antigua acepción de queer como “rarito”) que es el tiempo.

Lo poco que recordaba yo del asunto era que Orlando se convertía en Lady Orlando sin demasiadas explicaciones; no había una decisión ni una búsqueda, ni una lucha interna ni una conquista; era más como la metamorfosis de Kafka, pero sin frustraciones. Levantarse mujer, para Orlando, parecía ser como lo que sería para otra persona levantarse canosa o con diez kilos de más o diez kilos de menos; una de esas cosas que pueden pasar, ni buenas ni malas, cuando una porta un cuerpo a través de los años. Orlando es hombre y mujer porque vive cientos de años; es hombre y mujer porque vive varias vidas, igual que la chica de Titane, igual que Don Draper, igual que todos nosotros.

Pienso que, en los últimos años, la fluidez tiene mala prensa en general. Cuando les explico a mis estudiantes de filosofía feminista el concepto de género de Judith Butler les digo que la noción de “identidad de género” que manejamos en la vida cotidiana es mucho más fija que lo que Butler tenía en mente, al menos en esos primeros textos inspirados en las drag queens y su relación lúdica con la posibilidad de ser cualquier cosa. Es lógico, vivimos en un mundo con documentos de identidad y carnets de prepaga, y entonces necesitamos sostener que las subjetividades son asuntos más o menos estables; pero a veces nos olvidamos que eso de que una nunca se baña dos veces en el mismo río está más cerca de la verdad, y que la supuesta certeza de que ese río sí es el mismo río siempre está más cerca de la ficción.

Recuerdo que una vez un profesor me explicó que la diferencia central entre la izquierda y la derecha no era que una valorara la igualdad y la otra la libertad, sino que el valor fundamental para la derecha era el orden, en el sentido del conservadurismo más literal: que las cosas se mantuvieran más o menos como estaban. Creo que ese profesor tenía razón cuando me lo explicó, pero que hoy hay conservadores de izquierda y conservadores de derecha; y que la sensación es que lo que a esa gente le incomoda es el concepto de aceptar lo que cambia; no estar ni a favor ni en contra de ciertas transformaciones, sino aceptarlas en un sentido casi zen, intentar acomodarse a lo que realmente no podemos evitar.

Pienso que una de las cosas más interesantes que nos enseña estar vivos en una realidad que incluye la dimensión del tiempo es la de la fluidez involuntaria, esa que nos fascina en el personaje de una muchachita que descubre que puede convertirse en muchachito con solo raparse la cabeza y romperse la nariz, esa que tematiza Virginia en el personaje de un noble centenario que un día es mujer sin haberlo decidido (pero sin oponerse). De más chica pensaba que si una quería contener multitudes tenía que proponérselo; que si querías vivir una de esas vidas interesantes que son mil vidas había que trabajar para ello. Ojalá fuera tan difícil. 

TT/MF

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