Malvinas (1982-2021)
Escuchar Malvinas
Ser testigo de una guerra es también escucharla. Sobrevivir es haber escuchado. “Volver de la guerra”, se dice en Como la cigarra. La canción de María Elena Walsh hablaba de los artistas de variedades. Se resignificó precisamente en 1982. Pero volver cómo, de qué manera. Walter Benjamin señalaba que los supervivientes de la Primera Guerra Mundial quedaron conmocionados por los shell shocks. La neurosis de guerra tenía una fuente acústica específica en donde radicaba el origen del trauma: el ruido de los bombardeos llevados a cabo por la artillería pesada que machacaba sin cesar las trincheras enemigas.
¿Qué reverberaciones acompañaban al dolor insondable de los veteranos de Malvinas que terminaron con sus propias vidas? ¿Cómo suena internamente aun esa guerra en aquellos que resisten el peso de la memoria? ¿Se puede escribir sobre esas vibraciones? Desde la Ilíada hasta Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, los sonidos del combate han tenido una presencia destacada en las representaciones literarias. Lo mismo sucede con los relatos documentales y las historias orales. “El hecho de que el sonido se considere digno de comentario no debería sorprender: el conflicto armado ha sido un asunto ruidoso, gruñido y estridente a lo largo de la historia”, señala J. Martin Daughtry en Listening to war. Sound, music, trauma, and survival in wartime Iraq. Daughtry ha reunido la palabra guerra en latín (bellum) y el término griego que alude a la voz (pone) para acuñar un concepto “belifónico” con el que hace referencia a la aglomeración de sonidos que generados en el teatro de operaciones. La “belifonía” de Malvinas debe ser todavía reconstruida.
¿Qué reverberaciones acompañaban al dolor insondable de los veteranos de Malvinas que terminaron con sus propias vidas? ¿Cómo suena internamente aun esa guerra en aquellos que resisten el peso de la memoria?
De mi conversación con algunos ex combatientes surgen evocaciones del viento en las islas, el ruido de las botas al pisar el barro, el martilleo de la lluvia, la primera explosión, las balaceras, los aviones o los helicópteros, los pedidos de ayuda, los gritos de dolor de quienes estaban a las puertas de la muerte o estaqueados y, también, el bramido vejatorio de los superiores, sus “bípedos”, “cuerpo a tierra” o “salto e rana”. El hundimiento del Crucero General Belgrano adquiere otra cercanía si intentamos poner nuestra oreja en el relato de los que pudieron contarlo: los decibeles de la explosión que lo sacudió, la irrupción del fuego, los alaridos de quienes fueron calcinados, las órdenes de abandonar la nave y, como contracara inevitable, el silencio de la muerte.
La “belifonía” es una dimensión fundamental de la guerra. Cada sonido tiene un valor indicial con información sobre el conflicto. A la vez, es un yacimiento de recuerdos estremecedores. Ahora bien, ¿qué pasaba con la misma música dentro y fuera de las islas? Hay una escena en Iluminados por el fuego, la película de Tristán Bauer basada en el relato del veterano Edgardo Esteban, que funciona como puente incómodo: el entonces soldado recibe la orden de un teniente de juntar en un bolsón todos sus elementos personales al momento de la desbandada: entre los objetos hay una pila de casetes. Música portable que también sonaba en un continente sumido en sus propios rituales festivos.
Nadie puede controlar los sentidos ni las derivas de una canción. Pueden llegar a manos que creemos equivocadas. En marzo de 1982, el bioquímico Carlos Patané trabajaba en las islas Georgias junto a otras 39 personas. Desarmaban un galpón abandonado en Grytviken, cuando los militares argentinos se dirigieron furtivamente hacia Malvinas. A partir de ese momento, Patané quedó al mando del entonces capitán de fragata Alfredo Astiz. “¿Le gustaba la música? Sí, le gustaba Spinetta, le gustaba, ¿qué era lo que hacía yo? Algunos rocanroles de Manal y por ahí no me van a creer, pero en las tardes iba a una pingüinera y empezaba a tocar la viola y la armónica. Los pingüinos me rodeaban y cantábamos Muchacha Ojos de Papel. Esto es muy fuerte lo que estoy diciendo. Lo viví yo”. El testimonio de Carlos Patané formó parte de un documental de Miriam Lewin. Se lo ve tocando la guitarra acústica a la orilla del mar, con barba y campera, como si estuviera en un fogón. Patané canta El fantasma de Canterville en la Bahía de Puerto Leis. “Y nadie se acuerda de mi”. Astiz está ahí sentado, en posición de Buda, riéndose mientras se escucha “paso a través de la gente como un fantasma”. ¿No había hecho eso acaso cuando se infiltraba entre los familiares de desaparecidos?
En su libro La Nación en Armas, de 1883, el general Colmar von der Goltz plantea que una nación debe movilizar todos sus recursos, humanos, económicos e ideológicos, para poder imponerse en un enfrentamiento bélico moderno. La música también. ¿Podríamos hablar de una nación musical en armas? Esteban Buch y Camila Juárez han recopilado todo lo sonado en Buenos Aires durante esos días. La enumeración, asociada al contexto, provoca cierto escozor a la distancia. Esa saga comienza con Décimas para un valiente, que Argentino Luna compuso inmediatamente después de los sucesos del 2 de abril para exaltar la figura de Pedro Edgardo Giachino. El capitán de corbeta murió en el marco de la llamada Operación Rosario, cuando las fuerzas argentinas sitiaban la casa del gobernador isleño. “Las balas que te voltearon, balas piratas salvajes, encendieron el coraje, de los que te acompañaron”, canta Luna. La milonga da por hecha la victoria militar, como una suerte de nota al pie de los discursos de Leopoldo Galtieri frente a una Plaza de Mayo arrobada. “Descansa Pedro, llegaron, ya son nuestras las Malvinas, otra provincia argentina, regresa a la geografía, pero hay luto en la alegría, de tu tierra mendocina”. El nombre de Giachino sería asociado después de 1983 a la represión. Astor Piazzolla, en cambio, homenajeó a Astiz con Los largartos. Después utilizó esa misma partitura para Sur, de Pino Solanas.
La nación musical en armas, condensada en aquel gingle “Argentinos a vencer”, tuvo acaso su momento de espinosa profusión en llamado Festival de la Solidaridad Latinoamericana, del 16 de mayo de 1982. El concierto quedará en los anales de la controversia por la supuesta docilidad del movimiento rock frente al régimen (como si aquellos treintañeros que habían atravesado la dictadura hubieran sido los únicos confundidos o timoratos: solo faltaría revisar los textos de Leon Rozitchner sobre esos días). Pasémosla por alto para invertir los términos de lo que merece pensarse: aquella velada fue, en parte, un verdadero acto de amor hacia la música inglesa, como queda patentizado en la versión de Sentado en el umbral de Dios que su autor, Raúl Porcheto, canta junto con Charly García, Nito Mestre y David Lebón. Ellos se suman con su coro típicamente beatle al momento en que la voz principal recuerda: “Y yo estoy aquí, derrumbándome”. El allá, en el extremo austral, se convertiría pronto en un problema. Las canciones compuestas inmediatamente después del conflicto adolecieron por lo general de las limitaciones para hablar sobre el terrorismo de Estado.
Esa carencia se hace evidente en dos temas escritos tras la rendición casi con el mismo procedimiento narrativo. Reina madre, de Porcheto, empieza con una suerte de universalismo kitsch: la versión en sintetizadores del IV Movimiento de la X sinfonía de Beethoven, para dar de inmediato paso al relato de un británico que va al combate. “Madre: estate tranquila/ el mundo así camina/ Son del sur de la tierra/ ¿Qué nos podrán hacer?/ somos distintos, somos mejores”, canta para expresar luego su perplejidad: “¿Por qué estoy luchando? ¿Por qué estoy matando?”. Las preguntas se repetirán luego en pasado, con la constatación de que “eran igual a mí/ y aman este lugar, tan lejos de casa”. En cuanto a La isla de la buena memoria, de Alejandro Lerner, el soldado, esta vez argentino, le avisa a su madre que se va al frente. “¿Qué haré con el uniforme cuando empiece a pelear/ con el casco y con las botas, ni siquiera sé marchar?”. La carta imaginaria es, a partir de cierto momento, la de un muerto: ya no “hace frío” sino que “hizo frío” en la isla. “Cae mi cuerpo agujereado, ya no podré cantar más”.
En No bombardeen Buenos Aires, el tono festivo y medio salsero es engañoso. El que canta reconoce que está desguarnecido. “Los pibes de mi barrio se escondieron en los caños/ Espían al cielo/ Usan cascos, curten mambos/ Escuchando a Clash”. El disco nombrado es Sandinista. Lo político parece solo provenir de afuera. Pero de inmediato, Charly canta: “Estoy temiendo al rubio ahora”, y podría pensarse que habla del mismo Astiz que hacía coros en las Georgias.
La canción no ha tenido los equivalentes literarios de Los pichiciegos, de Fogwill, o Las islas, de Carlos Gamerro. Hasta que llegó Campo minado, de Lola Arias, la música popular careció de mayor densidad. Sin embargo, los excombatientes cantan en escena canciones hechas por otros, y en inglés. Curiosamente, no forma parte de ese repertorio Shipbuilding. Elvis Costello y Clive Langer la escribieron en medio de la guerra para que la grabase el enorme Robert Wyatt. El conflicto se cuenta desde la perspectiva de un obrero sin trabajo por las políticas de Margaret Thatcher que recupera su esperanza al reactivarse el empleo en las zonas de astilleros. Se construirán acorazados. Sabe entonces que no hay dicha posible: en esas aguas morirán los hijos que son llamados a combatir.
Fito Páez necesitó dos canciones para tematizar ese 82 y sus secuelas. La primera, Decisiones apresuradas, de 1984, en la que un indignado Páez acusa: “Generales: Mataron media generación/ una guerra no es un negocio ni una ilusión/ Una guerra es sangre/ Vienen y van al baño/ Y toman apresurados la decisión (la decisión)”. Acto seguido se escucha a un actor que imita a Galtieri: “yo quiero decirles/ Que no cederemos un sólo metro/ De las tierras (...) conquistadas/ Y yo, pretendo, representarlos/ Ser, ser el hombre, que decida/ Decida, lo que, lo que ustedes tienen que hacer...”. La canción se difumina y, muy por debajo, como si no pudiera gritarse, Fito interroga a los oyentes: “¿Pero a ustedes les parece, realmente?”.
En cuanto a La canción del soldado y Rosita Pazos, de 2014, Fito quiere adentrarse en el trauma de un excombatiente. “Ella intentó cambiar mi mundo/ Lo que su amor no conocía/ Es que la guerra nos asesina/ No siento amor, no siento nada”. Esa imposibilidad tal vez ronde a la música popular también a la hora de acercarse a ese agujero negro que siguen siendo el tiempo transcurrido entre el 30 de marzo y el 14 de junio de 1982, es decir, entre la primera gran protesta contra la dictadura, el inmediato clima festivo que devino de la Operación Rosario y la rendición mientras la televisión argentina se ocupaba de la presencia del seleccionado en el Mundial de España.
AG
0