El espectro de la derecha alternativa
En un artículo publicado originalmente en la Revue du crieur, la periodista Laura Raim recuerda los contornos del viejo conservadurismo que durante décadas controló el Partido Republicano en los Estados Unidos, el también denominado Grand Old Party (GOP). Uno de los pilares fue la National Review, lanzada en 1955 en medio de la Guerra Fría. “La National Review sirvió entonces de matriz para la refundación de un conservadurismo moderno que fusionaba liberalismo económico movilizado desde la década de 1930 contra el New Deal con tradicionalismo de los valores morales y anticomunismo”.
En la historia idealizada del conservadurismo, esta revista habría sabido “expulsar a los reaccionarios, los conspiracionistas y los antisemitas que pululaban en la derecha”. Este movimiento conservador logró apoderarse del Partido Republicano en 1964. En 2016 lo perdió. Muchos sintieron que Trump les “robó” el partido. Pero como el corazón de las bases, más que el de los financiadores, pareció ser conquistado por el dueño de la Trump Tower, pocos se animaron a sacar los pies del plato o a enfrentarse directamente al presidente. Veremos si la derrota de 2020 da lugar a una nueva configuración, ya sin Trump en la Casa Blanca, aunque su base sociológica probablemente siga ahí. El ascenso del trumpismo al poder tuvo como sustrato al pintoresco mundo de las derechas alternativas (alt-right) compuestas por nacionalistas blancos, paleolibertarios y neorreaccionarios. Muchos de estos grupos apoyaron su campaña en 2016 y tuvieron mucha más visibilidad mediática tras la victoria electoral.En abril de ese año, el entonces estudiante Pete Calautti publicó un artículo con un título curioso: “I’m a PhD Student, and I can’t Wait to Vote for Donald Trump” [Soy doctorando y estoy ansioso por votar a Donald Trump]. Con énfasis en que era una especie de rara avis en su universidad, y que incluso por su aspecto nadie sospecharía en sus cursos que era un entusiasta seguidor de Trump (como si se tratara de un illuminati camuflado), el argumento de Calautti no carece de lucidez.
El entonces doctorando escribe que “tanto la derecha alternativa como Trump parecen entender que los temas de la guerra cultural como el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, etc. son contraproducentes. Existen para que el establishment conservador los use como material de propaganda para encender a sus bases”. La verdadera contradicción, sostiene, es entre globalistas y antiglobalistas. Estos últimos serían quienes están defendiendo a los trabajadores estadounidenses: “Cada vez que oigas a un político decir que los inmigrantes ”están haciendo los trabajos que los estadounidenses no hacen“, reemplázalo en tu mente con la verdad: ”están haciendo los trabajos por los que no queremos pagar salarios dignos para que los estadounidenses los hagan“.
Esto no solo ocurriría con los puestos no calificados sino también con el programa de visas H-1B, que “no es más que una enorme laguna jurídica que las grandes empresas explotan para importar mano de obra barata”. Y prosigue: “Este ciclo electoral ha sido muy raro, y uno de los elementos más extraños en él es ver a la izquierda –que todavía se engaña a sí misma creyendo que está del lado de las familias trabajadoras– argumentar del mismo lado que las grandes empresas sobre la cuestión de la mano de obra barata”.
Esto no es tan cierto para el caso de Sanders, que hizo una bandera del aumento salarial, pero sí para el caso de Hillary Clinton y la mayoría liberal del Partido Demócrata (recordemos que “izquierda” en los Estados Unidos se usa en un sentido
laxo, en especial por parte de quienes apoyan a Trump). Pero además de defender a los trabajadores, el estudiante trumpista vio el voto al magnate como “un arma”: un arma para castigar al establishment republicano. Es más, un arma para destruir a ese partido copado por los neoconservadores. El futuro del bipartidismo reformado debería ser, entonces, “un partido explícitamente antiglobalista contra un partido globalista de las élites transnacionales”. La pelea Trump versus Hillary Clinton en 2016 pareció de hecho encajar en ese antagonismo. De nuevo: somewheres contra anywheres. Los de algún lugar frente a los de ningún lugar. El mérito de ese artículo es que resumió, con franqueza las razones de un votante ilustrado de Trump, que fueron más o menos las mismas que las de las bases republicanas primero y de los votantes estadounidenses más tarde. Aunque Trump no consiguió la mayoría del voto popular, las bancas en el colegio electoral le alcanzaron para transformarse en presidente de los Estados Unidos. Con su victoria, la derecha alternativa conseguía su carta de ciudadanía. Muchos votaron por la consigna Make America Great Again [Que los Estados Unidos vuelvan a ser grandes], mientras que otros parecieron traducirla en su subconsciente por Make America White Again [Que los Estados Unidos vuelvan a ser blancos]. El nacionalismo blanco regresaba a la escena, de la que en verdad nunca se había ido, más empoderado, más “respetable”. Como escribió Rosie Gray, el triunfo de Trump dio nueva energía a una derecha que está cuestionando y tratando activamente de desmantelar las ortodoxias existentes, incluso algunas tan fundamentales como la democracia.
“Un fantasma recorre las cenas de sociedad, los eventos electorales y los think tanks del establishment: el espectro de la derecha alternativa”, impulsada “por jóvenes creativos y deseosos de incurrir en todas las herejías seculares”, escriben Milo Yiannopoulos y Allum Bokhari en una suerte de manifiesto, replicando la famosa frase con la que Marx y Engels anunciaban la irrupción del comunismo en la política europea. Los autores –uno gay y “medio judío” y otro de origen paquistaní– pregonan “un abierto desafío a todos los tabúes establecidos” y describen la alt-right, en la que se inscriben, como “adicta a la provocación”. Para eso, esta última tiene a mano el troleo como guerrilla cultural y el meme como instrumento político. Ellos mismos se presentaban como defensores de “los desechos de la sociedad” aunque a la vez destacaban que esta nueva derecha, a diferencia de los skinheads neofascistas de antaño, está compuesta por jóvenes “peligrosamente brillantes”. Yiannopoulos –un influencer carismático y a menudo escandaloso, en el que resuena algo de cultura camp– trabajó en Breitbart News, ascendió al estrellato de la galaxia de la derecha alternativa y más tarde cayó en desgracia por sus ironías sobre la pedofilia. El británico identificó a Trump como el único candidato verdaderamente cultural que han tenido los Estados Unidos desde hace décadas, cuando fue Pat Buchanan quien encarnó ese papel. Pero Buchanan perdió y Trump ganó. Esta derecha alternativa era, en palabras de Yiannopoulos y Bokhari, “una ecléctica mezcolanza de renegados que, de un modo u otro, tenían cuentas que ajustar con los consensos políticos establecidos”. Como se ha dicho, es posible pensar a la derecha alternativa como unos conservadores que ya no tienen nada que conservar.
En 2016, Hillary Clinton dio publicidad al término: en un
discurso de campaña dijo que Trump no representaba “el republicanismo tal como lo conocemos”, sino “una ideología racista emergente conocida como alt-right”. En las latitudes más extremas de esta gelatinosa derecha alternativa pueden encontrarse desde el supremacista blanco Richard Spencer y el masculinista Jack Donovan hasta los “peligrosamente brillantes” (Yiannopoulos dixit) neorreaccionarios (NRx), partidarios de la denominada Ilustración Oscura.
En los primeros años 2000, la derecha alternativa, aún marginal, se articuló en torno a Spencer, partidario de una “limpieza étnica pacífica” de los no blancos de Estados Unidos. Las visiones de extrema derecha de Spencer –que fue filmado diciendo “¡Heil Trump!” en apoyo al magnate– están lejos de promover simplemente un retorno al pasado. El ideólogo estadounidense, autor de una tesis sobre el filósofo de la Escuela de Frankfurt Theodor Adorno, no cree que la década de 1950 fuera el paraíso y no le preocupan las ansiedades de los conservadores cristianos: no le importa el matrimonio gay y apoya el acceso legal al aborto, en parte para reducir el número de negros e hispanos (Wood, 2017). Para muchos en la derecha, Spencer es demasiado nazi y racista incluso para sus parámetros, y buscan alejarse de él.
Donovan pasó por la vida gay al dejar la casa de sus padres en la Pensilvania rural para estudiar arte en Nueva York. Allí bailó gogó en clubes homosexuales, se juntó con drag queens y marchó por el orgullo gay. Pero luego abandonó los estudios, aprendió a usar herramientas, practicó artes marciales combinadas y decidió que no era gay, sino un masculinista contumaz. Autor con pseudónimo de Androphilia: A Manifesto. Rejecting the Gay Identity, Reclaiming Masculinity [Androfilia: un manifiesto. Rechazar la identidad gay y recuperar la masculinidad], dice que “la palabra ‘gay’ describe todo un movimiento cultural y político que promueve el feminismo antimasculino, la mentalidad de víctima y la política de izquierda”. Donovan utiliza el término “andrófilo” para describir a un hombre cuyo amor por la masculinidad incluye el sexo con otros hombres. En línea con su idea tribal de la masculinidad, y con su exaltación de una masculinidad propia de El club de la pelea, se unió a los Lobos de Vinland, un grupo neopagano a menudo acusado de impulsar ideologías de odio; incluso algunos de sus miembros promovieron acciones racistas violentas. Aunque dice no ser un nacionalista blanco, Donovan participó en publicaciones y eventos de Spencer y defiende una asociación entre nacionalismo y blanquitud, además de formas de secesionismo blanco.
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