Feliz día, insensatos
![El 14 de febrero se celebra el Día de los Enamorados.](https://static.eldiario.es/clip/b5cda875-afd8-4659-a03f-92b2d6d67f0c_16-9-discover-aspect-ratio_default_0.jpg)
La noche que mis viejos cumplieron 50 años de casados la conmemoración fue sencilla, sin estridencias ni coreografías celebratorias. Mesa chica familiar, hijos y nietos; asado a la luz de una preciosa luna, bajo pinos susurrantes y a pocas cuadras del mar. A la hora del brindis con burbujas, miré a mi viejo a los ojos, golpeé teatralmente la mesa y muchísimo más en serio de lo que parecía, quise saber.
–Bueno, pá. ¿Cuál es el secreto?
–¿Qué secreto?
–50 años juntos, viejo. Cómo se hace. Sos médico, dame la receta.
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Ulises siempre se tomó su tiempo para todo. Así que resopló cabizbajo, miró un rato la copa semivacía como quién va de cacería a los recuerdos, sonrió esquinado y después, acariciando el hombro de su esposa, sencillamente dijo:
–Cariño y resignación.
Suena, lo sé, a humorada tribunera de varón rancio. Nada de eso, lo juro. Mi viejo no fue jamás, ni por un instante, miembro de ese insoportable club de los “lajabru”, ese Rotary de esposos fofos que en vestuarios y sobremesas se autofestejan sarcasmos penosos acerca de sus irremediables matrimonios avinagrados. Muy por el contrario, la devoción de mi viejo hacia su mujer fue la piedra basal de su existencia. La amó más que a nadie en su vida, incluyendo a sus hijos. Por eso su respuesta me pareció sabia, genuina e insospechable de mezquindad. A los 70 años, imagino, el cariño es el puerto donde tiran el ancla las personas que cabalgaron juntas tormentas y tifones. Y se resignan, cómo no hacerlo, a entender que el amor no es un asunto espléndido, sino más bien un hermoso malentendido.
Hace un par de semanas, en otra tertulia de verano bajo las estrellas, mi hijo también habló del amor. Dijo que no está en sus planes. Que de los 20 a los 30 planea conocer gente y elegir a alguien después, sin ningún apuro. Me dio ternura su fe en sí mismo como comandante de su destino amoroso. Su generación tal vez imagine el amor como un videojuego inofensivo, un PES donde armas el dream team adecuado y elegís el nivel de dificultad que te permita ganar, golear y gustar. Pero la ternura dio paso al Viejo Vizcacha y ahí nomás sentí que mi deber paterno era cachetearlo.
–Hijo, te van a llenar la cara de dedos.
Me miró alarmado, como si me hubiese convertido en un patova de Crobar.
–¿Quién?
–Las chicas. O los chicos, lo que sea que prefieras. La vida, bah.
–¿Por?
–Porque el amor es un Scania que viene de frente, en una ruta hecha mierda, con una sola luz. Vos hace los planes que quieras, pero agarrá fuerte el volante.
Mi hijo tiene un padre que suele ponerle metáforas a casi todo, en general sin mucha destreza. Pero en fin, es parte fundamental de un oficio que pagó sus colegios y ahora sus tarros de creatina, así que lo lamento por él, pero debe soportarlas.
–Bueno, pero a mí me parece que a mi edad lo mejor es eso: conocer lo más que se pueda, ir descartando lo que no te gusta y desp…
–Hijo, van a descartarte a vos también. Mucho.
–…
–Mucho.
Se quedó callado. Y yo espiando a contraluz su primer atisbo de bigote, su sombra de barba a estrenar, decidí callarme también. Soy un cincuentón, pensé; un nuevo viejo que escribió demasiadas cancioncitas de amor que terminan pésimo, un melancólico serial aficionado al cinismo. Pero no tengo derecho a ser un aguafiestas. Podría, supongo, avisarle que las decisiones más rotundamente estúpidas de la vida suelen tomarse en estado de enamoramiento. Decirle que dicen que amar es darle lo que no tenés a quien nunca te lo pidió. Advertirle que va a rifar el hígado y la dignidad por personas a las que, un tiempo después, se cruzará en una fiesta y apenas recordará sus nombres. Que nadie es de nadie, excepto en las pelotas paradas. Contarle que Schopenhauer dijo que el amor es una intoxicación metafísica, que Romeo y Julieta fueron dos cachivaches, que hay una canción de Tonino Carotone que se llama “Me cago en el amor” que debería agregar a alguna de sus playlist. Podría atiborrarlo con esas y otras giladas sentenciosas y entonces simular que lo estoy cuidando, que su papá es el mejor sparring que puede tener antes de subirse al ring de los desengaños.
Mejor, no. Mejor que escale por su cuenta el Aconcagua que sepa conseguir. Porque, además, de nadie sospecho más que de la gente ilesa.
Desconfío hasta las muelas de los que nunca estuvieron desesperados, rotos, con fractura expuesta por cuitas del corazón. Si el amor no te cagó a bifes dos o tres veces en la vida sos un eunuco emocional. O bastante peor, un farsante.
Hay otra cosa que el desamor gatilla, una recompensa que ofrece y yo no quisiera que mi hijo ignore: la solidaridad entre los derrotados, la comunidad organizada de los corazones abollados. Todos podemos ser el próximo arruinado. Todos somos o seremos excombatientes y ahí se ven los pingos, o mejor dicho, los camaradas. Ojalá mi hijo los encuentre.
Es probable que el amor sea la hipérbole definitiva, una desmesura a la que uno a los 50 años le discute el precio y a los 70 le arrima el pastillero del cariño y la resignación. ¿Pero a los 20? Que haga como decía Discepolín: que ame sin presentir.
Y que llene varias copas y brinde por lo que nunca será.
IN/DTC
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